Lady Felicity y el canalla. Sarah MacLean

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Lady Felicity y el canalla - Sarah MacLean


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      —¿Vas a mez­clar el ja­ra­be de li­món tam­bién, Bes­tia? —pre­gun­tó ella con una son­ri­sa.

      Whit gru­ñó.

      Dia­blo se rio y puso una mano en un blo­que de hie­lo.

      —En­vía uno de es­tos a la ofi­ci­na, ¿quie­res?

      Nik asin­tió.

      —Ya está he­cho. Y una caja de bour­bon de las co­lo­nias.

      —Me co­no­ces bien. Ten­go que re­gre­sar.

      Des­pués de un pa­seo por el ba­rrio iba a ne­ce­si­tar un baño. Te­nía ne­go­cios que aten­der en Bond Street.

      Y des­pués te­nía otros ne­go­cios que aten­der con Fe­li­city Fair­cloth.

      Fe­li­city Fair­cloth, que te­nía una piel que se tor­na­ba do­ra­da a la luz de una vela y unos gran­des e in­ge­nio­sos ojos cas­ta­ños, lle­nos de mie­do, fue­go y fu­ria. Y era ca­paz de dis­cu­tir como na­die que hu­bie­ra co­no­ci­do has­ta don­de la me­mo­ria le al­can­za­ba.

      Que­ría vol­ver a dis­cu­tir con ella.

      Se acla­ró la gar­gan­ta ante ese pen­sa­mien­to y se vol­vió para mi­rar a Whit, que lo ob­ser­va­ba con una mi­ra­da cóm­pli­ce.

      Dia­blo lo ig­no­ró y se apre­tó el abri­go con­tra el cuer­po.

      —¿Qué? Hace un frío de co­jo­nes aquí.

      —Vo­so­tros sois los que ha­béis ele­gi­do co­mer­ciar con hie­lo —ter­ció Nik.

      —Es un mal plan —le dijo Whit sin de­jar de mi­rar­la.

      —Bueno, es un poco tar­de para cam­biar­lo. Se po­dría de­cir que el bar­co —agre­gó Nik con una son­ri­sa bur­lo­na— ha zar­pa­do.

      Dia­blo y Whit no son­rie­ron ante aquel mal chis­te. Ella no sa­bía que Whit no es­ta­ba ha­blan­do del hie­lo; es­ta­ba ha­blan­do de la chi­ca.

      Dia­blo les dio la es­pal­da y se di­ri­gió ha­cia la puer­ta de la bo­de­ga.

      —Va­mos, Nik —ex­hor­tó—. Trae la luz.

      Lo hizo, y los tres sa­lie­ron. Dia­blo evi­tó en­con­trar­se con la as­tu­ta mi­ra­da de Whit mien­tras es­pe­ra­ban a que Nik ce­rra­ra con lla­ve las puer­tas do­bles de ace­ro y los guia­ra ha­cia el al­ma­cén a tra­vés de la os­cu­ri­dad.

      Con­ti­nuó es­qui­van­do la mi­ra­da de su her­mano mien­tras re­co­gían la co­la­da de Whit y se di­ri­gían de nue­vo al co­ra­zón de Co­vent Gar­den, abrién­do­se ca­mino a tra­vés de las ca­lles em­pe­dra­das has­ta sus ofi­ci­nas y apar­ta­men­tos en el gran edi­fi­cio de Arne Street.

      Des­pués de un cuar­to de hora de ca­mi­na­ta si­len­cio­sa, Whit ha­bló fi­nal­men­te.

      —Le es­tás ten­dien­do una tram­pa a la chi­ca.

      A Dia­blo no le gus­tó aque­lla acu­sa­ción.

      —Les es­toy ten­dien­do una tram­pa a los dos.

      —To­da­vía tie­nes la in­ten­ción de se­du­cir a la chi­ca de­lan­te de sus na­ri­ces.

      —A ella y a to­das las que ven­gan des­pués, si es ne­ce­sa­rio —res­pon­dió él—. Es tan arro­gan­te como siem­pre, Bes­tia. Pien­sa te­ner su he­re­de­ro.

      Whit agi­tó la ca­be­za.

      —No, él quie­re te­ner a Gra­ce. Pien­sa que se la en­tre­ga­re­mos para evi­tar que le en­di­ñe un pe­que­ño du­que a esta chi­ca.

      —Está equi­vo­ca­do. No con­se­gui­rá ni a Gra­ce ni a la chi­ca.

      —Dos ca­rrua­jes que se aba­lan­zan, a gran ve­lo­ci­dad, el uno con­tra el otro —re­fun­fu­ñó Whit.

      —Él gi­ra­rá.

      Los ojos de su her­mano se en­con­tra­ron con los su­yos.

      —Nun­ca an­tes lo ha he­cho.

      Un re­cuer­do le vino a la men­te. Ewan, alto y del­ga­do, con los pu­ños le­van­ta­dos y los ojos hin­cha­dos, el la­bio par­ti­do y ne­gán­do­se a ce­der. Poco dis­pues­to a echar­se atrás. De­ses­pe­ra­do por ga­nar.

      —No es lo mis­mo. No­so­tros he­mos pa­sa­do ham­bre du­ran­te más tiem­po. He­mos tra­ba­ja­do más duro. El du­ca­do le ha re­blan­de­ci­do.

      Whit re­so­pló.

      —¿Y Gra­ce?

      —No la va a en­con­trar. Nun­ca la en­con­tra­rá.

      —De­be­ría­mos ha­ber­lo ma­ta­do.

      Ma­tar­lo ha­bría he­cho que todo Lon­dres se les echa­ra en­ci­ma.

      —De­ma­sia­do arries­ga­do. Ya lo sa­bes.

      —Sí, lo sé, y tam­bién que le hi­ci­mos una pro­me­sa a Gra­ce.

      Dia­blo asin­tió con la ca­be­za.

      —Eso tam­bién.

      —Su re­gre­so es una ame­na­za para to­dos no­so­tros, para Gra­ce más que para na­die.

      —No —le con­tes­tó Dia­blo—. Su re­gre­so hace que la ame­na­za se cier­na so­bre él. Re­cuer­da, si al­guien des­cu­bre lo que hizo… Cómo con­si­guió su tí­tu­lo… Ter­mi­na­rá col­gan­do de una soga. Es un trai­dor a la Co­ro­na.

      Whit negó con la ca­be­za.

      —¿Y si está dis­pues­to a arries­gar­se para te­ner una opor­tu­ni­dad con ella?

      Con Gra­ce, la chi­ca que una vez amó. La chi­ca cuyo fu­tu­ro ha­bía ro­ba­do. La chi­ca a la que ha­bría des­trui­do si no hu­bie­ra sido por Dia­blo y por Whit.

      —En­ton­ces lo sa­cri­fi­ca­rá todo —re­pli­có—, y no con­se­gui­rá nada a cam­bio.

      Whit asin­tió.

      —Ni si­quie­ra he­re­de­ros.

      —He­re­de­ros, nun­ca.

      Des­pués, su her­mano con­ti­nuó.

      —Siem­pre está el plan ori­gi­nal. Le da­mos una pa­li­za al du­que y lo en­via­mos a casa.

      —No de­ten­drá el ma­tri­mo­nio. Aho­ra no. No cuan­do cree que está cer­ca de en­con­trar a Gra­ce.

      Whit fle­xio­nó una mano y el cue­ro ne­gro de su guan­te cru­jió con el mo­vi­mien­to.

      —Se­ría glo­rio­sa­men­te di­ver­ti­do, eso sí.

      Ca­mi­na­ron en si­len­cio du­ran­te va­rios mi­nu­tos, an­tes de que Whit pro­si­guie­ra.

      —Po­bre chi­ca, no po­dría ha­ber ima­gi­na­do que su inocen­te men­ti­ra la lle­va­ría a la cama con­ti­go.

      Era una ab­sur­da fan­ta­sía, por su­pues­to, pero la ima­gen le so­bre­vino igual, y Dia­blo no pudo re­sis­tir­se a ella: Fe­li­city Fair­cloth, con el pelo os­cu­ro y las fal­das ro­sas ex­ten­di­das fren­te a él. In­te­li­gen­te, her­mo­sa y con una boca que in­ci­ta­ba al pe­ca­do.


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