100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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marino tosió para disimular su turbación. Quiso quitarle importancia a la cosa, con la humildad que sólo poseen los auténticos héroes.

      ―No hice más que lo que debía. Era mi deber. Además, si aquel martirio hubiese continuado, es muy posible que entre todos el más malvado hubiera sido yo. Aquellos dos marinos enloquecieron ante el peligro y no reaccionaron a tiempo. ¡Pobres hombres!

      ―No pienses más en ello, Emil ―le dijo María, amorosamente―. Mejor será recordar los felices momentos que pasamos en el Urania, cuando nos salvaron y papá mejoró rápidamente.

      Emil se animó. También la concurrencia se sintió interesada por conocer otro capítulo de su historia, más alegre y feliz.

      ―En Hamburgo lo pasamos maravillosamente. Tío Hermann se multiplicó para que el capitán Hardy fuera atendido debidamente. Su esposa, hoy mi madre política, no se separaba de él y… ¡claro está!, María y yo teníamos mucho tiempo para estar juntos.

      La miró cariñosamente y continuó:

      ―Supo aprovecharlo bien. Lo cierto es que cuando me di cuenta, ya la había aceptado como segundo piloto de mi nuevo barco. ¡Y dice que no se separará de mí!

      El tono jocoso de estas palabras fue coreado con carcajadas. María se sonrojó con timidez.

      ―¡Por favor, Emil, no digas tonterías! ¿Qué dirán…?

      ―¡Oh, le conocemos bien! ―terció el profesor―. Sabemos que es un buen muchacho a carta cabal, pero bromista y burlón. La cierto es que puede considerarse muy afortunado con su boda contigo, María.

      ―El capitán quería que esperásemos un tiempo antes de casarnos ―intervino Emil―. Pero yo le dije que si no nos conocíamos ya, después de lo que habíamos pasado juntos, nunca nos conoceríamos. Además, si me separaba de María, ya no podría responder de mi pericia como marino.

      ―Pero algún día habrás de dejarla en tierra, ¿no? ―preguntó Jo.

      ―Pues no, hemos decidido que María irá siempre conmigo.

      ―¿Es verdad eso, María? ―preguntó Daisy con admiración.

      ―Es verdad. He visto a mi marido y capitán puesto a prueba por los elementos. Con él estaré más tranquila que esperándole en tierra.

      ―¡Qué romántico! ―añadió Bess―. Será como un larguísimo viaje de bodas.

      Jo miró a aquella inglesita con admiración. Bajo su apariencia frágil y delicada escondía un corazón valeroso.

      ―Así habla la mujer de un marino. Tienes suerte, Emil, y la mereces. Todos saben que yo era la única que esperaba tu vuelta, contra toda lógica, casi `contra toda esperanza. Tenía el presentimiento de que habías de volver.

      ―Me ayudaron mucho los consejos que tío Fritz y tú me disteis al marchar. Recordé siempre aquella veta encarnada del cordaje de la armada británica, y pensé que yo también debía distinguirme en todas las ocasiones y en todos los lugares. Fuese cual fuese la prueba, mientras quedase algo de mí, debía tener la marca que distingue.

      ―Tus acciones te han distinguido, hijo. Procura que siempre sea así. En unas ocasiones obtendrás premio, como ahora al conseguir el amor de María; en otras, no habrá otro pago que el saber que has cumplido como debías. Pero eso sólo ya es un pago. Y muy importante por cierto.

      Emil miró con satisfacción alrededor suyo, y se recreó en todos los pequeños detalles de la habitación.

      ―Es curiosa la forma como uno recuerda pequeños detalles, a los que nunca prestó atención, en cuanto se ve en peligro. Cuando estábamos sin agua, a merced de las olas y medio desfallecidos, recordaba como si lo estuviera viendo cada detalle de esta casa. Incluso los olores. El del café recién hecho, al despertar. El de los pastelillos de jengibre, que tanto me han gustado siempre. Y estos recuerdos fueron un auténtico tormento. Moral, porque temía perderlos para siempre con todo lo que suponía, y físico, porque aquellos olores eran terribles cuando se necesita comer y beber. Por cierto, ¿tenéis ahora algún pastelillo de jengibre?

      Los había. Siempre había alguna golosina dispuesta en aquella casa. Mientras Emil daba buena cuenta de ellos, las mujeres conversaron animadamente con María, a quien encontraron encantadora.

      Entretanto, Franz contó lo de Nath.

      ―Por su delgadez y su maltratada ropa me di cuenta inmediatamente que algo había ocurrido. Como él nada dijo, nada dije. Pero el profesor Baumgarten y Herr Bergmann me contaron luego toda la verdad. Nath había gastado más de lo debido y estaba procurando reparar imprudencias pasadas a base de un trabajo y sacrificio realmente agotadores. Baumgarten pensó que eso podría serle muy provechoso, y por este motivo guardó silencio hasta la llegada.

      ―Me satisface la reacción de Nath ―intervino el profesor―. Demuestra una integridad moral muy meritoria. No todos sabemos soportar dignamente la humillación para reparar equivocaciones.

      Con su habitual oportunismo Jo decidió intervenir:

      ―Sabes, Meg, que siempre he creído en el muchacho. Le faltaba una prueba, la ha tenido y ha sabido salir de ella por sus propias fuerzas y, con toda seguridad, pensando en Daisy.

      ―Yo también me alegro, especialmente por él mismo, Jo. Supongo que acabaré por ceder. Parece una epidemia de enamoramientos. Incluso temo que cualquier día Jossie me pida novio.

      Jo era muy perspicaz. Sabía que Meg estaba cediendo un poco y por tanto era la ocasión de defender a Nath. Por eso, después de sus virtudes, decidió hablar de sus éxitos.

      ―¿Y ese ofrecimiento que Nath ha tenido de Bergmann? ¿Es ventajoso? ―Jo lo sabía muy bien, porque Laurie se lo había explicado ya.

      ―Efectivamente ―contestó Franz―. Lo es en todos los sentidos. Representa un prestigio, una oportunidad para adelantar, y si les satisface es de esperar que venga aquí con la orquesta. Se trata de algo seguro para ahora y un trampolín para el futuro.

      ―¿Y de qué te habló?

      ―Cuando al fin me contó todo, se mostró muy contento por esta oportunidad, y repitió cien veces: «Díselo a Daisy.» ¡Ah! Tiene un aspecto magnífico con una romántica barba rubia.

      La reunión se prolongó por espacio de varias horas y se olvidaron otras obligaciones sociales.

      Cuando finalmente se dio acomodo a las dos parejas de recién casados y cada cual se retiró a su casa, Meg iba pensando que debería hablar con Daisy y, en lugar del rotundo «No», decirle algo así como «Ya veremos… si vosotros os queréis…»

      Había sido realmente un día apoteósico en muchos aspectos. La felicidad había volado sobre Plumfield.

      CAPÍTULO XIX

      ROSAS BLANCAS

      Jossie bajó al jardín. Deseaba coger unas rosas blancas con objeto de obsequiar a las novias. Cuidadosamente elegía las más hermosas, dispuesta a lucirse en su delicada atención para sus nuevas primas.

      En esta tarea vio acercarse a John. Cabizbajo, pensativo, marchando pausadamente como agobiado por sus pensamientos. Ni siquiera se dio cuenta de la presencia de su hermana hasta que ella le llamó.

      ―¡Ah, hola! No te había visto. ¿Qué haces ahí, calamidad?

      Jossie sonrió. Le gustaba ser llamada así por su hermano con aquella mezcla de suave ternura y de tonillo burlón.

      ―Cogiendo rosas para las novias. ¿No te gustaría tener una?

      ―¿Una novia o una flor? ―bromeó él.

      ―Podrías tener las dos. La novia te la buscas tú. La flor te la daré yo.

      John no respondió. Sin darse cuenta se le escapó un suspiro que su hermana notó. La animosa muchacha decidió ayudarle.

      ―¿Por


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