¡Quiero ver sangre!. Rafael Aviña

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¡Quiero ver sangre! - Rafael Aviña


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y se apasiona con el cumplimiento de los lances prometidos.

      La justicia que los luchadores imparten a tres caídas sin límite de tiempo es demasiado tentadora para permanecer entre las 12 cuerdas. Fuera de la arena, un mundo menesteroso reclama vengadores. No es casual que el género haya inspirado a luchadores sociales como Superbarrio, Superanimal o Fray Tormenta (este último alternó las tareas pastorales de sacerdote con las de gladiador profesional y mantuvo un orfelinato del que salió un luchador dispuesto a demostrar que los músculos son un artículo de fe: El Místico).

      En el ámbito del cómic y el cine, Héctor Ortega y Alfonso Arau imaginaron a un luchador armado de más picardía que fuerza, una especie de antiBatman de barrio: El Águila Descalza, que patrullaba las calles en una infructuosa bicicleta.

      Abundan las alusiones que el cine ha hecho al género. José Buil logró una pieza maestra sobre la vida privada de un icono de masas: La leyenda de una máscara. En la historia del cine mexicano esta cinta ocupa un papel equivalente al de El sheik blanco, de Federico Fellini, donde Alberto Sordi representa a un héroe de la cultura pop detrás de las bambalinas. Durante años, Nicolás Echevarría planeó una versión del Popol-Vuh protagonizada por luchadores, con máscaras diseñadas por Francisco Toledo, quien se ha ocupado del tema con fortuna (en el Museo Estanquillo, que reúne la colección de Carlos Monsiváis, un elocuente rincón muestra cerámicas de luchadores y escenas del ring pintadas por Toledo).

      Pero fue en el cine popular donde la lucha encontró su mayor caja de resonancia. Este libro es la bitácora definitiva para viajar al esquivo mundo de las producciones de bajísimo presupuesto que trasladaron la mitología del ring a las más diversas zonas del espacio exterior, con escala obligada en la ciudad de México. Como tres gladiadores dispuestos a jugarse el destino en una serie de relevos australianos, Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña elaboraron el catálogo razonado del cine de luchadores. El principio que anima esta reunión no es la lucha como tema incidental de una película (aunque se registre su existencia) sino la cinematografía con leyes de ring-side.

      Una de las fotografías más conocidas de El Cavernario Galindo. Curiosamente no es producto de la prensa luchística, sino un fotograma de la cinta La última lucha (Julián Soler, 1958).

      

       La película fundadora del género lleva un título tan elocuente que resume todo lo que vino después: La bestia magnífica. Filmada en 1952 por Chano Urueta, fue más un melodrama sobre las condiciones que rodean a los luchadores que una creación de superhéroes. Ahí todo gira en torno a los artistas del tope suicida, pero aún no se descubre que su verdadero cometido es la salvación, siempre provisional, de la raza humana. La saga de El Santo sería la culminación de ese ideal a un tiempo modesto y excesivo: el héroe de barrio mantiene a raya a los vecinos, es decir, a los marcianos.

      Durante un par de décadas el género prosperó gracias a la complicidad de un público dispuesto a creer que una bola de cartón es una bomba atómica. Aunque algunas películas mostraban un diseño visual fascinante, como La Sombra Vengadora, la mayoría despreciaba toda noción de verosimilitud. Si la ficción exige que se suspenda la incredulidad, el cine de luchadores la aniquila con una patada voladora. La aceptación de ese ámbito será total o no será. Así se explica la obsesión por la tecnología como tema en un género incapaz de utilizarla como recurso. En vez de paliar la defectuosa recreación de los platillos voladores, los escenógrafos enfatizaron su irrealidad. Nadie podía dudar de ellos por la sencilla razón de que sólo podían ser creídos como un disparate evidente. En El Santo contra la invasión de los marcianos, Wolf Ruvisnkis, líder de los alienígenas, advierte que los terrícolas desconfían de sus ropas siderales. En consecuencia, somete a la tripulación a un cambio de aspecto en una cámara que modifica las identidades. Después de ser cubiertos por la previsible nube de humo, los marcianos quedan vestidos ¡como odaliscas y gladiadores romanos! En el gozoso sinsentido que propone el guión, ése es un disfraz perfecto para no llamar la atención en México.

      La convención visual del género es la misma que la del teatro isabelino, donde se agoniza en pentámetros. En los muchos laboratorios que aparecen en las tramas, lo único decisivo es que un matraz eche humo. Las aventuras más delirantes se ubicaban en los escenarios más comunes. En casi todas las películas de luchadores hay una escena en un sitio que parece la casa de uno de los actores, una sala con sofás donde se decide el destino del universo.

      Otra extraña obsesión del género consistió en incluir números bailables, serenatas y shows del todo ajenos a la trama. Pero lo más curioso siempre han sido los enmascarados que no pueden actuar. ¿Qué méritos tienen esos intérpretes sin rostro?

      El éxito del género dependió de la doble condición de los héroes: podían ser vistos en la Arena México y en el espacio irreal del cine. Pocas veces la cultura popular tuvo representantes tan próximos y tan lejanos. La misma persona que te daba un autógrafo en la lucha del viernes, enfrentaba desafíos extraterrestres en la película del domingo. En el cine, el catálogo de enemigos fue más variado que las conquistas de Don Juan. Se conservaron las rivalidades canónicas (Santo contra Blue Demon, técnicos contra rudos) y se añadieron criaturas de ultratumba, marcianos de un solo ojo, vampiros, científicos dementes con acento ruso, mayordomos impertérritos y celebridades en estado de disparate, como el boxeador Mantequilla Nápoles o el cómico Capulina, “campeón del humorismo blanco”. Además, el cine permitió la llegada del rival erótico, la estupenda mala mujer. Gina Romand, la Rubia de Categoría, promotora de la cerveza Superior, se convertiría en un icono esencial al género. Esto puso a prueba el peculiar sex appeal de los luchadores. Aunque trabajaban con el torso desnudo, los héroes eran castos. Su compromiso con la humanidad resultaba tan grande que no podían particularizar su afecto.

      Aunque ha habido contribuciones del cine de luchadores al porno, las obras canónicas tratan a los protagonistas como mártires del cristianismo primitivo, ajenos a otro goce que el servicio social. Bajo su ajustado pantalón, el sexo del luchador es apenas un botón de muestra.

      En la perfecta desnudez del David, Miguel Ángel reveló que la discreción de un cuerpo no depende de la ropa: la estatua no suscita la menor curiosidad erótica; su intimidad es la de un bulto de mármol. Los luchadores se someten a esa misma regla: comparecen ante las rubias en calidad de esculturas morales. El cuerpo turgente de la mujer es una tentación adicional para que los héroes sufran más bajo la máscara. Adiestrados a suprimir su intimidad, también suprimen su libido.

      El cine de luchadores se valió sin reparos del reciclaje. La misma escena podía servir para varias películas y la mezcla de escenas para un nuevo estreno. Esta vampirización recuerda el método de trabajo de José G. Cruz, creador de las historietas de El Santo e impulsor del mito más allá del cuadrilátero. Cruz fotografiaba al héroe en poses diversas y luego le otorgaba insólitos trasfondos. Su frenética capacidad para servirse de las tijeras y el pegamento hacía que un montaje representara al Santo saltando de un edificio y el siguiente lo llevara al fondo del mar (en ambos, la foto del protagonista era la misma). “Lo que importa no es lo que [el espectador] cree sino lo que ve”, escribió Barthes a propósito de la lucha libre. Esta lógica rige los combates, las historietas y las películas del Santo.

      La pantalla resolvió de una vez por todas la pregunta acerca de la otra vida de la gente de la máscara. ¿Qué hacían los héroes al abandonar el ring? Rescatar a la humanidad de sus pérfidas tendencias. La vida privada de los luchadores ocurrió en el cine y su inconsciente tuvo la voz de Narciso Busquets. El único virtuosismo reconocible en el género es el doblaje. Incapaces de gesticular, los enmascarados fueron expresivos por sus palabras. En la saga de Caronte el recurso llegó a un caso límite: todas las personas que se ponían la máscara del luchador hablaban como Narciso Busquets. Otorgadora de identidad, la máscara estaba doblada.

      “¡Te dije la Arena México, no el Estadio


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