La sombra del General. Leonardo Killian

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La sombra del General - Leonardo Killian


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A nosotros nos dijo que se llamaba Gerardo. No me acuerdo el apellido. Un tipo flaco, con la escasa barba muy crecida y con anteojos de miope. Por lo demás, la ropa medio raída y los borceguíes no llamaban la atención en la militancia de izquierda de eso años. “Se llevó los libros y las publicaciones del partido en un morral y apenas si cruzó palabra con los compañeros. Estaba interesado principalmente en la obra de Trotsky y reconoció que no había leído nada de Nahuel Moreno. Llenó la ficha y, como nadie le pidió un documento, pudo haber puesto cualquier cosa. De hecho, el domicilio de la pensión y el teléfono donde lo quisimos ubicar no existían. Pero no nos importó; el flaco era un militante de fierro y jamás nos falló en las pintadas o en las reuniones que hacíamos en Psicología. Se había anotado como tantos otros para armar una agrupación y aunque nunca quiso sobresalir o tener algún cargo de responsabilidad, era un buen militante.

      El viejo hizo una pausa y continuó:

      —Cuando empezaron las tomas de las facultades, fue de los más aguerridos y hasta tuvimos que pararlo porque tenía la costumbre de venir armado. En una asamblea, y sin que pudiéramos impedirlo, le rompió cuatro dientes a un muchacho de la Fede. Hasta tuvimos que hacer una aclaración y un pedido de disculpas en el periódico. La gente del Partido Comunista hizo una denuncia penal y todo. Diga que en esa época a la policía y a los jueces no les importaba si nos matábamos entre nosotros y no pasó nada, pero era un tipo muy violento. Le tuvimos que aclarar que el Partido no quería saber nada con el foquismo y con nada que nos confundiera con los perros o los montos. Un partido de obreros es un partido de vanguardia y, al menos que nos atacaran los locales, las armas no estaban bien vistas. El foquismo pequeño burgués del ERP, las FAR y todos esos, no tiene nada que ver con una política de los trabajadores.”

      Me pareció que el compañero González aprovechaba para bajarme línea.

      —A principios de los 70 no lo vimos más —ahí se hizo un silencio como si dudara, pero en seguida volvió con la historia—. La novia se llamaba Laura y ahora es docente en Filo. Seguramente ella se debe acordar. No. No conozco el apellido de la mujer y si lo supiera tampoco se lo diría.

      Cuando le iba a pedir algún detalle o dirección para que me pudiera orientar me contestó secamente:

      —Es todo lo que le pienso decir —y me cortó.

      Le agradecí al viejo Britos que aprovechó para entregarme el periódico del partido y unos volantes. Cuando me retiraba del local lo saludé con el puño en alto. Me respondió sonriente levantando el suyo.

      El viejo seguía teniendo veinte años.

      Para empezar, no era poco. Evidentemente el tipo había existido y la historia del milico, hasta acá, cerraba totalmente.

      Mientras manejaba empecé a silbar La Internacional.

      TOMA 6

      Una vez al mes se cortaba el pelo en lo de Macedo. El gallego Macedo era un pelado de bigote anchoíta bastante parecido a Franco. Un tipo que trabajaba callado hasta que le sacaban conversación. Ahí no paraba de hablar hasta que sacudía el pelo de la enorme tela blanca que te colocaba alrededor del cuello, incluso cuando barría con el escobillón, seguía con el monólogo hasta que cobraba.

      Alguna vez le contó cosas de la Guerra, en la que había peleado por estar en el servicio militar en el bando Nacional. “Tres años”, decía con amargura. Salvo que le insistieran, evitaba el tema y se notaba que no le hacía ninguna gracia la cuestión.

      Por lo que recordaba, había empezado a ir desde muy chico de la mano de su madre, cuando el gallego lo sentaba en una banqueta alta de madera. Como la vieja era también de Lugo lo trataba con especial deferencia y siempre le preguntaba por ella mandándole saludos.

      —Don Macedo, usted que estuvo con los nacionales. ¿No me podría enseñar a cantar Cara al Sol?

      El gallego, con el guardapolvo impecable y la tijera en la mano se quedó mirándolo desde el espejo. El peine en la mano izquierda quedó suspendido en el aire.

      —¿Y para qué quieres tú que te enseñe el himno de los falangistas?

      Como le habían dicho tantas veces, “ningún gallego te va a contestar una pregunta sin antes retrucarte con otra”.

      —Me dijeron que es una canción muy hermosa.

      Estaban solos en la peluquería. El gallego fue a cerrar la puerta y en voz muy baja le canturreó mientras empezaba con el corte:

      Cara al sol con la camisa nueva

      Que tú bordaste en rojo ayer

      Me verá la muerte si me lleva

      Y no te vuelvo a ver

      Formaré junto a los compañeros

      Que hacen guardia

      Bajo los luceros…

      Allí paró y siguió con su tarea de fígaro.

      —¿Eso sólo?

      —Esa es la que me sé —le dijo Don Pepe.

      —Se dice que la compuso el mismo José Antonio.

      —¿Has oído hablar de José Antonio? A ese lo hizo matar Franquito. Mira, yo soy camisa vieja y te la juro por esta, a ese, lo hizo matar Franco. O por lo menos no hizo nada para que no lo fusilaran.

      Macedo terminó el corte y mientras le acercaba el espejo a la nuca le susurró, como si todavía estuviera en la España del Caudillo.

      —No te metas con esa gente. Hazme caso.

      “No te metas en líos con esa gente” —insistió.

      —¿Usted lo conoció, don José? —preguntó como si se tratara de un dios.

      —Yo era un chico y lo vi pasar entre su gente cuando iba a hablar a un teatro. Una figura imponente —contestó mientras le cobraba. El gallego se había puesto muy serio. Estaba claro que no quería hablar más del tema.

      Se fue de la peluquería sin mostrarle su llavero. De un lado la cruz de Malta y del otro las flechas con el yugo de los Reyes Católicos en rojo y negro. Se arrepintió de haber tenido esa conversación. Pensó que no tenía derecho a joder al gallego que la había pasado mal en serio, mientras él jugaba al nacionalismo.

      TOMA 7

      La peluquería está en la calle Pasco y por lo que me contaron, Don José llegó a principios de los cincuenta y nunca dejó de trabajar.

      Estaba terminando un corte así que me senté a esperar.

      Cuando terminó con el escobillón le pregunté si se acordaba del pibe.

      —¿Qué si le conocí? ¿Y usted por qué lo quiere saber?

      Como pensé “un gallego jamás te va a contestar una pregunta si no es con otra”.

      Le empecé a explicar que estaba escribiendo una nota para el diario… pero me interrumpió como si no me escuchara.

      —Era un chico normal, como cualquiera de los de aquí del barrio. Venía a cortarse el cabello muy corto una vez al mes. Muy callado, muy correcto. No como el padre que era una muy mala persona.

      “¿Por qué? Bueno porque todo el barrio lo sabía. Alguien que le pega a la mujer sin ningún motivo es una mala persona. ¿A usted qué le parece? La madre era una buena mujer. Demasiado buena diría yo. Aguantaba todo lo que hacía ese tipo. Supongo que por eso este chico se fue de la casa tan joven.

      “No. Por aquí no vino más y nunca lo volví a ver.

      “No le puedo decir nada más porque no sé más que lo que le cuento” —terminó.

      Le agradecí con un apretón de manos, le dejé mi tarjeta y me fui.

      Se acercó a la puerta para asegurarse que el tipo se hubiera


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