100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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mutuamente, ¿no es cierto?

      ―Ahora quien me inquieta es Dan.

      ―Pronto tendremos noticias por John. En cuanto las tengamos, saldré inmediatamente.

      Las noticias llegaron y confirmaron lo que decían los periódicos.

      Laurie marchó sin perder un minuto. Teddy le acompañó hasta la ciudad y estuvo ausente todo el día. Pero Jo no se inquietó.

      ―Está enfadado porque no le he dejado ir. Esta noche volverá con John y Tom, más manso que un cordero. Le conozco bien.

      Pero en eso se equivocaba Jo. Porque al llegar la noche, ni había aparecido Ted, ni nadie sabía nada de él. Empezaba a cundir la alarma, cuando llegó un telegrama de Laurie, puesto en una estación de su itinerario. Decía:

      «Encontré a Ted en el tren. Me lo llevo. Escribo.

      T. Laurence»

      Rob dijo juiciosamente:

      ―Teddy ha emprendido el vuelo antes de lo que suponías, pero va en buena compañía. Además, a Dan le alegrará tenerle consigo.

      Jo oscilaba entre la furia y la inquietud.

      ―Cuando vuelva, le castigaré severamente. Mira que si le pasara algo. ¡Pobre hijo mío! Si es un niño todavía… ¡Pobrecillo! La culpa la tiene Laurie. Debe estar divirtiéndose con la travesura. Ya le apañaré también.

      Así era. Laurie se divertía extraordinariamente con Teddy. Se sorprendió al verle en la estación, sin más equipaje que una botella de vino reconstituyente para Dan dispuesto formalmente a emprender el viaje.

      Le gustó la decisión de su sobrino, un chiquillo aún. La entereza y el valor que demostraba y, especialmente, el que su acto estuviera guiado por el afecto hacia otra persona, en ese caso Dan.

      Siendo como era un hombre generoso, Laurie admiraba a los generosos. Así es que no lo pensó más. Decidió llevar consigo a Ted.

      Después de un largo viaje localizaron a Dan. Cuando llegaron a su lado estaba realmente enfermo. Tan enfermo que pasó varios días en pleno delirio sin conocer ni al señor Laurence ni al «león».

      Ambos le cuidaron solícitamente y se esmeraron cuanto pudieron. Además, escribieron con frecuencia a Plumfield. En las cartas no sólo dieron noticias del estado de Dan; Teddy incluyó en ellas vivas demostraciones de arrepentimiento por haberse ido sin el permiso materno.

      Aquellas cartas calmaron el enojo de los padres. Especialmente, cuando en una de ellas Ted contó que las primeras palabras conscientes de Dan, al recobrar el conocimiento, fueron: «¡Hola, Ted!».

      En una de sus cartas decía Laurie:

      «Dan está muy cambiado, no por el accidente y enfermedad, sino por algo ocurrido antes. No sé qué puede ser, aunque tú lo descubrirás pronto. Ha envejecido bastante, pero su carácter es mucho mejor. Me conmueve ver la forma cómo mira a Ted, al que aprecia muchísimo, tanto que la presencia del chico le ha ayudado a curarse. No desea hablar del último año pasado, dice tan sólo que tuvo un fracaso. Otra cosa curiosa es que antes le molestaban las expresiones de afecto. Pues bien; ahora le encanta que la gente le tenga en buen concepto; le place sentirse alabado a todas horas, como si tuviera necesidad de oír decir a los demás que él es una buena persona.»

      Aquella carta despertó la fantasía de Jo. ¿Qué podía haberle ocurrido a Dan? ¿Qué podía haber en su pasado?

      Redactó una carta invitándole a pasar una temporada en casa y puso más cuidado en ella que en escribir un artículo para uno de sus libros.

      Aquella carta no la leyó más que Dan y consiguió el efecto deseado.

      Cierto día de noviembre un coche se detuvo ante la puerta de Plumfield. Descendió Laurie y ayudó a apearse a un hombre que apenas podía tenerse en pie: era Dan. Teddy cuidó del equipaje y los tres entraron en la casa, donde fueron recibidos por los Bhaer con grandes demostraciones de afecto.

      A Jo se le oprimió el corazón al mirar a Dan aunque lo disimuló admirablemente.

      Aquel muchacho fornido, de ágiles y felinos movimientos, de enérgicos y poderosos ademanes presentaba un aspecto desastroso. Con los ojos hundidos, la cara pálida y demacrada, esquelético el cuerpo, precisaba de ayuda para poder avanzar paso a paso, como si cada uno que daba le costase un sufrimiento.

      ―Quede bien claro que ahora mando yo en el enfermo ―dijo Jo con una seriedad que trataba de ocultar su pena―. Y ordeno que se retire ahora mismo a descansar.

      Dan se sometió de buen grado, con alegría, a aquella dulce disciplina. Con mucho esfuerzo llegó hasta la habitación que ya tenía preparada, y se dejó caer en una especie de silla camilla, dichoso de estar en aquella casa. Jo le dio el alimento casi en silencio. Luego quedó a su lado hasta que Dan, quebrantado por el largo viaje, se durmió plácidamente.

      ―¿Qué te ha parecido, Jo? ―Preguntó Laurie.

      ―Es terrible lo que ha pasado.

      ―Así debe ser. Y eso que tú juzgas solamente por el aspecto. Pero hay otras cosas que me hacen pensar mucho en él.

      ―¿Cuáles son? ―preguntó Jo con interés.

      ―Quisiera equivocarme. Pero creo que Dan ha cometido un crimen y ha sufrido las consecuencias. Cuando llegamos, deliraba. Hablaba en alta voz de un juicio, del carcelero, de un hombre muerto y de unos hombres llamados Blair y Mason. De vez en cuando, sin reconocerme todavía, me alargaba la mano preguntándome si yo querría perdonarle. En una ocasión deliraba con gran excitación. Estaba frenético, casi violento. Para calmarle, le puse las manos sobre los hombros y ¿sabes cómo reaccionó?

      ―¿Cómo?

      ―Se calmó instantáneamente y me suplicó una y otra vez que no le pusiera las esposas. Te aseguro que era horrible oírle pedir que le trajesen a Plumfield para morir en paz aquí.

      ―No me angusties con esos presagios, Laurie. Dan no morirá aún. Vivirá, y, si ha hecho algo malo, se arrepentirá. No me importa que haya faltado a los Diez Mandamientos. Le seguiré queriendo e igual te sucederá a ti, y juntos le ayudaremos a levantarse para que se convierta en un hombre de provecho. Puede haber hecho algo malo, pero no está pervertido. No digas nada a nadie y dentro de poco me lo habrá contado todo. Estoy segura de ello.

      Esta conversación pudo tener efecto gracias a que los demás estaban pendientes de Teddy. «El león» lucía unas magníficas botas de vaquero, de cuero repujado, con espuelas de plata, y se cubría con un amplio sombrero de cowboy. Sus ademanes estaban de acuerdo con su atuendo.

      Pasaron unos días de quietud y tranquilidad para Dan. Los solícitos cuidados de Jo y la reconfortante alimentación le iban animando físicamente.

      Hablaba poco. No tenía grandes deseos de hacerlo y, ayudado por Jo, se excusaba en el médico que le recomendaba no se cansase. Sólo los viejos amigos podían visitarle, pese a que eran muchísimos los que deseaban hacerlo.

      Cuando le hablaban de su proeza contestaba:

      ―Cualquiera en mi lugar habría hecho lo mismo. No podía dejar morir a aquellos hombres. No tiene importancia.

      Una tarde que estaban a solas, Jo le preguntó:

      ―¿Acaso no es agradable pensar que has devuelto esposos, padres e hijos a mujeres que los amaban?

      ―Sí. Es muy agradable pensar eso. Porque lo es. Consuela pensar que veinte vidas compensan con creces el haber…

      Dan se calló de repente, y se mordió los labios. Hablando bajo el impulso de una fuerte emoción interior había estado a punto de delatarse.

      Jo quiso aprovechar la oportunidad para sonsacarle.

      ―Es algo maravilloso eso de haber salvado vidas con riesgo de la propia.

      ―«Quien pierde su vida, la salvará» ―murmuró Dan.

      Aquella


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