Contra la corriente. John C. Lennox

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Contra la corriente - John C. Lennox


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74e):

      Creer en Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido.

      El Señor Dios trascendente se revela a Abraham y le dice dónde encontrará el sentido de su vida: Engrandeceré tu nombre. Esta afirmación, inmediatamente después de presentarnos la ideología de Babel, nos invita a contrastar la filosofía fundacional de esta nación con la fe de Abraham en Dios. El Nuevo Testamento afirma que la fe de Abraham constituye la filosofía fundacional de otra ciudad que juega un papel del todo opuesto a Babilonia en la historia bíblica. Una ciudad celestial llamada Jerusalén.

      La carta de Hebreos narra por qué Abraham salió de la ciudad de Ur:

      Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ese ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar. Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad (Hebreos 11:8-16).

      Era natural y estaba bien que, como nosotros, Abraham estuviera interesado en su propia identidad. Sin embargo, la diferencia entre su actitud y la de los babilonios era que estos últimos confiaban en su propia capacidad y fuerzas para crear un «nombre» o una identidad. Ellos lo hacían al estilo Sinatra, «a mi manera»; pero Abraham aceptaba la identidad y el sentido que Dios le había dado. Eso lo distinguía como alguien que de verdad confiaba en el Señor, y la fe es el principio básico de la ciudad celestial de Dios. ¡Él no se opone a las ciudades! La cuestión radica en el sentido de las mismas.

      En el caso de Abraham, de Daniel y del nuestro, el asunto no es en qué ciudad vivimos, sino para qué ciudad vivimos. En este sentido la Biblia narra la historia de dos ciudades. Volveremos a esta idea cuando analicemos Daniel 9.

      Es fácil hablar de lo que hizo Abraham, pero no es fácil hacerlo. La mayoría, si no todos nosotros, tenemos problemas con la identidad. A veces nos resulta difícil encontrarles sentido a nuestras vidas, y nos preguntamos con tristeza: «¿para qué estoy aquí?» Al mismo tiempo, observamos claramente cómo otros tienen vidas llenas de logros y hasta deseamos ser uno de ellos. Son más talentosos que nosotros y tienen una personalidad más profunda e interesante. A veces pensamos que no enfrentan muchos problemas en sus familias o en sus trabajos. Es como si fuera sencillo reconocer el «nombre» de ellos, pero muy difícil reconocer el nuestro. Parecen tener definido «el porqué» de sus vidas mientras que nosotros no.

      Seamos sinceros: en ocasiones es una batalla, incluso para los creyentes, aceptar el sentido que Dios nos ha dado. Es muy fácil buscar nuestro sentido en algo aparte del Señor y desgarrarnos en el proceso.

      La pregunta: «¿quién soy realmente?», es una de las más profundas que podemos hacernos. La sicóloga Nola Passmore lo expresa con claridad:

      La raza humana clama con desespero por un significado y un propósito, por un sentido de pertenencia cuando las relaciones humanas no satisfacen, por la necesidad de saber que alguien nos ama sin condiciones a pesar de nuestras circunstancias, por la necesidad de saber que no somos producto de la casualidad, sino de un diseño, por saber que tenemos un futuro y una esperanza incluso cuando todo a nuestro alrededor se está derrumbando.

      Viktor Frankl, el psicoterapeuta vienés que sobrevivió al Holocausto, escribió un libro titulado El hombre en busca de sentido, en el que describe un tratamiento psicoterapéutico que llamó «logoterapia» (de la palabra griega logos, que significa «palabra» o «significado», la misma que los filósofos estoicos utilizaron para expresar el principio racional detrás del universo y que luego los cristianos usaron en el Nuevo Testamento para referirse a Cristo como el Verbo de Dios.) Él creía que la principal fuerza motivacional humana es la búsqueda de sentido. El hecho de que millones de ejemplares de su libro se hayan vendido en muchos idiomas, demuestra el doloroso vacío que existe en el corazón del hombre. Pensaba que lo más importante que podemos hacer por nuestros semejantes es darles esperanza para el futuro. Eso fue lo que Dios hizo con Abraham al darle promesas que se cumplieron después. Le dio un logos, una palabra esperanzadora.

      En este contexto, vale la pena pensar no solo en los nombres individuales, sino en el nombre genérico de toda la raza humana. ¿De dónde vino? La respuesta bíblica es que vino de Dios. Génesis lo relata:

      Este es el libro de las generaciones de Adán. El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán [hebreo: adam], el día en que fueron creados (Génesis 5:1-2).

      Lo interesante del relato de la creación en Génesis, es que hay muy pocas partes en las que Dios asigna nombres (día, noche, cielo, tierra y mares en Génesis 1:5, 8, 10), pero le asigna a Adán la tarea de nombrar a los animales.

      Al señalar que Dios en persona nombró a los humanos, Génesis enfatiza que el sentido último de nuestra raza parte del hecho de haber sido creados a imagen de Dios. Deducimos entonces que al separamos de Él perdemos tal sentido. (No estoy insinuando que los ateos no pueden o no crean un sentido de significado y de propósito para su existencia. Lo que estoy sugiriendo es que su propia visión del mundo les impide conocer el sentido último de sus vidas.)

      La afirmación más importante del cristianismo es que Jesús es el Verbo (Logos), idéntico a Dios y con Dios desde el principio (Juan 1:1-2). Él es la Palabra que se hizo humana para que pudiéramos oír de Su boca las palabras que nos dan sentido. De hecho, ese es el motivo de este libro: que, cuando leemos lo que dice Daniel, escuchamos que Dios nos habla. De hecho, ese es el tema del libro: Dios le habla a Daniel y por medio de él lo hace con nosotros. Es una afirmación bastante atrevida en una sociedad secular y escéptica. Luego profundizaremos en este sentido.

      Finalmente señalamos la gran diferencia entre Abraham y Daniel. El primero, por un llamado de Dios, salió de Mesopotamia. Se fue por su voluntad y se convirtió en nómada, con rumbo a la tierra que más tarde llevaría el nombre de su nieto, Israel (Jacob). Aprendió lo que significa confiar en Dios; y el Nuevo Testamento nos lo presenta como un reto para nosotros (Hebreos 11). El segundo, por el contrario, fue forzado a entrar en la tierra prometida, en la misma región de la que Abraham había salido. El Señor llamó a Daniel, como un verdadero hijo de Abraham, a vivir y a testificar su fe públicamente dentro de Babilonia. Esta es la otra parte de la lección. Cuando aprendemos, al igual que Abraham, a confiar en Dios como peregrinos en el camino de la vida, Él nos enviará de nuevo a la sociedad para que seamos «sal y luz» (Mt 5:13-14), para que allí provoquemos sed de Dios y alumbremos el camino hacia Él por medio del Señor Jesucristo, Su Hijo encarnado.

      Matthew Arnold

      A menudo, en las más concurridas calles del mundo,

      En los más estruendosos conflictos,

      Se levanta un deseo inexplicable

      Después del conocimiento de nuestra vida enterrada;

      Una sed de derrochar nuestro fuego y el inquieto vigor,

      De seguir nuestro rumbo verdadero;

      Un anhelo de investigar

      El misterio de este corazón latiente,

      Tan salvaje, tan profundo en nosotros, para conocer

      El


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