Holocausto gitano. María Sierra

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Holocausto gitano - María Sierra


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asentado en la mayoría de las regiones del viejo continente: Moldavia, Valaquia, Hungría, Alemania, Suiza, Francia, Países Bajos, Inglaterra, España… Pronto, de la mano del mismo Colón en sus primeros viajes a América, alcanzaron también al nuevo mundo del otro lado del Atlántico.

      Este es el relato habitual sobre los orígenes del pueblo gitano europeo, que sortea grandes vacíos documentales para sus primeras etapas y encierra una contradicción muy llamativa visto desde la concepción racial del nazismo: la paradoja del linaje ario de este pueblo, afirmada precisamente por un erudito alemán en el siglo XVIII, Grellmann [Il. 2]. Más allá de todo esto, tal forma de contar la entrada en la historia europea del pueblo romaní conlleva un problema científico y político que suele pasar inadvertido: al presentarlos como inmigrantes de origen distante e incluso misterioso, se subraya —aunque sea inintencionadamente— la condición foránea de quienes han estado sin embargo viviendo en suelo europeo de forma continuada desde la Baja Edad Media. Europa es históricamente un continente de aluvión demográfico; pero no se aplica el mismo esquema, que marca con el exotismo de un origen lejano como rasgo indeleble, a todos los grupos humanos que la han venido ocupando, atravesando y poblando. El relato histórico no es neutro y asimila con naturalidad a algunos pobladores mientras que de otros enfatiza su origen foráneo. Así lo refleja el nombre de egipciano que está detrás tanto de la palabra inglesa gypsy como de la española gitano: ya fuera porque remitiera a una zona del Peloponeso conocida como Pequeño Egipto o porque los vinculara con el mismo Egipto africano, son equívocos de distinto signo confluyentes en una denominación que los define como un grupo ajeno al cuerpo social históricamente arraigado en el territorio nacional.

      Los motivos de esta representación de los gitanos como extraños tienen mucho que ver con la sensación de choque cultural que en el mismo siglo XV experimentaron los alemanes, italianos, holandeses o españoles, por poner solo algunos casos, cuando observaron a los recién llegados. El famoso Diario de un burgués de París describe el asombro de la población en 1427 ante la entrada de grupos con lengua, vestimenta y costumbres extrañas, cuyo aspecto y prácticas causaban a la vez curiosidad y reparo: «Casi todos tenían ambas orejas perforadas y llevaban en cada una de ellas uno o dos aros de plata, decían que en su país era signo de nobleza. Los hombres eran muy negros, de cabellos crespos. Las mujeres las más feas y oscuras que puedan verse (…) A pesar de su pobreza, había entre ellos brujas que adivinaban examinando las líneas de la palma de la mano lo que a uno le había ocurrido o había de pasarle». Por todo ello, durante su estancia en París «hubo tal afluencia de gentes… deseosas de ver como jamás las hubo ni para la bendición del Bendito». Desde esos primeros momentos se percibe ya la reacción de cierre y rechazo de unas sociedades que se entendían a sí mismas como civilizadas, para las que el nomadismo resultaba además sospechoso por múltiples motivos y aumentaba prejuicios raciales.

      Pero, a la hora de fraguar un tratamiento legal de carácter decididamente antigitano, aún más decisivo que este genérico temor social frente a lo desconocido y lo considerado diferente fue el concreto momento político en el que estas poblaciones llegaron a Europa. Porque el impulso definitivo para la construcción del Estado-nación moderno se produjo precisamente en este tiempo. En el siglo XV muchos soberanos europeos se emplearon duramente en la difícil tarea de afirmar el poder real como poder civil superior frente a otros poderes e instituciones, impulsando procesos de definición del Estado-nación que implicaron también conflictos territoriales. Desde el principio de este complejo fenómeno histórico que se consolidaría en el siglo XVI puede ya observarse la importancia otorgada por los soberanos al control de las poblaciones y sus movimientos, así como la búsqueda de la homogeneización cultural de los diversos grupos de súbditos. Los gitanos llegaron en un tiempo en el que la diversidad, nunca bien vista políticamente, se estaba convirtiendo en algo especialmente indeseable. La legislación relativa a su asentamiento se inició, pues, en este preciso momento de cierre político y cultural de las monarquías europeas. Además, el empuje del Imperio turco-otomano desde los Balcanes y el Mediterráneo recalcó el componente religioso incluido en estas operaciones de definición política de las naciones europeas. Desde el principio, en los reinos cristianos los grupos romaníes empezaron a ser tachados de sospechosos por supuestas tareas de espionaje a favor del poder musulmán. Esta etiqueta —espías amparados en una forma de vida móvil— habría de ser operativa también durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando no pocos de ellos fueron detenidos por espionaje y asesinados en nombre de la seguridad nacional, sin importar que muchos romaníes hubieran servido en el ejército de sus respectivos países y luchado en el frente.

      Por todo ello, volviendo a los orígenes, estos grupos fueron castigados con el estigma de eternos extranjeros dentro del suelo patrio, y la legislación de los siglos XVI, XVII y XVIII procuró su desaparición en toda Europa, bien por la vía de la asimilación forzada —un borrado de sus características étnicas específicas—, bien por la vía de la expulsión o la aniquilación. La acumulación de medidas específicas sobre los gitanos en los diversos reinos europeos a lo largo de la Edad Moderna adquiere dimensiones inconmensurables. Pragmáticas, edictos, decretos… se superponen en todos lados siguiendo un mismo patrón básico: controlar a un grupo que se construye legalmente como un enemigo interno incrustado en el cuerpo social. Esto se hizo tanto reconociendo la existencia de su especificidad cultural —aunque fuera para perseguirla— como negándola, al afirmar que la etiqueta «gitano» solo escondía a vagabundos y delincuentes comunes.

      En los territorios alemanes, por ejemplo, a pesar de los iniciales salvoconductos que les permitieron entrar como peregrinos por razones religiosas, se desató muy pronto la escalada de disposiciones antigitanas locales y regionales: la ciudad de Fráncfort fue la primera en expulsarlos legalmente en 1449, mientras que en otras solo se les permitía acampar a las afueras; en cualquier caso, a finales del siglo XV la Dieta imperial promulgó un edicto que revocaba todos los salvoconductos emitidos con anterioridad por el emperador Segismundo cuando permitió la entrada de grupos gitanos, ilegalizándose su presencia en el territorio del Sacro Imperio Romano Germánico. Entre mediados del siglo XVI y mediados del siglo XVIII se promulgaron aproximadamente 120 leyes de distinto alcance que los castigaban con penas físicas y trabajos forzados si eran encontrados en estas tierras prohibidas. En algunos casos se les castigó directamente con la pena de muerte, como decidió en 1661 el príncipe elector de Sajonia para sus dominios. En otros, las leyes dispusieron también la separación obligatoria de los niños de sus padres, para ser educados en familias o instituciones consideradas cristianas.

      En el siglo XVIII, el espíritu ilustrado aplicado a las tareas de gobierno mostró aquí su lado oscuro, y el control de las poblaciones y la utilidad económica de los súbditos se hicieron más imperativos precisamente para los gobernantes más cercanos al reformismo modernizador. Sin que desaparecieran las medidas anteriores, se impuso entonces una política de sedentarización y asimilación forzosa: durante los reinados de la emperatriz María Teresa y luego de su hijo José II en Austria, de igual manera durante el del rey Federico II (llamado el Grande) en Prusia, se confinó a los gitanos a unos pocos emplazamientos y ocupaciones considerados legales, imponiendo sobre ellos férreos controles.

      Lo sucedido en esta zona de Europa a lo largo de la Edad Moderna no fue excepcional: prolongar sin más este maltrato legal al Tercer Reich nazi, suponiendo que existiera un patrón alemán de antigitanismo, sería erróneo. Una rápida mirada a España nos confronta con una persecución tan insistente, si no más, sin que ello impidiera luego el empleo de «lo gitano» como parte de la simbología nacional. También aquí los grupos que entraron en principio con autorización real (e incluso contaron en ocasiones con la buena acogida de nobles locales) vieron cómo la condición de peregrino perdía rápidamente su prestigio en el país de los Reyes Católicos, soberanos empeñados en una amplia operación de construcción nacional cargada de componentes culturales y religiosos. Igual que sucedió con otras minorías —judíos y moriscos—, los gitanos fueron amenazados de expulsión; en caso de querer permanecer en tierras españolas, una pragmática de 1499 los obligaba a abandonar su lengua e indumentaria y someterse a la obediencia de algún señor. Se anunció entonces, entre otras penas para los incumplidores, la de esclavitud y trabajo forzado, que monarcas posteriores mantuvieron. En 1619 Felipe III endureció el castigo en forma de pena de muerte para los renuentes,


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