¡Quiero ver sangre!. Rafael Aviña

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¡Quiero ver sangre! - Rafael Aviña


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sabedores de que en el largo y sinuoso camino de abrevar en nuevos datos y fuentes, algo podría surgir. Es la carrera de lo eterno, así que no se habla de punto final, por muy cerca que se esté. Cualquier aporte será bienvenido en la historia del encordado, que por su atracción y gusto es la trama que siempre estará escribiéndose.

      Los agregados finales a las películas consignan datos curiosos, fragmentos de entrevistas, apuntes técnicos y otras particularidades. Ese espacio se denomina “Piquetes a los ojos” como homenaje al gran Guillermo Hernández, Lobo Negro, gladiador que ayudó a cimentar no sólo al cine de luchadores sino al cine mexicano en general, pues Lobo Negro tuvo una importante columna de lucha libre (“Piquetes en los ojos”) que escribía en los años cincuenta para la revista zas.

      HAZ EL BIEN SIN MIRAR A LA RUBIA

      Juan Villoro

      En el verano de 2006, poco antes del Mundial de Alemania, murió Ángel Fernández, máximo cronista del futbol mexicano, erudito del billar y el beisbol, y ocasional comentarista de lucha libre. Su estilo de narrar dependía de una voz vibrante y una excepcional capacidad para mezclar algunas anécdotas con los datos puntuales del juego. Provisto de una cultura que alternaba lo culto y lo popular, pasaba de las citas de la tragedia griega a las letras de los corridos. Su desmedida capacidad para reinventar lo real convertía cualquier contienda en la batalla de las Termópilas. La epopeya era su ambiente natural; no en balde decía que el público representaba para él su “coro formidable”.

      El sepelio de un hombre que convirtió el exceso en mérito narrativo no podía pactar con la discreción. Enrique El Perro Bermúdez se acercó al féretro y lloró por la pérdida de su maestro. Otros repasamos en la mente los apodos y las metáforas que poblaron nuestra infancia. El hombre que vio el incendio del Parque Asturias y entendió que la verdadera causa del deporte no está en la cancha sino en la reacción de la multitud, se había ido. ¿Era justo honrarlo en el silencio? Entonces, entre los cuerpos vestidos de negro, apareció la máscara plateada de El Hijo del Santo.

      La aparición fue imprevista pero no extraña. Recordé la asociación de Ángel Fernández con Doménico El Audaz, otro camaleón de la cultura popular que al retirarse de la lucha libre fundó un grupo de música tropical. Por aquel tiempo el mayor de nuestros cronistas había quedado fuera de las principales cadenas de televisión. Doménico le propuso (o fue el propio Ángel quien concibió esa atractiva desmesura) narrar los bailes amenizados por el grupo Audaz. El locutor que había gritado en Maracaná viajó a salones sin acústica para inventar un nuevo género artístico. En las pausas de la música comentaba lo que ocurría en la sala. Así, los bailarines de barrio se convirtieron en protagonistas de una gesta homérica. Con la misma pasión con que describía un gol de “excepcional coraje”, Ángel detallaba los milagros de los zapatos de charol. En medio de la orquesta, Doménico miraba a su amigo luchar con las palabras con la pasión con que él había luchado en el cuadrilátero.

      El mayor narrador oral de México no se podía ir sin una despedida a su altura, rodeado de célebres enmascarados. Quiso la casualidad –o el dios de la épica– que El Hijo del Santo llegara al velatorio cuando se celebraba la misa de cuerpo presente. El sacerdote dijo: “Santo, santo es el Señor”, y vimos la máscara de plata. Ningún homenaje podía ser mejor para Ángel Fernández que esa mezcla de religiosidad, humor e idolatría popular, un momento de ingenio y dolor semejante al encabezado con que un periódico honró la muerte del luchador más famoso de nuestra historia: “¡El Santo al cielo!” Pocos ámbitos tan desmedidos como el de quienes se golpean con una elaborada gestualidad de ofensas. Desde que sube al ring, un luchador revela su carácter. Recuerdo a Adorable Rubí, que confirmaba su narcisismo poniéndose perfume antes de la pelea, o al Hippie Vikingo, cuyo amenazante aspecto revelaba que ciertas mezclas culturales no deben cometerse. El repertorio de las llaves sigue códigos equivalentes a los del toreo o el teatro kabuki, un sistema de signos que llamó la atención de Roland Barthes. En su libro Mitologías comenta al respecto: “La función del luchador no consiste en ganar sino en realizar exactamente los gestos que se esperan de él [...] Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma”. Si el boxeo es una actividad competitiva cuyas técnicas pueden perfeccionarse, la lucha no es tan libre como proclama su nombre. Cualquier agresión está permitida siempre y cuando forme parte del libreto. Ahí, la calidad no depende de la mejoría atlética ni de estrategia alguna, sino de la repetición de valores compartidos, ademanes que encarnan el bien y el mal.

      El gran Blue Demon en una de las típicas imágenes que trataron de proveer un carácter “intelectual” a los enmascarados.

      El luchador rudo vive para la trampa, la ruptura de las reglas, el codazo a traición, el limón en los ojos del inocente adversario. Su salario es el ultraje; su propina, el abucheo. El luchador técnico está acorazado por su bondad. Aplica llaves terribles, domina la “quebradora”, la “rana” y la “tapatía”, pero cuando el oponente está en la lona y el público exige: “¡San-gre, san-gre!”, no propina el golpe ruin y definitivo. Al contrario, le concede un respiro a su rival, se distrae con el cariño de la gente, permite la recuperación del enemigo y es aviesamente atacado por la espalda.

      Los nombres de guerra, las máscaras, los tics definitivos (El Caníbal que mastica orejas, El Adonis de nariz fracturada que se mira en un pequeño espejo) hacen que la lucha libre sea intensamente narrativa. Nada de lo que ahí sucede reclama otra verdad que la del teatro. Y más aún: la de un teatro extremado, que aspira al colmo de la representación. Cuando un rudo entre los rudos pierde la batalla en la que apostó su cabellera, la etiqueta exige que se arrodille en la lona, implore clemencia, vea llegar al peluquero que habrá de trasquilarlo y llore sin consuelo ante los gritos que lo humillan. Sólo lo excesivo es normal en ese entorno. Cada luchador compite en dramatismo con el instante en que Tosca se lanza a su muerte segura desde la muralla del presidio.

      La lucha libre ocurre a escala desmedida: su psicología repudia la talla chica. Quien tenga dudas al respecto puede ir a la tortería El Cuadrilátero, fundada por Superastro en el centro de la ciudad de México, en Luis Moya 73. Ahí, la torta “gladiador júnior” desafía a que alguien se la coma entera.

      Iba a este templo de gastronomía para gigantes cuando trabajaba en el periódico La Jornada, que estaba a unas cuadras de distancia. Una torta bastaba para alimentar a media redacción. Desde entonces me acosa una pregunta que sólo puede ser respondida en clave mitológica: ¿existe la torta “gladiador senior”? Algunos rumoran que la han visto y otros agregan con perturbador conocimiento de causa: un coloso que oficiaba en la Arena México la devoró sin problema alguno y además pidió postre.

      Imposible acercarse al pancracio sin ánimo legendario. De niño leía las revistas Lucha Libre y Box y Lucha con la curiosidad de quien sigue un cómic trepidante. Mil Máscaras, Blue Demon, El Perro Aguayo, Huracán Ramírez y Black Shadow ponían en escena una saga que pedía a gritos continuar más allá del encordado. ¿Cómo vivían esos héroes cuando no estaban bajo los quemantes reflectores de la arena? ¿Llevaban una doble existencia, al modo de los espías, o también en la intimidad seguían los dictados de su personaje? En su novela breve El principio del placer, José Emilio Pacheco trata el tema de la pérdida de la inocencia a partir de un personaje aficionado a la lucha libre que madura en forma amarga: descubre que fuera del ring los acérrimos rivales son amigos. El drama entre el bien y el mal no es otra cosa que simulación.

      Gran aficionado a la lucha libre, Pacheco fue uno de los primeros en detectar que El Santo era Rodolfo Guzmán, quien había luchado con el apodo de Rudy. En El principio del placer se sirve del espectáculo de las caídas para simbolizar el rito de paso de un adolescente: perder la ingenuidad significa comprender que el mundo no está habitado por técnicos y rudos, prístinas figuras de la niñez perdida.

      Averiguar que los héroes fingen significa un duro golpe a la fantasía. Sin embargo, lo que primero fue creído como verdad puede entenderse


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