¡Quiero ver sangre!. Rafael Aviña
Читать онлайн книгу.consecuencias. Eso permite que la lucha libre funcione. La responsabilidad como crítico de cine es analizar y digerir el género bajo los mismos preceptos. Uno sabe que los vampiros son de plástico, pero sin complicidad no se completan la trama o la lucha. No hay análisis tibios, sino un entendimiento consecuente de las particularidades (que son únicas) del cine de luchadores, una concesión asumida que permite entender sin dejar de disfrutar.
A las leyendas del pancracio fílmico corresponde una sección aparte entre las glorias nacionales del cine. Muchos grandes actores han sido penosa e injustamente olvidados, algo que nunca ocurrirá con las escafandras de seda de los cuadriláteros, las incógnitas denifinitorias del heroísmo mexicano.
PRESENTE POST MORTEM DEL CINE DE LUCHADORES
José Xavier Návar
La llegada del color (la mayoría de las veces deslavado), la repetición del mismo soundtrack (con torturante música de organito Lily Ledy, xilófonos alternativos, cuando no monótono jazz de bar, que nunca terminaba) y la aparición de una nueva fauna de enmascarados, que no tendrán el peso ni la estatura de la vida y hazañas del Santo (que libra su última batalla cinematográfica en 1981 contra la temperamental y voluptuosa Grace Renat, en la dupla de acción y humor involuntario La furia de los karatecas y El puño de la muerte), son los síntomas con que entra al quirófano el cine de luchadores, herido de muerte por agotamiento en los tempranos años setenta.
El uso y abuso de las fórmulas del género que no son “acción, acción y más acción” –como alguna vez diría el Enmascarado de Plata–, sino delirio, humor involuntario, ingenuidad y ramplonería a granel –con barniz de aventura, thrillers cándidos (cuando no fantásticos) e interminables combates luchísticos– hacen que el genuino invento mexicano de fama internacional, luego de salir del hospital, se mueva durante las tres décadas siguientes como un Frankenstein de laboratorio; es decir, dando tumbos entre la repetición y el reciclaje de lo mismo con la sola excepción de La leyenda de una máscara (1989), de José Buil, autor también del irreverente, crítico y divertido mediometraje paródico Adiós adiós ídolo mío (1982), con el que por poco le aplica la de “A caballo”, el original Rodolfo Guzmán Huerta, porque “sabes qué manito, ya me dijeron que me sacaste gordo”.
Surgido en el 52 con El luchador fenómeno, Huracán Ramírez, La bestia magnífica y El Enmascarado de Plata (aunque con antecedentes formales en 1938 con Padre de más de cuatro, de Roberto Oquigley), el cine de luchadores da el primer signo de alarma en 1968, cuando Santo, El Enmascarado de Plata se enfrenta al Campeón del Humorismo Blanco, Gaspar Henaine en Santo contra Capulina. Después en los setenta ni Los Campeones Justicieros (un fraudulento Médico Asesino, la original Sombra Vengadora, Mil Máscaras y Tinieblas, comandados por el original Blue Demon), lo pueden salvar. Mientras tanto, El Santo sigue combatiendo contra nuevos peligros del más allá y el más acá, poniendo en su lugar a hijas mexicanas de Frankenstein, asesinos de otros mundos raros, momias guanajuatenses, bestias del terror, lobas de diferentes razas, terrores fronterizos, secuestradores, mafiosos, mujeres vampiro recicladas en horror-color y, haciendo pareja con el boxeador Mantequilla Nápoles, protagoniza hasta una venganza contra La Llorona... Cuando no se da abasto haciéndole casi su trabajo a la Interpol, al fbi o a la Policía (per)Judicial, acepta aliados de segundo crédito en la pantalla como Blue Demon, el único que en la vida (i)real lo derrotó en el ring siempre que quiso, en mano a mano (de ahí –para que aprenda– siempre el segundo crédito en sus películas).
La primera gran camada del cine de luchadores: Huracán Ramírez (Daniel García), El Médico Asesino (Cesáreo Manrique) surgidos del pancracio (descontando a El Santo, que es punto y aparte en el Cine de Luchadores, aunque seguido muy de cerca por Blue Demon y Mil Máscaras), así como los creados ex profeso para el cine como La Sombra Vengadora (Fernando Osés), El Vampiro, de Ladrón de cadáveres (interpretado Wolf Ruvinskis), El Señor Tormenta (que primero es Eric del Castillo y luego Julio Aldama y apechugando por ambos en el cuadrilátero el luchador Ray Mendoza, papá de la dinastía de los todavía vigentes Villanos). Así las cosas, Neutrón, El Enmascarado Negro (es Wolf again), El Ángel (un Crox Alvarado de doble personalidad, porque también era El Pinacate en La Maldición de la momia azteca, hasta que el Dr. Krup lo desenmascara para quitarle lo sabroso). El Tigre Universitario, del serial de Chano Urueta, Los Tigres del Ring, se repartirá el crédito inventado por el cine –a lo largo de sus doce episodios– entre Crox Alvarado y Rodolfo Landa; e incluso el villano Dr. Caronte (uno de los pocos personajes que nunca luchan en un ring, personificado por el actor Armando Silvestre) desaparecen a tiempo y sin quemarse a colores.
“¡Que no soy chofer del Avispón Verde!” Ruvinskis encarnando a un personaje vital del género: Neutrón. El Enmascarado Negro.
Una muestra de los méritos fotográficos del serial de Neutrón, obra de Fernando Colín, cinefotógrafo de muchos títulos del género.
Un poco antes, otros inventos del cine como La Sombra Blanca (Félix González), Ángel (Karloff Lagarde) y Satán (René Copetes Guajardo), en un desesperado intento por forjar ídolos en el celuloide, pasan de largo con más pena que gloria. La cotización de máscaras nuevas, elemento primordial de los justicieros del género, sufre una devaluación considerable a partir de los años setenta. Una cadena de luchadores enmascarados fracasa, mientras que la capucha plateada de El Santo sigue siendo la única que deja dividendos y da trabajo a la industria fílmica mexicana, como ninguna (Rodolfo Guzmán Huerta fue tan querido dentro de la industria del cine gracias a que no sólo le dio trabajo a muchos, sino que en tiempos de crisis hasta sostuvo una buena parte del cine mexicano con sus películas).
En este sentido hay que obviar a Los Leones del Ring, Los Jaguares (no confundir con el grupo del chamán Saúl Hernández) y El Enmascarado de Oro (Jorge Rivero, estrella de la cinta El Asesino Invisible) de entre todos los que se vuelven relevos australianos intrascendentes.
Cuando las fuerzas del mal parecen no dar ya de sí, sobre todo cuando ya no se le puede sacar partido a las exprimidas familias de Frankenstein y Drácula; cuando el elemento extraterrestre, doblegado por topes supersónicos, candados asesinos y patadas voladoras, huye rápidamente en sus naves para alejarse de la Tierra (y del Santo y Blue Demon); cuando los hombres lobo y las lobas se convierten en razas cinematográficas en peligro de extinción y las momias mexicanas ya no pueden más por excederse en el kilometraje, el plateado libra su mejor batalla internacional en Santo contra el Dr. Muerte (1973), de la que diría el propio Santo: “Ésa es mi mejor película: hubo producción y dinero, no como cuando filmaba en Haití, con tres pesos.” Mientras tanto el género busca una salida desesperada y nuevos argumentos para las mismas máscaras, en un relevo que casi se antoja imposible.
El melodrama casi lacrimógeno llega al relevo en Una rosa sobre el ring (1972), en donde los luchadores son además de humillados, enfrentados entre sí en luchas mortales por empresarios sin escrúpulos. Ese mismo año Huracán Ramírez (hijo) hace alianza con una vulcanizada monja negra; Superzán llega del espacio y ni Jaime Maussán lo toma en serio. Los Leones del Ring (Jorge Rivero y Rogelio Garza) rugen, pero no muerden, y hasta la cosa nostra se ríe de ellos mientras que, no precisamente enmascarados sino justicieros alternativos al cine de luchadores, un chicano justiciero y el hijo de Alma Grande quieren aunque sea las migajas del género.
En 1977 el Cine de Luchadores por poco y recibe el tiro de gracia cuando al director Gilberto Martínez Solares se le ocurre desaparecer nada menos que a Santo, Blue Demon y Mil Máscaras en Misterio en las Bermudas y, de hecho, ¡los desaparece! y, como para que no haya la menor duda de la suerte de estos tres héroes, nos muestra una explosión nuclear que parece la responsable de que se los haya cargado –metafóricamente– el payaso (y no precisamente Coco Rojo, que por entonces ni existía). Dos años después de la desaparición de El Santo y aliados en las Bermudas, éste aparece,