100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери
Читать онлайн книгу.No sé mucho aún de él, pero aprenderé.
―No sabes cuánto me alegra oírte hablar así. Sé que algo te aflige, Dan. Cuéntamelo. Confía en mí. Debes compartir tu pena y te resultará más ligera.
―Me gustaría contárselo…; lo estoy deseando…, pero temo hacerlo. Porque si usted no me perdona no podré mantenerme a flote.
―Las madres lo perdonan todo. Ten la seguridad de que no te abandonaré nunca. Aunque el mundo entero se volviera contra ti.
Jo tomó entre las suyas una de las manos de Dan. La mantuvo fuertemente estrechada y aquel contacto pareció decidir al muchacho. Lentamente, con largas y penosas pausas, sin osar levantar ni una vez la mirada, Dan contó su triste historia.
Jo escuchó en silencio sin interrumpirle ni una sola vez.
―… eso es todo. Ahora, ¿puede usted perdonarme? ¿Querrá tener en su casa a un ave de presidio?
Nada dijo Jo, porque la emoción se lo impedía. Pero su acción fue lo bastante reveladora para suplir las palabras.
Con los ojos inundados de lágrimas abrazó a Dan y puso su atormentada cabeza sobre su pecho de madre, porque era una madre para él.
Así lo comprendió Dan, que se abandonó a aquella caricia maternal, sediento de afecto y comprensión.
Aquella confesión, aquella humillación ante la persona más querida, y aquel suave abandono al afecto que se le mantenía pese a todo, doblegaron su orgullo produciéndole una sensación de alivio que nunca soñó poder experimentar.
―¡Pobre hijo mío! ¡Cuánto habrás sufrido durante este año! Te creíamos libre como el viento y… Pero, Dan, ¿por qué no lo dijiste? ¿Acaso dudabas de nosotros? Te hubiéramos ayudado.
―Estaba avergonzado. Me dolía causarle una decepción que ahora procura disimular. Pero no le importe demostrármelo. Es natural y tengo que acostumbrarme a soportarlo como pena merecida.
―Es verdad que me apena tu culpa, pero me alegra tu arrepentimiento. Nadie más que mi esposo y Laurie sabrán la verdad. A ellos se la debemos, pero sabes bien que opinarán como yo.
―Sí, deben saber, aunque seguramente ellos no me perdonarán como usted. Cuéntelo en mi nombre. Pero me gustaría que ni Ted ni… las chicas llegasen a enterarse.
Y en los tristes ojos de Dan había una súplica humilde, que conmovió a Jo.
―Será como tú deseas. No te preocupes.
Dan deseaba aclarar un punto muy importante.
―No se trataba de un asesinato, fíjese usted. Fue en defensa propia. El tiró y yo le contesté obligado. Pero no tenía intención de matarle. Sin embargo, estoy tan apenado como si lo hubiese deseado realmente. Yo ya he cumplido mi penitencia y creo que es mejor que aquel infame haya abandonado este mundo.
―¡Por Dios, Dan, no hables así!
―¿Por qué no? Desprecio a los bribones. Me gustaría que desaparecieran todos. Yo no lo hice a propósito, pero tampoco lamento que ya no exista. Aunque mejor habría sido que me hubiese matado él… De todas formas mi vida ya está arruinada…
Jo comprendió que la sombra de la cárcel pasaba por el recuerdo de Dan. El muchacho había pasado por la prueba del fuego que le purificó, pero a costa de dejar una marca indeleble en su memoria, que se le aparecería a cada momento importante de su vida.
―¿Arruinada dices? ¡Nada de eso! A causa de todo lo que has pasado, has aprendido a apreciar más la vida. Ha sido un año mucho más provechoso de lo que tú crees. Ahora estás en situación de comenzar de nuevo y todos te ayudaremos porque ahora tenemos más confianza en ti que nunca tuvimos.
―Sé muy bien que nunca podré volver a ser el de antes. Estoy envejecido, y ahora que estoy de nuevo aquí nada me importa. Déjeme quedarme una temporadita más. No muy larga, no. Solamente para que pueda andar un poco más. Luego me iré y nunca volveré a molestarles.
―No quiero que hablemos más, Dan ―cortó Jo―. Estas ideas sombrías se deben a tu debilidad física. Te recuperarás, volverás a estar fuerte y sano y encontrarás la forma de ayudar a tus amigos los indios. Aquella antigua energía la tendrás de nuevo, y ahora estará acompañada de una paciencia que antes te faltaba. No lo dudes ni por un momento, Dan.
Poco después Jo dejaba a Dan, descansado espiritualmente y más animado. Ella, en cambio, tenía un nuevo pesar que sumar a los suyos.
La señora Bhaer contó a su esposo y a Laurie cuanto le acababa de ser revelado. Ambos se conmovieron profundamente por la tragedia. Sin embargo, como Jo había previsto, reaccionaron favorablemente.
Por esto, un rato después, los tres celebraron consejo para determinar qué es lo que debía hacerse para remediar aquella catástrofe.
CAPÍTULO XXI
EL CABALLERO DE ASLAUGHA
La confidencia hecha a Jo operó un gran cambio en Dan. Se sentía como si se hubiera quitado un peso de encima.
En muy pocas ocasiones tenía aún destellos de su impetuosidad, pero moralmente se esforzaba en demostrar su afecto y agradecimiento a todos aquellos amigos, siendo con ellos sumamente cariñoso.
Tanto el señor Laurence como el profesor Bhaer evitaron hablarle de su pasado. Tan sólo un fuerte apretón de manos renovándole su ofrecimiento de amistad y alguna palabra de estímulo demostraron que estaban en el secreto.
Laurie interesó a influyentes amistades suyas en el asunto de los indios de Montana, a fin de que movieran los resortes gubernamentales para obtener las necesarias facilidades.
En cuanto al profesor Bhaer se esforzó en facilitar a la hambrienta inteligencia del muchacho los conocimientos de que carecía. Fue el profesor un maestro paciente y hábil, un preceptor inteligente y un auténtico padre del muchacho.
Los chicos y chicas divertían a Dan con sus travesuras y conversaciones y rivalizaban en prodigarle atenciones de todas clases.
―Estoy realmente como un sultán. Bellas mujeres que me atienden y magníficos payasos que me divierten ―decía Dan, con buen humor.
Daisy preparaba la comida, Nan comprobaba los medicamentos, Jossie leía y recitaba para evitar su aburrimiento y Bess le distraía con sus libros, ilustrados con láminas de arte, e incluso trayendo la cabeza de búfalo para modelarla en presencia del convaleciente.
Dan llamaba a Jossie «Madrecita», pero para Bess siempre mantuvo el apodo de «Princesita». Su proceder con ambas era muy distinto.
Mientras Jossie le impacientaba y aturdía con frecuencia con su alborotado proceder, aceptaba y toleraba todo cuanto venía de Bess.
También las tres hermanas le atendían tanto como podían. Pero Meg estaba muy atareada en casa, Amy estaba enfrascada preparando una excursión a Europa para la próxima primavera y Jo estaba absorbida en su novela, muy retrasada ya.
Jo escribía en la habitación vecina de la ocupada por Dan, a quien podía ver con sólo levantar la cabeza.
La cortina existente entre ambas habitaciones, generalmente, estaba descorrida, y permitía ver al grupo de enfermo y acompañantes. A un lado, Bess con su blusón gris de escultora modelaba afanosamente.
Al otro, Jossie con el libro. Entre ambas, Dan, tumbado en el diván entre un sinfín de almohadones.
Jo observó al trío, con curiosidad primero, con auténtico interés después.
Porque en la mirada de Dan observó algo inquietante. Podía notar que no estaba atento a la lectura de Jossie. Sus ojos estaban fijos en Bess y sólo los apartaba cuando ella levantaba casualmente la mirada. En ocasiones eran dulces y pensativos. En algún momento, ardientes y suplicantes. Pero luego su mirada volvía a ser triste, sombría, desesperada, como la del que contempla una felicidad que le está prohibida.
Alguien