Todo al Vuelo. Rubén Darío

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Todo al Vuelo - Rubén Darío


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      Ris et chante, chante et ris;

      Prends tes gants et cours le monde:

      Mais, la bourse vide ou ronde,

      Reviens dans ton Paris;

      Ah! reviens, ah! reviens Jean de Paris.

      Y esa canción del buen Béranger me ha venido a la memoria hoy que tengo otra vez que dejar París, aunque yo no me considere con títulos suficientes para aspirar a parisiense de París.

      A la verdad, París se infiltra en la sangre, penetra en el espíritu, se convierte en necesidad. Es su cielo, que no es puro ni cristiano, como los cielos de Italia y España; son sus calles bulliciosas y vibrantes, por las cuales va una onda de fluído parisiense perturbador y acariciador. Son sus museos y sus jardines, sus teatros y sus restaurants, y el bullir cosmopolita y la confusión babélica de los idiomas, y los rostros satisfechos de los extranjeros de paso y de los metecos residentes; y, sobre todo, es el pájaro del dulce encanto y la flor que danza y que sonríe, la figura de amor y de deseo en que habitan los siete pecados y los mil hechizos que se llama la parisiense.

      Se diría que uno desea ausentarse para tener después el placer del retorno. Juan de París ríe y canta, canta y ríe, toma sus guantes y va por el mundo; pero, con dinero o sin dinero, vuelve a su París.

       Índice

      En el espacio que queda entre l'Avenue de l'Oservatoire y el jardín del Luxembourg, todos los domingos se reune una regular cantidad de gente que forma círculo alrededor de unos cuantos jóvenes y niños que convierten la calle en un salón de patinar. La circulación queda interrumpida por esa vía. Los aficionados al americano patín de ruedas cosechan silenciosas aprobaciones y de cuando en cuando suele presenciarse uno que otro batacazo.

      Los patinadores son de diversas clases. Predominan los anglosajones del barrio, artistas, estudiantas o estudiantes, niñas con el lazo de cinta en el cabello y las piernas desnudas y rosadas, gibsongirls largas y libremente elegantes, mozos hechos a todos los sports, que las acompañan en sus evoluciones y deslizamientos, y niñas parisienses y muchachos de las escuelas y tal cual intruso tipo apachado, que habla fuerte e interpela a los amigos de lejos. Van los patinadores en grupos y suena el rodar de las pequeñas ruedas con singular ruido. Quienes van en parejas, como para la danza, o aislados, cual en fuga o en persecución. El viento mueve y echa hacia atrás esa cabellera de hijo de Eduardo o esos rizos infantiles; pega las faldas a los muslos a modo de los paños de las húmedas estatuas de los talleres. Tal Atalandra rodante inclina el busto, o se ladea, diríase que empujada por una ráfaga; tal mocetón se acurruca o hace que corre, o gira como en un vals, o se lanza con gallardía, o da de pronto un sonoro golpe en la tierra con todos sus huesos, entre las risas y sonrisas del corro.

      Lo cómico está en el hombre barbudo que se entromete haciendo gracias y casi se destruye su individuo por el porrazo; en la señorita pizpireta que llega del Boul' Miche a tomar sus primeras lecciones, y en la primera caída tiene tan mala suerte que muestra al público regocijado más de lo que hubiese podido sospecharse.

      Entretanto, en lo grato de una tarde que parece primaveral, vense a través de las rejas, en la avenida del jardín vecino, las niñas que juegan al tennis, las que lanzan el diábolo, las que corren tras la rueda, las que sentadas en los bancos contemplan los juegos de las otras. El chorro de agua se alza allá lejos, en la fuente central, en cuya pila echan sus barquichuelos otros niños, barquichuelos que navegan como los barcos del mar, bajo el polvo de agua que arranca el viento de la cristalina pluma erguida. Y otros juegos pueriles hay allí cerca, junto a las reinas de piedra, no lejos de la fuente Médicis, amada de los tranquilos y de los soñadores.

      Mas los patinadores son incansables. Cuando uno ha dado la vuelta por todo el vasto jardín, y oído un poco de cosas del Guiñol y aun hecho una visita al Museo, aun encuentra el ancho círculo de curiosos que marcan los giros e idas y venidas de los sportsmen y sportswomen amigos del patín rodante. Y ya la noche va cayendo y no hay fatiga para ellos. Se pensaría en una voluptuosidad especial, pues se ve que gustan de ese ejercicio como de un pecado. Hay varios skating rings en París, mas éste que tiene por techo el cielo y por vecinos los pájaros de los árboles, debe de serles singularmente satisfactorio a los patinadores.

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      El prodigioso espíritu que se encarna en el no menos prodigioso cuerpo de la más grande de las trágicas francesas, está por realizar un nuevo avatar. Los años que avanzan y pasan han ido alejando a Theodora y a la Dama de las Camelias. La voz de oro ha adquirido timbres más graves, y la masculinización se impuso gracias al flexible talento, al talento genial. Sarah se transfiguró en el ambiguo Lorenzaccio de Musset; en el de negro vestido príncipe de Dinamarca; en el Aiglon de Rostand. Ahora se anuncia un nuevo travesti, en una obra clásica. Y Sarah será Nerón en Britannicus; y, vencedora de la vejez, aparecerá otra vez vencedora y encantadora por la virtud suprema del Arte y de la Poesía.

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      Adiós, Jean Moreas, grande y buen poeta, amigo poeta, que fuiste tan gentil, tan lírico y tan noble. En mi juventud pasada busco para ti una corona de recuerdos. Fué en la primavera de 1893. Yo venía loco de París, a París, por la primera vez, de paso para Buenos Aires. Me hospedaba en un hotel cercano a la Bolsa y que ya no existe, el hotel de la Bourse et des Ambassadeurs. ¿Quién me presentó a ti, a quien tanto deseaba conocer, lleno como estaba de mis ensueños y entusiasmos poéticos? Probablemente Carrillo, que a la sazón trabajaba en casa de Garnier, colaborando en el Diccionario de Zerolo y en otras cosas. Probablemente Alejandro Sawa, que flotaba en el ambiente parisiense como en su propio elemento, con su bella figura de bohemio. El caso es que la misma noche de nuestro conocimiento mutuo, amanecimos, con otros compañeros, en el Mercado Central, comiendo almendras verdes. Yo estaba orgulloso y contento con ser amigo íntimo del Peregrino Apasionado. No había visto aún a Verlaine. Sí a Charles Morice, con quien, no sé ya cómo, nos encontramos al amanecer en mi cuarto del hotel. Tú recitabas versos sonoramente, egregiamente, con gestos pomposos, retorciéndote de cuando en cuando los bigotes de palikaro. Me encantaba que fueses de Grecia y que te llamaras Papadiamantopoulos.

      Tengo presente que junto a una mesa, Morice y Sawa examinaban dos libros que yo saqué de mi baúl, mi Azul y Lives of Grass, de Walt Witman. Yo salí a pedir café y alcoholes. Cuando volví no te encontré en el cuarto. Fuí en tu busca, cuando vi toda azorada como una ninfa, a la petite bonne del establecimiento, que huía y a ti persiguiéndola, con el rostro de un fauno y los brazos extendidos, al modo de Júpiter tras Dafné, e ibas, como los satiraux de tus versos, sautant par bonds.

      Después partí para Buenos Aires y publiqué allí sobre ti largas páginas que tú no viste nunca, por la sencilla razón de que no te las envié jamás. Cuando retorné a París, años después, había ya blancos en tu cabellera. Volvimos a estar juntos en el amado Barrio, y a pesar del tiempo transcurrido, de tu aspecto enfermizo y de tu delgadez, tu gesto era el mismo de antaño, tu segura y generosa palabra brotaba siempre sonora y juvenil. A tu modesta morada del boulevard Bouman te había ido a buscar la gloria oficial, y así sangraba en tu solapa la cinta de la Legión de Honor. Tu Ifigénie, de la cual había yo publicado antes en La Nación una corta primicia, había sido representada triunfalmente en arenas meridionales y en teatros parisienses y europeos, en donde la voz de Silvain clamaba heroicamente tus puros alejandrinos. Habías ya, como alguien ha dicho, «agregado a Sófocles, un aire de Homero y de Virgilio». Y tú seguías, en el medio de los estudiantes y de


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