Holocausto gitano. María Sierra

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Holocausto gitano - María Sierra


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a residir en una lista cerrada de villas, a comparecer ante la justicia para ser censados, a trabajar en muy pocos oficios y a evitar su lengua «jerigonza». También en la España del siglo XVIII la Ilustración mostró su cara más cruel cuando, asesorado por el marqués de la Ensenada, Fernando VI promulgó en 1749 una orden para el apresamiento general de toda la población gitana del país, conocida como la Gran Redada. La operación sacó de sus casas a familias asentadas, las privó de sus bienes, obligó a hombres y mujeres a trabajos forzados, y los mantuvo separados buscando la extinción biológica del grupo.

      Los argumentos con los que se compuso este denso aparato legal, así como el discurso político de distinto origen que lo acompañó (de consejeros reales, representantes en Cortes y Dietas, gobernantes locales, eruditos dedicados a los problemas de la nación, instrucciones policiales, etc.) revelan varias cosas. Primero, que los grupos romaníes habían llegado para quedarse, pues la reiteración en las medidas y los castigos no hacía sino reconocer implícitamente el fracaso de los intentos de expulsión o asimilación. Segundo, que estaban incorporados a la vida social y económica mayoritaria en superior medida de lo que admitía el estereotipo que los reducía a bandas errantes de vagabundos y delincuentes. Las leyes, además de prohibir las particularidades culturales de los gitanos, limitaban los oficios que podrían ejercer, los fijaban en determinadas tierras y promovían censos para registrar su existencia. Hablando de nómadas desocupados y fuera de la ley, un tópico obsesivo en un tiempo en el que el bandolerismo aumentó a partir de fracturas sociales tan graves como la generada por la guerra de los Treinta Años, las leyes hacían en realidad referencia a otros gitanos.

      Leídas del revés, estas medidas nos hablan de un proceso de asentamiento de diversos grupos romaníes en toda Europa que conllevó la residencia en determinados domicilios y el ejercicio de determinadas profesiones. Algunas, comunes con las clases trabajadoras de las sociedades receptoras, como el cultivo de la tierra, tarea en la que compartieron fatigas con otros segmentos de la población; otras estuvieron más específicamente vinculadas a un perfil laboral colectivo, como la forja del hierro y otros metales, la reparación de objetos varios, el cuidado y comercio de caballerías o el entretenimiento musical y teatral de la población (en países como Hungría y Rusia su presencia en los espacios musicales sería considerada característica de las respectivas culturas nacionales ya en el siglo XVIII). En particular, el comercio a pequeña escala y la reparación de objetos que conllevaba la movilidad del artesano fueron dedicaciones frecuentes, en relación con la también frecuente prohibición de incorporarse a los gremios establecidos.

      Por paradójico que resulte, este tipo de políticas dirigidas supuestamente a asimilar a los gitanos generaban desarraigo y producían criminalidad. Algunas de las medidas impedían que los afectados ejercieran ciertos oficios o los obligaban a mover sus residencias a determinados emplazamientos prefijados. Otras prohibían formas de vida que no eran exclusivamente gitanas, como la mendicidad o la movilidad, pero que quedaban doblemente criminalizadas en tanto que gitanas. Por todo ello, se puede afirmar que en esta etapa histórica se puso ya en marcha una lógica gubernamental respecto a la población romaní que continuaría vigente hasta el nazismo y aún después, puesto que el aparato legal y el discurso normativo de las monarquías europeas de la Edad Moderna crearon categorías criminales aplicables a toda una comunidad en cuanto que tal. Quedó activada la triple operación de categorización (asignación de un nombre al colectivo), «etiquetaje» (identificación de sus miembros) y estigmatización (invocación de juicios de valor negativos) que habría de tener un largo recorrido histórico, según han indicado los investigadores Lucassen, Willems y Cottar.

      Uno de los principales problemas fue el efecto extralegal de estas leyes, puesto que, después de haber castigado penal y civilmente a los considerados delincuentes o peligrosos para la comunidad, este aparato normativo seguía proyectando sobre el imaginario colectivo de las sociedades mayoritarias una representación globalmente negativa de los llamados gitanos que les perjudicará durante generaciones. Sobre todo, si tenemos en cuenta que otros discursos contribuyeron a extender y amplificar esta imagen, de forma quizá más difusa pero igualmente efectiva, imprimiéndola en lo que podemos llamar el «sentido común» de una sociedad.

      Como sabemos, la literatura y las artes plásticas, entre otros vehículos culturales, han sido particularmente influyentes a la hora de configurar el conjunto de presunciones que un grupo humano da por hechas, asumiendo su existencia como algo natural, sin preguntarse por su artificialidad o intención política. Durante el Renacimiento y el Barroco, novelas y tramas teatrales recurrieron a los gitanos cuando había que introducir en los argumentos la delincuencia o, cuando menos, la marginalidad social. A veces ni siquiera como tema directo, sino como ambiente o excusa. Fueron un recurso literario muy eficaz, puesto que podían servir para explicar esa ruptura del orden que activa toda historia, que mueve toda trama; no digamos ya por su valor como contenedor de moralejas y otras fórmulas pedagógicas. Abundan en consecuencia los relatos en los que los gitanos son presentados, sin mediar explicación, como bandidos que desafían las leyes sociales, brujas terribles o mujeres de peligroso atractivo, ladrones de niños en cuyo robo se sitúa la clave del enigma de la historia… Desde La Gitanilla de Cervantes a Les Fourberies de Scapin de Molière, pasando por La Belle Egyptienne de Sallebray o Moll Flanders de Defoe, antes de llegar a la eclosión del Romanticismo, escritores de todos los países y estilos utilizaron a los gitanos para introducir a la par intriga argumental y tensión social en sus obras. Los rasgos amables con los que se tocaba a determinados personajes o situaciones excepcionales eran perfectamente compatibles con la estigmatización global del grupo.

      Óleos y grabados aprovecharon también el filón temático de los gitanos como elemento exótico y anecdótico, un dato de color móvil en medio del paisaje o una ocasión para introducir en el relato plástico el contraste entre personajes «normales» y sus «otros». Así, la figura de la mujer gitana como adivinadora de fortuna se convirtió en un tema visitado por Georges de La Tour, Nicolas Régnier o Watteau, entre muchos otros [Il. 3]; por su parte, para una legión de paisajistas como David Teniers, Jan Steen o Thomas Gainsborough, los campamentos y caravanas gitanos sirvieron para ilustrar el contraste entre naturaleza y humanidad —sugiriendo algo así como un eslabón perdido en el proceso de civilización—. En estas representaciones, la tipificación de una apariencia genéricamente gitana para identificarlos como tales empleó los recursos de la vestimenta y el adorno que se les atribuyeron como propios, mientras que también se fijaron (y no sin titubeos) aquellos rasgos físicos como la piel oscura, a juego con ojos y cabellos negros, que igualmente deberían diferenciarlos, esta vez en clave racial. Además, la apariencia externa se hacía casar con las inclinaciones internas retratadas: la tendencia al engaño y al robo en su trato con los «ciudadanos honrados», el vagabundeo y la ociosidad.

      Esta representación ficcional de los gitanos, literaria y plástica, traducía y alimentaba el discurso legal y político de las elites gobernantes antes que la realidad social de las variadas formas de vida gitanas. Además, contribuyó de forma sustancial a la creación de estereotipos simplificadores que marcaron la historia colectiva de estas minorías. Sin embargo, lo que vino después supuso un salto cualitativo decisivo en la creación de una representación de los gitanos que, además de determinar sus vidas cotidianas, les robó el derecho a definir su propia imagen durante generaciones.

       El largo siglo XIX y los estereotipos románticos

      Como periodo en el que cristalizó el paradigma cultural de la modernidad occidental, el siglo XIX es un momento clave para entender la consolidación de las representaciones y los discursos sobre los gitanos que siguen determinando aún hoy día la imagen del pueblo romaní. Los procesos culturales, con implicaciones políticas, a los que me referiré a continuación arrancan de las últimas décadas del siglo XVIII y se prolongan en sus líneas básicas durante los primeros decenios del XX, por lo que también aquí podríamos hablar de un «largo siglo XIX» en el sentido propuesto por el historiador Eric Hobsbawm. Durante este tiempo, al menos en aquellos países en los que fue imponiéndose el liberalismo como proyecto político, el hostigamiento institucional anterior se remansó en alguna medida. No dejó de haber leyes que señalaran específicamente a los gitanos como objetivo colectivo penal y policial, pero


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