¡Quiero ver sangre!. Rafael Aviña
Читать онлайн книгу.Fue el caso de La Sombra Vengadora. Fiel a su nombre, nunca se le vio de cuerpo presente. Otra excepción notable fue la del luchador sin máscara, muy común en las peleas pero difícil de aprovechar en la pantalla. La máscara hace innecesario el rendimiento actoral; en cambio el rostro desnudo exige recursos actorales. Wolf Ruvisnskis convenció con sus facciones, ofreciendo un necesario efecto de contraste ante los demasiados héroes sin rostro.
El cine de luchadores ha vivido el ciclo de las artesanías: su ingenuo sentido inicial se volvió obsoleto y más tarde fue revalorado como objeto de culto: sus torpezas representan el conmovedor impulso creativo de una tecnología anterior.
¡Quiero ver sangre! Historia ilustrada del cine de luchadores es una pieza clave en el entendimiento de un género que movió los sueños y las pasiones del México de los años sesenta y setenta, y que se mantiene extrañamente vivo. El cine del pancracio pasó por el purgatorio del kitsch hasta adquirir la posteridad del dvd. Al margen de la programación comercial, ganó espacios en la piratería, los circuitos de género y la variada gama del fetichismo y la erudición, que cristalizan en quienes buscan estímulos en el mercado informal de Tepito o en los sitios virtuales de Japón.
La palabra “máscara” viene de la voz latina “persona”. Más que ocultar una identidad, confiere otra distinta. Es la lección que el teatro otorgó en Grecia y la lucha libre otorgó en mi infancia.
Raúl Criollo, José Xavier Návar y Rafael Aviña han combinado las técnicas del enciclopedista, el notario y el investigador de homicidios para que las máscaras y los rostros del cine de luchadores tengan su registro civil. Su hazaña es, desde ahora, legendaria.
El último parlamento de La Sombra Vengadora resume la condición del héroe enmascarado: imparte el bien en silencio, sin buscar protagonismo, desde la sombra.
Eso han hecho los tres autores de este libro.
El médico Asesino en silla eléctrica rupestre viendo feo a un villano serio, un histórico bajo la tapa: Enrique Llanes. Atestiguando con risa cínica Carlos Muzquiz.
MUERTE SÚBITA
El arranque de un género en permanente estado de delirio
Rafael Aviña
En los estertores del sexenio alemanista la popularidad de la lucha libre fue tal, que el cine encontró una veta para explorar otras densidades argumentales y para crear un nuevo tipo de personajes, más allá de los charros, las prostitutas y las madres abnegadas. El cine de luchadores alcanzó en su curioso, ingenuo y delirante camino, sometido al presupuesto más irrisorio y a la premura más desvergonzada, la categoría de subgénero fílmico que dominó sobre todo en los años sesenta y setenta.
En efecto, a falta de nuevos héroes, la cinematografía mexicana encontró en el cine de luchadores la mejor opción para rescatar el antiquísimo enfrentamiento entre el bien y el mal. La lucha libre llegó a nuestro país en los años treinta, pero sería una década después cuando ese espectáculo acrobático (mezcla de choteo teatralizado y guamazos en la lona) adquiriera proporciones de culto. El Cavernario Galindo, El Médico Asesino, Gardenia Davis, El Tarzán López, El Murciélago Velázquez, Gori Guerrero o Enrique Llanes empezaron a adquirir no precisamente poderes especiales, pero sí un arrastre popular descomunal.
Sin embargo ninguno de ellos, a pesar de sus habilidades en el pancracio, logró la idolatría que alcanzara Rodolfo Guzmán Huerta, mejor conocido como Santo, El Enmascarado de Plata, seguido muy de cerca por otros ídolos del ring y la pantalla que cubrían su rostro bajo una máscara, como: Blue Demon, Mil Máscaras y La Sombra Vengadora, que jamás pisó los encordados. Fueron verdaderos mitos de la cultura popular cinematográfica en el interior de una industria en crisis.
El Santo, quien debutó con su característica máscara en 1942, había luchado desde mediados de los treinta en las preliminares bajo distintos nombres, como Constantino, Hombre Rojo, o El Murciélago Enmascarado II. Lo más sorprendente es que a lo largo de su carrera consiguiera trascender toda crítica o manipulación comercial para convertirse en un mito fílmico tal vez tan grande como Pedro Infante, Jorge Negrete, Cantinflas, Tin Tan o María Félix.
Precedidas por interesantes antecedentes –como Padre de más de cuatro (1938) de Roberto O’Quigley, con fotografía del insigne Gabriel Figueroa y protagonizada por Leopoldo El Chato Ortín, una comedia en la que aparecían varios luchadores así como la vieja Arena México, o No me defiendas compadre (1949) de Gilberto Martínez Solares, en la que el irrepetible Germán Valdés Tin Tan se enfrentaba en la lona de un ring al brutal enmascarado que encarnaba Wolf Ruvinskis–, fue en 1952 cuando se realizaron las cuatro primeras cintas mexicanas de luchadores, que inauguraron propiamente el género.
La bestia magnífica, de Chano Urueta, fue protagonizada por un par de actores de culto de ese nuevo filón: Crox Alvarado y Wolf Ruvinskis, ambos con experiencia en la lucha libre. El flacucho bailarín y comediante Adalberto Martínez Resortes se subía a la lona posesionado por el espíritu de un luchador muerto que estaba obstinado en ganar el campeonato (con Ruvinskis, otra vez), en El luchador fenómeno de Fernando Cortés. A su vez el gran David Silva encarnó al célebre Huracán Ramírez en la película del mismo nombre, bajo la dirección de Joselito Rodríguez. Finalmente, la más importante de ese año de 1952 fue sin duda El Enmascarado de Plata de René Cardona, escrita por Ramón Obón y José G. Cruz, creador de la historieta homónima. De manera insólita, el mito de El Santo no lo inaugura Rodolfo Guzmán Huerta, sino otro luchador: El Médico Asesino, al que hubo que quitarle el adjetivo criminal y dejarlo como galeno a secas, ya que se trataba del héroe que enfrentaba precisamente al villano Enmascarado de Plata.
Eric del Castillo y Julio Aldama fueron instruidos por El Murciélago Velázquez para las evoluciones de lucha de El Señor Tormenta. La instrucción les serviría en otras cintas del género.
Estos cuatro primeros ejemplos del cine de luchadores en nuestro país retomaban, entre otros temas, el melodrama familiar, el sexo amoral, el humor y la comedia ligera, la amistad viril, la lucha libre y el suspenso. Sin embargo el género acabó inclinándose por esta última vertiente. Es decir, explotando la imagen del justiciero oculto bajo una máscara que enfrentaba a científicos locos, monstruos de pacotilla, luchadores dementes, autómatas con pies de plomo, alienígenas hermosas y cachondas, hechiceras, hampones, asesinos de otros mundos, caciques rurales incluso, y toda una parafernalia de villanos y villanas, en un divertido registro entre el humor involuntario, el horror fantástico, el suspenso policiaco, el misterio y los combates cuerpo a cuerpo.
De alguna manera este nuevo género venía a suplir en plena efervescencia moralista al cine de cabareteras y busconas. Los vestidos de brillante satín de una Ninón Sevilla o una Katy Jurado se reducían a llamativas máscaras. Las secreciones habituales (lágrimas y otros fluidos corporales que no se mostraban a cuadro) eran cambiadas por el sudor y la sangre. Y los colchones desvencijados de los hoteles de paso se trucaban en la lona de un cuadrilátero. Precisamente la fuerza de ese género nuevo e insolente radicaba en su hibridez y su delirio permanente: del melodrama a la ciencia ficción, del horror a la comedia, del suspenso a las aventuras rancheras e incluso revolucionarias. Mezclas genéricas e insólitos anacronismos que llevarían por ejemplo a Santo, Blue Demon, La Sombra Vengadora y otros más al centro de la Atlántida, al universo del western, al interior de una nave marciana, al conflicto armado revolucionario de 1910 –desembocando en la Hacienda de la Encarnación–, y de ahí, a los tiempos de la Colonia... ¡Guauuu!
El Huracán Ramírez y El Enmascarado de Plata abrirían la veta de los héroes enmascarados en el cine nacional, como lo demuestran La Sombra Vengadora y tres secuelas realizadas en el mismo año de 1954 por Rafael Baledón –más otras tangenciales apariciones– y posteriormente Neutrón, El Enmascarado Negro (1960) de Federico Curiel,