100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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pensando que su pesimismo se refería a su quebrantada salud actual, le contestó cariñosamente:

      ―¿No volver a vernos? ¡Dios no lo querrá así! Estamos muy orgullosos de ti y para nosotros siempre será una felicidad tenerte aquí. No lo dudes ni un momento, Dan.

      Aquella mirada llena de sincero y puro afecto hizo comprender a Dan, más que nunca, lo que estaba perdiendo con aquella separación.

      Hubo una lucha en su interior. Súbitamente, tomó entre sus manos aquella cabecita dorada y besó con veneración, casi con adoración y con el máximo respeto, aquellos cabellos cuyo recuerdo le acompañaría toda la vida.

      La única palabra que dijo pareció más bien un sollozo.

      ―¡Adiós!

      Y ocultando el rostro a la sorprendida mirada de Bess huyó corriendo a encerrarse en su habitación, donde nadie podría ver su cruel sufrimiento.

      Aquella brusca despedida, aquel desgarrador «adiós» asustaron un poco a Bess. Su instinto de mujer le hizo comprender que algo había en todo aquello, desconocido para ella hasta el momento.

      Quedó mirando la puerta por la que había marchado Dan, con las mejillas encendidas por el rubor.

      Jo intervino:

      ―Debes comprender que todo lo que ha pasado le ha vuelto más sensible a las emociones. Le ha enternecido separarse de una persona querida, como le dolería separarse de cualquiera de los que nos quedamos aquí con él.

      ―Comprendo. Los efectos de la caída y de la enfermedad…

      ―No se trata de eso, Bess. Debe bastarte saber que ha tenido que soportar algo muy triste para él. Pero podemos y debemos estar orgullosas de nuestro Dan. Ha sido tan valiente y firme en lo espiritual como lo fue al salvar aquellos mineros con peligro de su vida.

      ―¡Pobre Dan! Supongo que habrá perdido a alguna persona muy querida. Tenemos que ser siempre muy cariñosas con él.

      Jo dejó que Bess creyera eso. Sin embargo, la verdad no era muy distinta, porque Dan perdía a una persona querida, la más querida por él, al alejarse de aquella muchacha de cabellos rubios y sentimientos delicados.

      La perdió primero con su crimen. Ahora perdía la posibilidad de tenerla cerca con la marcha de Bess a Washington.

      Si fácil fue convencer a la inocente muchacha, en cambio Ted no se daba por satisfecho con tanta facilidad.

      Estaba fuera de sí por la extraordinaria reserva de Dan. En vano Jo le había prohibido terminantemente que molestase a Dan con preguntas; alegando que su debilidad aconsejaba no charlase demasiado. La perspectiva de la próxima marcha de su héroe decidió definitivamente al «león».

      Deseaba obtener una clara y satisfactoria versión de las aventuras que había vivido, y que él imaginaba extraordinariamente emocionantes.

      Esa idea la sacó a través de algunas palabras oídas al propio Dan cuando estaba delirando.

      Así, aprovechando un momento en que estaba poco vigilado, le interpeló directamente:

      ―Siempre te he tenido por mi mejor amigo.

      ―Es una satisfacción para mí, Ted.

      ―¿No lo eres, acaso?

      ―Estoy seguro. A ningún otro hombre aprecio más.

      ―Eso pienso. Por esto me atrevo a pedirte que me cuentes con detalle todas tus cosas.

      ―¡Válgame el cielo! ¿Otra vez?

      ―No me refiero a lo de las granjas de Kansas, ni a lo de los indios de Montana. No me importan tus anteriores aventuras en Australia. Lo que deseo que me cuentes son tus aventuras desde que te fuiste de aquí el año pasado.

      ―¡Oh, aquello no puede interesar a nadie! No hice apenas nada…

      ―¿Por qué?

      ―Tenía otras cosas que hacer.

      ―¿Cuáles?

      ―Escobas. ¿Te parece bien?

      ―Por favor, Dan, no estoy bromeando.

      ―Ni yo tampoco, Teddy. No podría hacerlo con eso. Sólo que tú me preguntaste, y yo contesto.

      ―¿Para qué hiciste escobas? ―siguió preguntando el muchacho, decidido a llegar al final por el camino que fuese.

      ―Para no hacer cosas mucho peores.

      ―Mira, Dan. Pareces olvidar que durante tu enfermedad te velé y cuidé…

      ―No lo olvido, Teddy, y te lo agradeceré siempre. Sin embargo, no debieras echármelo en cara. Las cosas se hacen o no se hacen.

      ―¡Oh, no me interpretes mal! Quiero decir que como te velé, tuve ocasión de oír algunas palabras tuyas, dichas a causa de la fiebre.

      Dan se alarmó. Súbitamente interesado preguntó:

      ―¿Qué es lo que oíste?

      ―Nombraste a Blair y a Mason…; dijiste que uno había caído…, que otro echó a correr…

      ―No deseo hablar de eso, Ted.

      ―¡Hazlo, Dan, cuéntamelo! ¿No somos amigos? Demuéstramelo con eso. ¡Debió de ser algo apasionante!

      ―No fue nada de lo que pueda estar orgulloso.

      ―¡Oh sí, seguro! De otra manera no lo hubieras hecho.

      El muchacho le acosaba, cada vez más interesado. Dan llegó a pensar que bien podía decírselo, pero…

      ―No quisiera que Jossie… o Bess… se enterasen.

      ―Cuenta conmigo, Dan. Será nuestro secreto.

      Dan llegó a la conclusión de que sería mejor contarle un conjunto de medias verdades, convenientemente disfrazadas. Así colmaría su ansia de saberlo todo.

      ―La de cosas que habrás imaginado, Teddy. Y es que cuando se oye alguna palabra suelta, uno fuerza la imaginación. Total: salen verdaderas novelas.

      ―¿Me lo vas a contar?

      ―Verás: Blair era un chico con el que hice cierta amistad durante el viaje a Kansas. Mason era un individuo que estaba en… en una especie de hospital de altas paredes…, en el que estuve en cierta ocasión. Blair se fue con sus hermanos y Mason murió allá. Eso es todo.

      ―¿Pero quién fue el que escapó?

      ―Supongo que me refería a Blair.

      ―Saqué la impresión por tus palabras que hubo una lucha. ¿La hubo?

      ―Efectivamente.

      ―En la lucha mataste a alguien. ¡Oh, no quiero decir que fueses malo, no! Yo sé bien que en aquellas tierras es necesario responder a la violencia con la violencia. Tú no asaltaste diligencias, ni robaste ganado, de eso estoy seguro. Pero a lo mejor ayudaste a colgar algún cuatrero. O tuviste que liquidar algún bribón…

      Aunque Dan procuraba aparecer burlón no pudo evitar una ligera, contracción en su rostro y apretar los puños con fuerza al decir Teddy estas palabras. El muchacho lo notó instantáneamente.

      ―¡Ah, es eso! No puedes negarlo. Estaba seguro que acabaría sabiéndolo. ¿Por qué no me lo cuentas con detalle? A menos que lo hayas jurado… Dime, Dan.

      ―Así fue. Lo juré.

      El muchacho quedó decepcionado.

      ―Si juraste no contarlo, no lo cuentes, claro está. Pero por lo menos podrás decirme a cuántos mataste.

      ―A uno solo.

      ―Debía ser un malvado, ¿verdad?

      ―Sí, lo era.

      ―Supongo que luego


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