Las calles. Varios autores

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Las calles - Varios autores


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del tiempo, ya sea por la precariedad de sus trabajos que los obliga a la pluriactividad, por el efecto del «trabajo sin fin» y su demanda desmesurada (Araujo y Martuccelli, 2012) o agobiados por los largos recorridos al trabajo, los que afectan especialmente a los sectores más pobres, que han visto crecer la distancia con sus lugares de trabajo y empeorar la conectividad, la que se sitúa entre los 90 y 120 minutos diarios (Bannen, 2011). Para las personas, como lo muestran las observaciones, por ejemplo, en el terminal San Borja, resulta, por sobre todo, imperativo cuidar sus propios tiempos. Es por esto que las mínimas interacciones que se dan en un espacio abarrotado y sometido a una cierta actitud maquinal de las personas tienen que ver con «el que se cuela en la fila y el enojo del resto», «la molestia por quien demora en pagar». De hecho, como lo sostiene uno de los informantes en una entrevista realizada en el marco de esta observación, un trabajador del terminal, las personas tienen internalizada su condición de clientes que adquieren un servicio por el cual pagan y que, por tanto, asumen que ello les da ciertas facultades, entre ellas pasar por encima del otro. Por el hecho de estar pagando, «se cree con el derecho de tratarlo mal a uno». Pero sobre todo, asegura el informante, las personas se enojan por los tiempos. Al final, dice, «son ellos los que llegan atrasados» y por eso «quieren todo rápido y no se puede, uno no da abasto»17.

      La más importante constatación y la más llena de consecuencias de lo hasta aquí expuesto es que en la «calle» una especie de economía del más fuerte gobierna las interacciones y define las formas de trato que reciben las personas. Aunque podríamos mostrarlo también con respecto a la cuestión de las interacciones en los barrios bohemios o simplemente en la de los tránsitos por las aceras, el Metro sirve de ejemplo privilegiado porque es una expresión condensada y exponencial de esta realidad18. En el Metro, en las horas más complejas, los que están allí de forma regular lo están porque son «capaces» de estar. La mirada lo confirma. Hay una restricción tácita a ciertas presencias en el Metro en las horas de mayor flujo, las que, no hay que olvidarlo, son las más importantes en términos de necesidades de traslado de la población. En esos momentos están particularmente ausentes los niños, los adultos mayores de más edad y los discapacitados, a los que se suman personas que por propia iniciativa han decidido restarse para no violentar ni ser violentados y que o asumen reestructurar sus tiempos, en algunos privilegiados casos, o buscan los buses como medio alternativo de transporte, aunque ello pueda implicar una inversión de tiempo bastante mayor. Existe desigualdad de acceso a este espacio común en los momentos de mayor demanda y significación, porque las condiciones estructurales terminan por hacer que su acceso sea privilegiadamente para los «sanos», los jóvenes, los más fuertes. Hay desigualdad interaccional porque es una lucha en la que la puesta en escena de la propia fortaleza (verbal, física, actitudinal) es esencial para «derrotar» al más débil.

      En efecto, las transformaciones en el transporte introdujeron una nueva arista de la desigualdad en esta esfera. Si antes se «quedaban abajo» del Metro los pobres, hoy se «quedan abajo» los débiles. El Metro, sus vagones, sus corredores y sus andenes se constituyen en un escenario, pero hay otros en los cuales el físico y la juventud son los prerrequisitos para sortear las dificultades creadas por una intensificación de la lucha por el espacio y el tiempo, donde los que no poseen las condiciones físicas o hasta de personalidad están en clara desventaja. De este modo, las desigualdades que se juegan en ese espacio no devienen por razones socioeconómicas solamente ni principalmente. Son generacionales: jóvenes-viejos. De género: hombres-mujeres. Y sobre ellas, de capacidad física y psíquica: fuertes-débiles.

      Esta experiencia de la calle, en el sentido que aquí le damos, desarma una imaginería de la misma como lugar de encuentro entre iguales, libre de jerarquías, lugar de horizontalidad de las relaciones sociales. Se consagra más bien, como se ha señalado y se ha procurado demostrar, en una arena interactiva en la que la desigualdad se expande y en donde la violencia, a veces sutil, a veces descarnada, es componente de los intercambios relacionales. Quien no cumple con los criterios de competencia es expulsado y conminado a buscar alternativas que algunas veces simplemente no existen, restringiendo sus oportunidades. Lo que provocan tales circunstancias en aquellos maltratados en las interacciones, expulsados o simplemente expuestos a la experiencia, son sentimientos de no ser tratados como personas. Un sentimiento de que la dignidad les ha sido arrebatada, de ser, como dice una entrevistada, «tratados como animales». De ser expuestos a una experiencia de indignidad, por el maltrato, por cierto, pero también por una situación que los conduce a comportarse en las interacciones de maneras que ellos mismos consideran inaceptables. El tono general es de rabia contra el otro y contra el sistema.

      Por supuesto, y esto para evitar malos entendidos, estos espacios son también escenarios de otro tipo de interacciones, más amables y satisfactorias. Pueden ser el lugar de la presencia amable de familias con niños bulliciosos los fines de semana, de músicos callejeros que interactúan con las personas y de gestos de amabilidad. Puede incluso ser un espacio para el descanso y el relajo, pero que lo sea, y esto es esencial, está condicionado a que haya una desactivación de la lucha por el espacio (y el tiempo). En el momento en que ello entra en escena, las desigualdades (y las irritaciones que las acompañan) se activan de forma inmediata.

      En el reino de la soberanía del más fuerte, el sentimiento para muchos es el de ser colocados, de modo ordinario y cotidiano, en posición de una rebajada humanidad. Las desigualdades interaccionales se despliegan de manera ordinaria.

      Desigualdades interaccionales e instituciones

      Materialidad, instituciones y expectativas

      Las desigualdades interaccionales competen no sólo a las formas de trato no igualitarias y no horizontales recibidas de los otros encarnados, sino también a aquellas que emergen de la relación con las instituciones. Éstas pueden corporeizarse de maneras distintas. Una de ellas es, por supuesto, en las interacciones que se desarrollan en la interfase entre la institución y los ciudadanos (formas de atención, lógicas de preeminencia en el reparto de bienes, etc.), pero ellas igualmente pueden encarnarse materialmente. Desde la perspectiva que adoptamos aquí, esto no refiere solamente a una perspectiva distributiva, por ejemplo al hecho concreto y cuantificable de la provisión diferencial de bienes que siendo considerados comunes deberían estar distribuidos de maneras más igualitarias, como el número o la cualidad constructiva de las escuelas a disposición de un grupo social u otro. Siendo esto esencial, a lo que aludimos aquí refiere a algo más. La materialidad es un símbolo pero también un vehículo que canaliza formas de trato institucional a las personas, las que son percibidas como una sanción social respecto al propio valor como personas y al lugar ocupado en la sociedad.

      Si lo anterior es aplicable a muchos dominios, es probablemente la calle la esfera en la que de manera más vívida y constante la materialidad cumple esta función. Ella es el surtidor tangible, visible y corpóreo de un conjunto copioso y permanente de experiencias ordinarias y cotidianas. Las experiencias en la calle –como desarrollaremos en detalle–, por mediación de las formas que toma la materialidad de la misma, producen una percepción vívida de la desigualdad, de ser tratados de manera desigual según los sectores sociales de pertenencia. El tránsito por la ciudad –para volver a nuestra discusión del primer capítulo–, el paso por territorios ajenos, pone en evidencia esta desmedida distancia de la provisión material, la que, y esto es fundamental, es leída como una sanción sobre la cualidad de ciudadano y persona, sobre el «rango» de persona al que uno pertenece. Para volver a la afirmación de una de nuestros entrevistados, a modo de ejemplo, la experiencia en el Metro coloca a las personas en el rango de animales. Lo esencial aquí, vale la pena hacerlo explícito, es que la calle en cuanto espacio urbano de uso común concentra un conjunto de signos que provienen de las ofertas de infraestructura y servicios que están a cargo, en la mayor parte de los casos, de instituciones públicas, es en ellas en las que recae la atención de las personas y en donde se concentran las experiencias de desigualdad que testimonian (por ejemplo, el estado de las calzadas o la limpieza de las calles).

      La magnitud de estas percepciones de la desigualdad de trato por parte de las instituciones y sus efectos deben ser vinculados directamente, por un lado, con las transformaciones de las expectativas en las condiciones de vida que han afectado a la población en las últimas décadas, pero también y de manera


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