Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia. Nicolás Kwiatkowski

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Antijudaísmo, antisemitismo y judeofobia - Nicolás Kwiatkowski


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judía.

      Los planteos de Simon fueron muy bien recibidos y, desde aquel 1948, marcó la agenda de los estudios sobre la literatura adversus Iudaeos. Con el tiempo, no obstante, varios de sus postulados fueron problematizados. Hay consenso, hoy, de que los judíos no llevaron a cabo proselitismo. Pudieron haber generado atracción con su mera existencia, pero no hubo una misión judía. En cuanto al filojudaísmo popular, en la actualidad nos permitimos poner en duda la uniformidad del fenómeno. Es decir, hubo cristianos que festejaron junto a los judíos pero también hubo cristianos que formaron parte de las turbas que incendiaron sinagogas.

      En relación a la vitalidad del judaísmo los planteos de Simon son, aún, aceptados por la mayoría de la crítica. Es cierto que vivían en una situación subordinada y que cada colectivo corrió su propia suerte. No obstante, el panorama general dista de haber sido tan desolador como lo había planteado –si bien no de un modo tan tajante como se suele creer– Harnack.

      En lo que respecta a las motivaciones de los tópicos adversus Iudaeos, Simon también acuñó otra frase memorable: “¿Es posible ensañarse tanto con un cadáver?”110. Respondía, así, a las lecturas que consideraban que la iteración de tópicos contra los judíos no era más que la reiteración de la tradición, sin contexto específico que la motivara. Para Simon, en cambio, si los tópicos se repetían tanto era, precisamente, por la imposibilidad eclesiástica de refrenar el contacto entre judíos y cristianos.

      Este último punto fue el que recibió más atención y llevó al establecimiento de una nueva línea que, aunque recuperaba algunos aspectos de Harnack, representaba una innovación. Ya en la cita que presentamos de Langmuir se adivina que el antijudaísmo pudo haber sido motivado, en parte, por la propia necesidad cristiana de explicar por qué el Nuevo Testamento implica la continuidad con el Antiguo o, en otras palabras, por qué si Jesús era el mesías anunciado en las escrituras judías, había sido (y continuaba siendo) obviado por los judíos. Pero quién formuló más categóricamente la idea de que el antijudaísmo cristiano estaba inextricablemente ligado a la teología cristiana fue Rosemary Ruether, teóloga con la cual iniciamos este capítulo. Para ella las motivaciones eran claras: “Para el cristianismo, el antijudaísmo no fue una mera defensa ante un ataque sino una necesidad intrínseca de auto-afirmación. El antijudaísmo es una parte de la exégesis cristiana”111. Los primeros cristianos debían ser antijudíos para explicarle a su población (y a sí mismos) por qué Dios había elegido al pueblo de Israel y luego lo había abandonado112. Años más tarde Stephen Wilson –quien, sin embargo, también aceptaba parte de los postulados de Simon– lo puso en palabras aún más claras:

      La posición católica, imperativamente defendiendo los derechos de propiedad sobre el Dios judío y sus Escrituras, solo podía encontrar una razón negativa para la continuidad de los judíos. Una [se refiere al marcionismo113] incluía una ruptura radical que dejaba el judaísmo para los judíos; la otra tomaba aquello que quería, no dejando, en efecto, nada para los judíos. O, para exagerar un poco, la primera atacaba los símbolos pero dejaba al pueblo [judío] tranquilo; la segunda tomaba los símbolos y atacaba al pueblo [judío].114

      La línea inaugurada por Ruether, que recuperaba –aunque solo en parte– los postulados de Harnack, insistía en la autarquía de la tópica antijudía. No hacía falta tener una comunidad judía activa y proselitista para escribir que los judíos eran aliados del diablo. Bastaba con leer la Biblia y tratar de entender por qué aquellos judíos a los que Jesús estaba destinado lo habían desoído (o matado). Siempre me ha impactado, en esta línea, un sermón de Juan Crisóstomo que terminaba postulando, hacia fines del siglo IV, la inconmensurabilidad de ambos sistemas religiosos:

      En una palabra, si admiras el modo de vida judío, ¿qué tienes en común con nosotros? Si los ritos judíos son santos y venerables, nuestro modo de vida debe ser falso. Pero si el nuestro es verdadero, como en efecto es, el de ellos es fraudulento. No estoy hablando de las escrituras –nada más lejos– porque ellas conducen a Cristo. Estoy hablando de su presente impiedad y locura115.

      A partir de Ruether el campo quedó dividido entre quienes apoyaban aquello que Taylor (1995), años más tarde, denominó “teoría el conflicto”116, y entre quienes ponían el énfasis en el antijudaísmo simbólico. En los últimos años se ha intentado superar o moderar esta dicotomía pero, desde mi perspectiva, ambas posiciones siguen siendo válidas. No es que esté adoptando una postura ecléctica. Simplemente estoy convencido de que las motivaciones del antijudaísmo que se pueden detectar en cada texto son diferentes.

      Del debate, no obstante, puede extraerse una conclusión: la profusión del discurso antijudío en los textos cristianos de la Antigüedad Tardía se explica, precisamente, por la conjunción de las dos motivaciones principales esgrimidas por las corrientes que llevaron a cabo el debate historiográfico. El antijudaísmo cristiano nació, por un lado, por aquel trauma de nacimiento del que hablaba Langmuir: desprendido del judaísmo, debía explicarse los motivos de la ruptura y la continuidad de aquel. Nació, también, en el marco de las disputas con judíos que no aceptaban el nuevo mensaje. Este doble impulso fue ganando aún más fuerza con el correr de los siglos. En relación al eje endógeno/teológico, los conflictos nacidos al interior del cristianismo llevaron a una mayor utilización de la imagen del judío bíblico para atacar a los adversarios internos. Del mismo modo, el judío hermenéutico permitió dotar al clero de un modelo negativo para ofrecer a sus feligreses. El judío, así, devino un fantasma necesario: para explicar la Biblia; para denostar a los enemigos y para disciplinar a la población. En cuanto al eje externo/conflictual, la persistencia del judaísmo en el marco de un imperio y diversos reinos cristianizados y, sobre todo, el dinamismo de algunas comunidades, aumentaron la tensión de los hombres de Iglesia que veían cómo aquellas figuras que usaban como modelo negativo seguían habitando sus ciudades e influenciando a sus comunidades.

      Esta doble raíz, entonces, garantizó la persistencia del antijudaísmo y le dio mayor volumen. Cuando hubo una confluencia de ambas motivaciones (vuelvo al caso de Crisóstomo) la virulencia discursiva alcanzó cotas altísimas. Pero incluso Gregorio Magno, que no tenía un problema específico con los judíos de Roma y en diversas ocasiones los defendió, también empleó el discurso antijudío. Porque, insisto, el discurso contra los judíos ofrecía herramientas no solo contra los judíos. Era, de hecho, una pieza más del arsenal eclesiástico para atacar a otros cristianos. Hubo, entonces, antijudaísmo destinado a los cristianos y hubo antijudaísmo destinado a los judíos. Ambos, a fin de cuentas, construyeron una imagen negativa del judío que, en ocasiones, excedió el plano discursivo. Veamos, ahora, si hay posibilidades de mensurar el impacto del discurso antijudío en la población.

      ¿Y el pueblo?

      Antes de ponderar las escasas pruebas que tenemos sobre el impacto de los discursos antijudíos en la población general, vale la pena insistir en que ni siquiera todos los enunciatarios de estos discursos tradujeron sus palabras hostiles en acciones concretas contra los judíos y las judías de su tiempo. Porque de Gregorio Magno se puede decir que, si bien usó tópicos, nunca encaró la escritura de una obra antijudía. Pero Agustín de Hipona escribió el Tractatus adversus Iudaeos. No obstante, cuando fue consultado por un problema legal entre un judío y un cristiano por una cuestión de propiedad, no tuvo problema alguno en laudar en favor del primero117. Jerónimo, por su parte, destiló durísimas palabras contra los judíos que habitaban en la Tierra de Israel. No obstante, no dudó en contactar maestros judíos para que lo ayudaran a mejorar su hebreo118. Estas actitudes, insisto, evidencian que, incluso en los propios creadores y difusores del discurso antijudío, la prédica no siempre iba de la mano de la acción directa. Ello se debe, reitero, a que el antijudaísmo era ya un componente integral del mensaje cristiano y su utilización no implicaba, mecánicamente, una voluntad de actuar contra los judíos contemporáneos.

      Ahora bien, ¿cuál fue la reacción de la población? ¿Prendió en los cristianos del período el discurso contra los judíos? Como adelantamos, la respuesta no es fácil119. La voz de quienes no detentaron el poder se nos ha perdido. Para la Antigüedad y el temprano Medioevo no tenemos textos –más allá de algunos registros epigráficos120– producidos por campesinos o artesanos. Tal como decía hace un tiempo Carlo Ginzburg, la “voz de los de abajo”


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