La sombra del General. Leonardo Killian

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La sombra del General - Leonardo Killian


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a escuchar la radio. Nunca los había visto así de juntos y él también arrimó una silla para escuchar a los relatores que pedían venganza. Se hablaba de más de trescientos muertos.

      Ni siquiera la apagaron cuando la gallega sirvió los tallarines.

      —No tengo hambre—dijo la bestia. Y se fue a dormir hecho una furia.

      “La memoria es extraña”, pensaba. “¿Cómo habían podido volver a la escuela, a hacer las compras en la feria, a trabajar con la Singer, a pedalear por las calles del barrio?”

      Veintidós aviones North American AT 6, cinco aviones Beechcraft AT-11 y tres hidroaviones Catalina, descargaron nueve mil quinientos kilos de bombas de fragmentación de 50 kilos de Trotyl cada una. Fue el heroico bautismo de fuego de la Aviación Naval Argentina, dejó un saldo de trescientos ocho muertos y más de ochocientos heridos. Todos compatriotas de los aviadores.

      Como a lo largo del siglo XIX, como en toda nuestra historia: la guerra civil nunca declarada. La guerra civil perpetua.

      ¿Habrá llorado Borges como el día en que celebró la liberación de París?

      ¿Habrán lamentado los socialistas de lágrimas de cocodrilo, la muerte de esos pibes que venían a conocer Buenos Aires y una bomba los sorprendió en plena risa?

      ¿Y los nacionalistas católicos? ¿Habrán llorado por tanto inocente destrozado por la metralla? ¿Se habrán escandalizado como lo hicieron con la quema de las iglesias?

      Recordaba una imagen que salió en todos los diarios: una mujer con la pierna amputada miraba perpleja el miembro deshecho a menos de un metro de donde estaba tirada. La cara no era de miedo sino de sorpresa, de incredulidad.

      La Argentina no era la tierra de la plata, ni de la abundancia sin fin. Era el país del odio rencoroso. El que había masacrado gauchos, indios, paraguayos; el que ahora se sacaba de la peor manera a esta lacra salida de las profundidades: a los peronistas.

      TOMA 14

      La gallega se había ido al velorio de una paisana. Le había dejado una nota en la mesa de la cocina junto con las precisas instrucciones de cómo calentar el puchero. Después de comer y aprovechando que no había nadie, se permitió tomarse un vaso de Toro Viejo que ya estaba abierto.

      Se tiró en la cama a leer a Salgari. Estaba en los mares de la Malasia junto a los tigres de Mompracem cuando escuchó la puerta de calle. Creyó que era la vieja y siguió peleando junto a los piratas.

      El verdugo abrió la puerta y, sin mirarlo, le dijo que fuera para su pieza. No le hablaba desde hacía meses y sintió miedo. Un miedo irracional. No sabía qué era, pero el gesto, la expresión del padre, la forma en que lo había mirado le hicieron entrar en pánico.

      Dejó el libro y golpeó a la puerta. El viejo estaba acostado, tapado con una sábana. El torso desnudo y una sonrisa que lo petrificó. No recordaba que lo hubiera mirado así.

      —Pasá y cerrá la puerta —ordenó como era su costumbre al hablar, tanto a él como a su vieja.

      —No —le dijo. Y no sabía por qué.

      Algo animal lo advertía. Le avisaba a los gritos que saliera de esa pieza. Dio media vuelta y corrió a encerrarse. Los golpes en la madera iban acompañados por insultos.

      Abrí putito, maricón mal parido. Abrime o tiro la puerta abajo y va a ser peor.

      Corrió la cama hasta la puerta aunque sabía que era inútil, que si cedía no serviría para nada. Escuchó el silencio repentino, la puerta que se abría y los pasos que se apuraban. Lo que vino después fue lo de siempre pero aumentado. Como una película de terror que ya vimos, pero con escenas aun más crueles.

      Los gritos de la gallega. Los alaridos del verdugo pidiendo explicaciones.

      —Llegué y no estabas. Pedazo de boluda ¿Cómo te vas sin avisarme?

      Escuchó los golpes y la vieja que lloraba e intentaba dar justificaciones.

      —¿Por qué no te morirás de un cáncer en los huevos? ¿Por qué no nos dejas en paz? Bufarrón hijo de puta —se escuchó gritar, como si hubiese sido otro.

      La puerta estalló y la bestia entró como una tromba. Despertó en el Centro Gallego con la cara entumecida como un mal boxeador y varios puntos en la cabeza.

      La madre estaba hablando con una enfermera que ni la miraba. Repetía como una letanía:

      —No sé cómo se cayó por la escalera… menos mal que no se fracturó ningún hueso.

      TOMA 15

      Estaba buscando algo de plata entre las cosas de la madre.

      Odiaba pedirles dinero y prefería robárselos. El viejo lo escondía, pero la gallega siempre dejaba algún vuelto por ahí. Lo que encontró fue un manojo de cartas. Estaban atadas con una cinta y eran de fines del 40. Todas a España. Todas con el mismo sello “El domicilio del destinatario no existe o no ha podido encontrarse”. Habían vuelto cerradas.

      Eran las primeras cartas que la gallega escribía contando su llegada a la Argentina. Entonces fue deshilvanando la madeja. El viaje a Vigo para ver a Evita en un camión de la Falange. El regreso por la noche y el drama de la violación. “Tres chicas entre las que estaba yo”, le escribía a una tal Carmencita.

      El embarazo.

      La vergüenza.

      La cobardía familiar y el viaje a la Argentina como se expulsa a un leproso.

      En las primeras contaba, entre asombrada y feliz, la propuesta de casamiento “de un argentino que gentilmente se hacía cargo de todo”. “Un agente del policía muy correcto”.

      Primero el asombro, luego la euforia: “No soy hijo de ese tipo. Soy el hijo de un auténtico falangista. Tal vez de varios. Soy hijo de la Falange Española”.

      Esa noche en la cena era él quien canturreaba: “Cara al sol, con la camisa nueva…”.

      La madre le pidió que se callara. El crápula los miró a ambos sin entender.

      —Callate la boca y comé —ordenó— dejá de cantar boludeces que estamos comiendo.

      Se levantó de la mesa y, mientras caminaba para su pieza, le dijo en voz baja:

      —Vos no sos mi viejo bufarrón… te casaste con esta infeliz para salvarte vos, no a ella.

      Apuró el paso y se encerró.

      Escuchó el ruego de la madre, las puteadas, los golpes y los gritos apagados. El verdugo entró con la correa en la mano y se encontró con un 38 que le apuntaba directamente a la cara. Vio como amartillaba y el tambor que giraba letal a cuarenta centímetros de su frente.

      —Bufarrón hijo de puta, me tocás y te vuelo la cabeza.

      Era la voz de un hombre.

      El viejo estaba pálido. Inmóvil. Sorprendido y aterrado se volvió para la mesa en silencio. Por la mañana se fue a lo del Turco que le prestó las llaves de la casita en el Tigre. Como a la semana, sin guita, se pegó la vuelta. La madre lo recibió deshecha en lágrimas, pero la evitó con suavidad.

      Las palizas se habían terminado.

      TOMA 16

      Salía junto a la muchedumbre de estudiantes y se iba caminando por Gaona hasta San Martín. Había una barra que se quedaba en el bar a jugar al billar. Los acompañaba, pero no jugaba. Nunca jugó al billar y tampoco iba los sábados cuando se juntaban en Saavedra a jugar al fútbol. Se quedaba tomando un café, haciendo tiempo. Cuanto más tarde llegara a la casa mejor. Menos tiempo tendría que soportarlos.

      Esa tarde empezó a leer un libro de Jaques de Mahieu. Un francés que había estado en las SS y que venía a dar charlas al local. Ezcurra lo tenía en un pedestal.


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