Holocausto gitano. María Sierra

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Holocausto gitano - María Sierra


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introduce en la novela a esta mujer fascinante, cuyo físico de gitana refleja un interior aún más peligroso, pues Carmen es un alma libre, no sujeta a reglas sociales o morales, solo regida por una sexualidad apasionada. Su amante pierde la cabeza y el honor corriendo tras ella, agitanándose y haciéndose delincuente por ella; como sabemos, solo la muerte pone fin a la pasión descontrolada inspirada por tan irresistible mujer. Esta historia ha dado pie a muchas interpretaciones con posterioridad, máxime si tenemos en cuenta la versatilidad de las lecturas que la han reelaborado en mil y un productos culturales. No entraré aquí en esta cuestión, pero sí mencionaré al menos un par de coordenadas históricas para contextualizar este relato en el sentido que nos interesa, el de su función y sus efectos como estereotipo denso sobre el pueblo gitano.

      Por un lado, hay que tener en cuenta que precisamente en esta época se estaban consolidando los modelos de género burgueses que atribuyeron a la mujer el espacio de lo doméstico y los sentimientos maternales, hasta dibujar el prototipo del «ángel del hogar» como perfecta —silente y obediente— compañera del varón, quien a la vez era imaginado como el protagonista natural de la esfera pública liberal —racional, productivo, autocontrolado—. La figuración de contramodelos ha sido siempre un procedimiento eficaz para reforzar el valor de los ideales normativos que se busca imponer, y así Carmen, y en general las gitanas, eran representadas como la antítesis de la auténtica (y correcta) feminidad [Il. 5]. Su compañía resultaba, en consecuencia, peligrosa para los hombres, por seductora, devoradora y fatal. En algunos relatos, las mujeres gitanas se comparaban con panteras por su forma de moverse y, sobre todo, de bailar; en el terreno de la música, Franz Liszt las describió como hechiceras de belleza y canto hipnóticos, el terror de madres y tutores de los jóvenes aristócratas rusos (Des Bohémiens et leur musique…, 1859). Las varias moralejas y pedagogías insertas en historias e imágenes de todo tipo no impedían, sino más bien lo contrario, que estas representaciones fueran también cauce para fantasías masculinas de carácter sexual y emocional, dirigiendo sobre la figura de la mujer gitana una mirada similar a la proyectada sobre otras feminidades vistas en términos raciales, una más en un conjunto de bellezas exóticas que servía de vía de escape.

      La segunda observación se refiere al largo y extenso éxito de esta representación de la mujer gitana, en la que el género atraviesa y refuerza el estereotipo general de lo gitano. Desde su nacimiento a mediados del siglo XIX, diversas versiones de Carmen se estrenaron de forma continuada en distintos soportes plásticos y auditivos. De la música y el teatro la figura saltó al cine, alcanzando a un público cada vez más amplio. La primera representación fílmica de Carmen fue un cortometraje británico de 1907; le siguieron enseguida numerosas películas mudas, algunas de directores tan significados como Charles Chaplin (1915) y Ernst Lubitsch (1918), que incorporaban a actrices del naciente star-system cinematográfico como Pola Negri [Il. 6].

      A lo largo de estos desarrollos se puede observar la compatibilidad entre las operaciones de sublimación y estigmatización que intervienen en cualquier estereotipo complejo. Las gitanas protagonistas de estas ficciones eran atractivas hasta decir basta, pero su naturaleza como mujeres las castigaba a una vida descontrolada e infeliz; la inferioridad cultural de su raza servía para explicar su carácter y sus acciones, así como para trazar fronteras morales y sociales entre los distintos protagonistas, algo que quedaba reforzado cuando otros personajes secundarios gitanos aparecían en escena, pues raramente les alcanzaba algo de esa excepcionalidad que hacía de estas Cármenes seres poderosamente atractivos. Tan atractivos que en la década de 1940 la cineasta preferida de Hitler, Leni Riefenstahl, no solo ideó una película que contaba la historia de una bella bailarina vagabunda, objeto del capricho de un marqués perverso, sino que se decidió a protagonizarla ella misma. Por justicia patética, merece la pena visualizar la escena de Tiefland (Tierra Baja) en la que se esfuerza sin éxito por interpretar un baile seductor a la manera gitana —sin que falten castañuelas, grandes pendientes, falda de volantes y mantoncillo—. Pero sobre todo es importante tener en cuenta, para comprender la banalización del mal a la que colaboran los estereotipos, que la cineasta hacía esto mientras el nazismo acometía una política de persecución de los nómadas, identificados con los gitanos, sobre la que volveremos más adelante. Este caso demuestra de forma especialmente contundente cómo sublimación y estigmatización pueden operar de la mano, afectando a la vida de las personas reales: Riefenstahl usó como extras para su película a prisioneros romaníes de campos como Marzahn y Maxglan, enviados luego a morir a Auschwitz como tantos otros.

       El lugar de la ciencia

      Los estereotipos románticos del XIX están en la base de esta esquizofrenia cultural que exalta a gitanos ficticios mientras se persigue a gitanos reales. Pero es igualmente cierto que fue el conocimiento considerado experto, desde la medicina a la antropología, el que aportó el más completo argumentario sobre el cual se crearon las medidas políticas antigitanas del siglo XX. Fue la ciencia la que consolidó —en clave racial y con lógicas aparentemente objetivas— las representaciones sobre el pueblo gitano tomado como un colectivo definido por un determinado carácter genético. Y fueron científicos reputados los que le asignaron un lugar subalterno en el mundo. «¿Qué perdería la humanidad si una ola gigantesca hundiera África con todos los gitanos allí reunidos?», se preguntaba retóricamente el anatomista escocés Robert Knox (The Races of Man, 1850). Nada, respondía, o al menos nada que diferenciara al hombre del animal, pues con ellos no desaparecerían autores de descubrimientos, de inventos ni de creaciones artísticas o pensamientos sublimes. Esta influyente obra de mediados del siglo XIX anticipó el tono que iba a hacerse habitual en los medios científicos europeos al hablar de los colectivos romaníes y su lugar en la jerarquía cultural de los pueblos conocidos.

      Es cierto que esta cosmovisión racial moderna de la humanidad había arrancado con fuerza ya en el siglo XVIII, mostrando ese «lado oscuro» de la Ilustración del que ha hablado el historiador George Mosse. No solo para los gitanos, ciertamente. De hecho, es poco conocido que Kant se sirviera de su caso al hablar de la clasificación de las razas para explicar la tendencia de los negros liberados en América a evitar el trabajo y convertirse en vagabundos, «exactamente lo que nos sucede con los gitanos». El trabajo de Leonardo Piasere, al que remitimos en la bibliografía final, desvela precisamente el origen ilustrado de la antropología física en lo relativo a la población romaní, pues ya en el siglo XVIII el médico Johann Friedrich Blumenbach utilizó un cráneo «cingárico» en su famoso trabajo de comparación morfológica de las razas conocidas, combinando observaciones anatómicas con prejuicios populares (la idea de los gitanos como secuestradores de niños).

      A lo largo del siglo XIX fueron evolucionando la craneometría y otras disciplinas auxiliares, pero antes de que desembocaran en un biologicismo antropológico de profundas implicaciones racistas, la consideración científica de la «cuestión gitana» pasó por otros desarrollos. No conviene en ningún caso segregarlos de la cosmovisión racial que de forma general y más directamente referida a otros grupos racializados («negros», «amarillos») se estaba fraguando en este tiempo con fuerza, como pone de manifiesto, entre otras, la obra del conde de Gobineau. El caso gitano se inscribe en esta metafísica racial general que se incorporó a las lógicas básicas de las sociedades occidentales.

      Hubo, sin embargo, otros intelectuales más decisivos que los filósofos racistas del XIX a la hora de elaborar argumentos de apariencia científica sobre la personalidad colectiva que se le atribuiría al pueblo romaní. En este sentido, fue más determinante la atención erudita que concitó su supuesto enigma entre un grupo heterogéneo de filólogos, etnólogos, historiadores, etc.; es decir, de científicos sociales en una época en la que se estaban constituyendo precisamente estos saberes como disciplinas académicas. Siguiendo a Grellmann, estudiosos ingleses, franceses, alemanes, austriacos… se lanzaron tras la búsqueda del «auténtico» gitano. Con este objeto, se esforzaron por investigar con parámetros científicos qué rasgos caracterizarían de forma positiva al pueblo gitano, un pueblo que dentro de la misma Europa representaba un reto epistemológico por su diferencia con respecto a la sociedad mayoritaria.

      No había que viajar, pues, lejos del viejo continente, a selvas remotas o islas vírgenes, para encontrar pueblos


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