La sombra del General. Leonardo Killian

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La sombra del General - Leonardo Killian


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tan prolijamente como pudo. Desechó la mayoría, pero dos le parecieron estupendos.

      ¡Viva el mundo nuevo! ¡Viva la Italia fascista! ¡Viva la Rusia soviética! ¡Viva la Germania de Hitler! ¡Viva la España que haremos! ¡Abajo las democracias burguesas parlamentarias!

      Ramiro Ledesma Ramos,

      jefe de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas, (J.O.N.S.) 1931.

      El movimiento de hoy, que no es de partido, sino que es un movimiento, casi podríamos decir un anti partido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas…

      La Patria es una unidad total, en la que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir, y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día, y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de una unidad permanente. Con eso ya tenemos el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente. Porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la Historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones a lo concreto, como el amor nos dice en qué caso debemos reñir y en qué caso nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas. He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla. Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino”.

      José Antonio Primo de Rivera,

      Falange Española de la J.O.N.S.

      TOMA 11

      Con el Turco y el Pocho Álvarez se denominaban “los tres mosqueteros”. Se encontraban en Barrancas de Belgrano. Ahí se tomaban el tren hasta el Tigre y después seguían en una lancha hasta la isla. El viejo Abdo tenía una casita de fin de semana, la usaba de bulín y parece que también organizaba fiestas negras con los amigotes del Once. Si había algo que sobraba en la isla era el whisky.

      El Turco le decía que iba con los muchachos a pescar. Cada uno traía su fierrito. En el bolso con las zapatillas y alguna remera, había aprendido a esconder el bufo y la cajita de balas.

      Después de comer algo, se entonaban con el alpiste y empezaban a tirar. Una caja de veinte cada uno. Ni una más ni una menos. Ponían una madera con un blanco dibujado con tizas y el que hacía más puntos no pagaba la vuelta. En esto, el Turco era imbatible. Ya cuando tomaban el tren en Belgrano, el Turco era el único que sacaba solo de ida.

      Eran muy pibes, al tercer vaso ya estaban del otro lado. Gritaban cuando algún tiro pegaba en el centro, se empujaban y no paraban de putear al supuesto cipayo que esperaba el plomo desde el blanco.

      El Turco y el Pocho fueron los dos únicos amigos que recordaba haber tenido. Los únicos tipos a los que fue a despedir, ya en un cajón y reventados a balazos calibre 11,25 por la cana, diez años después.

      Habían jurado dar la vida por Perón y ahí se iban, con la bandera pintarrajeada “Montoneros Patria o Muerte”, en el local de la calle La Plata.

      El viejo Abdo tenía las dos manos aferradas al ataúd del Turco y la mirada perdida. Estaba devastado.

      Se fue del local sin animarse a saludarlo.

      TOMA 12

      Hacía días que un perro se le había pegado. Lo esperaba en la parada del 60 y lo acompañaba hasta la pensión donde le dejaba algunos huesos o cualquier sobra que quedara en el tacho de la basura.

      Esa vez llegó de noche y ahí estaba el animal, que lo había seguido como siempre hasta la puerta. Salió con una bolsa con restos de un puchero y se lo llevó para El Águila, un balneario donde tantas veces había ido a tomar sol con los mosqueteros.

      Como a unos cien metros había una parejita cogiendo.

      Vació la bolsa con los huesos y el bicho se abalanzó para el festín. Se corrió unos metros y, con cuidado, fue sacando la Beretta del bolsillo de la campera. Tiró la corredera de espaldas. Siempre le habían dicho que los animales tienen un sistema de alerta natural contra las armas. Cuando se volteó, el perro seguía triturando huesos concentrado en lo suyo.

      Le apuntó a la cabeza. Al primer disparo, el bicho se sacudió y cayó sin un gemido. Se acercó, le vio los ojos abiertos, la respiración agitada y escuchó un silbido nervioso. Le volvió a disparar a la cabeza. Dos tiros.

      Se retiró unos veinte pasos, que contó en silencio, y le apuntó al estómago que era lo más claro que podía ver a esa distancia. Apenas si había algo de luz que llegaba de Libertador. En el fondo, el río era un agujero negro que traía un intenso olor a podrido.

      Le vació el cargador.

      A lo lejos, la parejita se hacía humo rajando para la avenida.

      TOMA 13

      Recordaba nítidamente el bombardeo.

      La memoria es extraña, pensaba. Como si la estuviera viendo ahora mismo, tenía la imagen de la madre sirviéndole la sopa. El ruido de la primera bomba y el plato que se destrozaba en el piso salpicándole las medias escolares. La pobre mujer muy pálida solo atinó a decir: “Mi Dios ¿Qué está pasando?”

      Ella tendría mi edad cuando la guerra entró en su pueblo de la peor manera. Primero, los de un lado fusilando al cura (“un cabrón alcahuete de los fachas”) y después los nacionales con la impunidad de los vencedores. Sus hermanos mayores, sospechados de rojos, fueron a parar a las canteras y no los volvió a ver. El único que quedó vivo fue Mario, que se había venido a la Argentina con otro paisano unos meses antes del Pronunciamiento.

      Nunca conoció una escuela y aprendió a leer sola, gracias a la buena voluntad de las vecinas del barrio. Había pasado de la miseria de un pueblo perdido en Lugo a un barco destartalado que la trajo a un conventillo de la Boca.

      Sin embargo, ahí pasó sus únicos y escasos tiempos felices. Conoció el cine, la voz de Catita por la radio y el tranvía por el que tenía fascinación.

      La primera bomba y el estruendo le trajeron el peor de los recuerdos. El fantasma de la guerra que le producía ese pavor en las noches de tormenta. Los truenos y relámpagos le revivían esa niñez del bombardeo, pero esto era a pleno día y no eran truenos ni centellas, era la metralla gorila descargando su rencor sobre ese pueblo y esa Plaza que odiaban hasta el paroxismo.

      A continuación, la imagen de los vecinos en las terrazas y a unas veinte cuadras, los aviones cayendo en picada sobre la Plaza de Mayo. Buenos Aires era todavía una ciudad de casas bajas y se escuchaban las tremendas estampidas y el tableteo de las ametralladoras.

      No recordaba haber sentido miedo. Sólo el asombro. Como se ve una película, algo que les pasa a otros en un lugar lejano y en otro tiempo. Sencillamente no creía que eso estuviera pasando en la misma ciudad donde vivía, donde andaba en bicicleta o donde su madre hacía las compras todos los días.

      El padre llegó de la textil en un estado de éxtasis. Vino con unos tipos que él no conocía. Unos compañeros de trabajo con los que se encerró a escuchar la radio que llevaron a su pieza.

      Los escuchaba gritar y putear.

      —¿Por qué no dicen la verdad estos huachos? ¿Por qué no dicen que está muerto?

      En un momento, la inconfundible voz de Perón anunciaba que, no solo estaba vivo, sino organizando la ofensiva contra los militares rebeldes.

      —Desde mi puesto de lucha… —decía con su voz cascada.

      Salieron de la pieza a las puteadas.

      —Hablen bajo que este barrio está lleno de alcahuetes —decía el viejo—. Parece que se salvó el hijo de puta —le susurró a la gallega que no abría la boca, aterrorizada.

      Lo


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