La sombra del General. Leonardo Killian

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La sombra del General - Leonardo Killian


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      “De nada hombre, a ver cuándo te vienes una noche a tomar una copita.

      TOMA 8

      El día que cumplió quince años, se levantó y se fue para la cocina donde la vieja lo esperaba con el café con leche. Esta vez había una tortita de ricota y un beso de la gallega. Nada más. El padre nunca le había regalado nada y jamás se acordaba de su cumpleaños. La madre no se atrevía a comprarle algo por miedo a una reprimenda que podía terminar en más golpes.

      Cuando volvió de la escuela por la tarde, lo esperaba el tío Mario. El único familiar que los visitaba y el único que recordaba las fechas para traer algún regalo. Era un sobre pequeño con un moño muy elegante. Lo abrió y trató que la cara no delatara su decepción. Era una traba corbatas de oro.

      Sonrió lo mejor que pudo y le dio un beso al tío que irradiaba felicidad.

      —Fijate que le hice grabar tus iniciales.

      Dejó pasar unas semanas y se fue para la calle Libertad a hacerlo guita. Con lo que le dieron, que era el mejor precio que pudo sacar después de mucho consultar, se fue a verlo al Turco que, desde hacía un tiempo, le tenía prometido una Smith & Wesson 38 con una cajita de veinte balas. Las conseguía por el viejo, que era un sirio que compraba y vendía todo lo que le pedían.

      —La sobaquera te la regalo —le dijo el Turco—. Pero ojo con que se entere mi viejo porque me mata. Le dije que era para un paisano que tenía líos con los judíos. Cuando quieras, nos vamos a la casita del Tigre así la probás.

      La escondía en un falso libro al que le había dejado las tapas. En las rarísimas ocasiones en que los viejos salían, la sacaba, le pasaba una franela, la cargaba y con la sobaquera se medía frente al espejo grande. Era su orgullo.

      TOMA 9

      Llegó ansioso al local de la calle Tucumán más temprano que de costumbre.

      Estaba Julito Fernández Baraibar con otros camaradas, el Tano Ciarlotti y Roby Bardini tomando mate debajo de los imponentes retratos de don Juan Manuel y de José Antonio, y un enorme crucifijo flanqueado por banderas argentinas.

      Julio portaba dos apellidos y cualquier excusa era motivo para que hablara de sus antepasados asturianos, sus títulos de nobleza, las guerras carlistas y la mar en coche. El tipo era muy flaco, pero solía usar una cadena a modo de cinturón y cuando había trifulca la manejaba como un rebenque.

      Lo evitó con cortesía. Saludó y se fue a sentar aparte para leer la biografía del Jefe y de paso tranquilizarse. Le habían dicho que, si quería llegar a ser un buen cuadro, tenía que conocer “el ideario y la pasión” de José Antonio. Al igual que en España, aquí nadie lo llamaba por el apellido Primo de Rivera. Era el camarada José Antonio o El Jefe.

      Si hasta le había pedido al gallego José, su peluquero de toda la vida, que le enseñara a cantar el himno de Falange.

      Cuando vio que estaban todos, pidió la palabra y contó lo de la carta. Escuchó que algunos se reían francamente divertidos pero las expresiones de los jefes se fueron endureciendo. Notó claramente la desaprobación que, al final, se tradujo en palabras.

      El que habló fue Ezcurra, grave y jesuítico:

      —Camarada. El nombre de Tacuara no puede ser invocado para una aventura personal. Aunque todos los presentes reconocemos y aprobamos en líneas generales lo que se dice en la carta, el hecho es que antes de hacerse, debía haber sido consultado.

      Sintió un odio profundo por este tipo atildado, pálido, que llevaba un crucifijo como un obispo, pero se calló la boca y al rato, cuando se había pasado a otras cuestiones, se fue sin decir palabra.

      Le habían contado del gordo Baxter. De cómo había cambiado las consignas y cómo los había alterado a estos legionarios de Jesús. El gordo se había transformado desde que empezaron a llegar las noticias de Fidel y la revolución cubana a la que adhirió instintivamente.

      “La lucha debe ser contra el imperialismo”, “basta de pendejadas y de hacernos los nazis”, “hay que juntarse con los sindicalistas peronistas”, machacaba.

      Más que una cuestión ideológica, la atracción pasaba por otra cosa. El gordo era un tipo normal, no un chupacirios de sacristía.

      Tacuara no era un partido político. Ni siquiera estaban claras las consignas y la política general. Muchos eran muchachos de barrio que se compraban un llavero con una cruz de Malta para darse aires, otros eran pibes que “querían estar en algo”. Y estaban los hijos de milicos y de canas que odiaban a los judíos, eran los que generalmente llegaban a jefes.

      Él mismo era el hijo de un cabo de la Federal a quien habían dado de baja por coimero y que también odiaba a los judíos. Sobre todo ahora, que tenía que trabajar para ellos como encargado de personal en una textil de San Martín.

      Iban a escuchar al padre Meinvielle que hablaba pestes de los comunistas, los judíos y de Perón, a quien llamaba “el Kerenski argentino”.

      El gordo José Joe Baxter ya estaba en otra cosa y no tardó en llegar la ruptura.

      Los chupacirios de Meinvielle formaron la Guardia Restauradora Nacionalista y el gordo la siguió llamando Tacuara, pero le agregó MNR. Movimiento Nacionalista Revolucionario como el de la revolución boliviana.

      Ezcurra siguió con la Tacuara a secas.

      A Baxter lo fue a ver junto con el Turco, que también estaba enojado por lo mal que lo habían tratado con el asunto de la carta.

      El gordo Joe los atajó de entrada.

      —¿Fidel marxista? ¿Saben cómo preparó el asalto al Moncada? Con el Manual de las Escuadras de Falange. Sí, muchachos, el de Primo de Rivera.

      “¿La marcha de Santiago a la Habana? Leyendo cómo Mussolini había hecho la Marcha sobre Roma.

      “Fidel es un nacionalista cubano más peronista que Evita. La CIA lo tiene fichado como peronista desde el Bogotazo.

      “Por supuesto que se escribe con Perón.

      “¿No escucharon hablar de John William Cooke?

      “No. No es un actor, pendejos. Era un diputado nacionalista del bloque peronista y se fue a Cuba a pelear junto a la Revolución.”

      Baxter los llenó de revistas y algunos libros. Les contó de su viaje por Argelia de cómo lo conoció a Perón.

      —Es un Viejo Vizcacha. Me esperaba con la foto de Mussolini en el escritorio. Cuando le dije que ya no estábamos más con esa gente, guardó el cuadrito y me dijo que me estaba probando… Seguro que si va Ghioldi lo espera con una de Palacios.

      Muchachos, ¿Ezcurra no se los quiso coger? A mí me parece que le gustan los pibes.

      Con el Turco y más tarde con el Pocho, tiraron las cruces a la mierda y cambiaron de bando alegremente. Ya no se hizo problemas por sus gustos musicales; Lennon y Lenin podían convivir en paz. Memorizó la frase de despedida del gordo para anotarla en su libreta: “El que ataca al nacionalismo del oprimido termina defendiendo el imperialismo del opresor”. Lenin, carta a Rosa Luxemburgo.

      TROMA 10

      El Pocho le había acercado los documentos.

      —Tomá y copialos. Para que tengas con qué responder a esos bolches que dicen que somos unos retrógrados. Acá está claro que no somos ni de derecha ni de izquierda. Ese es un esquema viejo. Dale, anotátelos en la libretita esa y de paso, ya es hora de que las tengas… —agregó enigmático.

      El Pocho no dejaba de sorprenderlo. Le dio un manojo de ganzúas.

      —¿Y esto? —vos no preguntés y agarralas. Nunca se sabe cuándo te van a hacer falta.

      Se saludaron con el brazo en alto

      —¡Arriba


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