La sombra del General. Leonardo Killian

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La sombra del General - Leonardo Killian


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El franchute aseguraba que las culturas americanas habían sido influenciadas por los vikingos que habían llegado hasta el Paraguay. Por supuesto, los dioses de los mayas y aztecas eran en realidad recuerdos de “arios nórdicos” que habían visitado América antes de Colón. Lo que más le molestaba no era el racismo, sino su pelotudez.

      Dejó esa sarta de idioteces y se puso a observar a un viejo. Estaba siempre en la misma mesa jugando al ajedrez. Solo. Tenía un libro que consultaba, seguramente con partidas y que era su contrincante. Movía una pieza y giraba el tablero. Uno de cartón con piezas de plástico como el que le había regalado el tío Mario a los diez años. Consultaba y contraatacaba.

      No sabía jugar muy bien, pero le picó la curiosidad y se acercó a ver la partida solitaria. El viejo levantó la vista y le sonrió a modo de saludo.

      —Siéntese. Ya veo que no le gusta el billar. ¿Le gusta el ajedrez?

      —No juego muy bien.

      —Lo invito. Ubíquese de ese lado, va ganando.

      Observó un rato y se decidió por mover un alfil.

      El viejo era canoso y muy pálido. Hablaba con acento alemán o judío.

      —Soy bohemio —le dijo, como adivinando el pensamiento—. Bohemia era un país, ya no existe, así que ahora soy argentino como usted —sonrió.

      En cuatro jugadas había perdido toda la ventaja, el jaque mate se acercaba, inevitable. Los muchachos ya se habían ido y era tarde; se disculpó y le prometió seguir la partida al día siguiente.

      —No hay problema. Tengo todo el tiempo del mundo para jugar —le dijo a modo de despedida.

      Era viernes, así que tuvo que esperar hasta el lunes para encontrarlo en el bar. Salió del Vieytes pensando en la jugada pendiente. Todo el fin de semana estuvo leyendo a Miguel Najdorf para poder hacer un papel decoroso frente al jovato.

      Llegó al bar y allí estaba. Lo saludó y se sentó, ansioso por hacer la movida que tenía estudiada. El viejo lo sorprendió con un movimiento de la dama que lo dejó atrapado.

      —¿Estuvo leyendo a Najdorf? —preguntó con una risita.

      Se sintió mal. Como si lo subieran sorprendido en una travesura o algo peor, vigilado.

      —No se enoje. La jugada la conozco de memoria. Muchas veces jugué con Miguel, alguna vez hasta terminamos en tablas. ¿Sabe que este es un juego muy antiguo? Es un simulacro de guerra. Una guerra hecha juego. Un juego para aprender a hacer la guerra. Debe tener como dos mil años más o menos.

      Como para distender la situación el viejo cambió de tema con una sonrisa:

      —¿No tenés novia? —lo tuteó.

      —Yo soy el novio de la Muerte— le dijo mientras se paraba.

      El hombre lo miró con tristeza e intentó seguir con una charla inútil.

      Lo saludó y se fue. No le gustó nada que el viejo le hubiera ganado tan rápido. Esa semana no volvió por el bar. A la salida, se iba directamente a la parada a tomar el colectivo. El lunes siguiente volvió con los muchachos que se debían una revancha de la partida de billar y él, como de costumbre, se fue a sentar solo con su cafecito y un libro.

      El viejo no estaba.

      El mozo era un paraguayo enorme. Un morocho simpático, pero de pocas pulgas. Más de una vez lo habían visto sacar del forro del pantalón a la calle a algún pibe que lo había querido pasar con la cuenta. Los muchachos lo respetaban. Nunca le había hablado, salvo para pedirle el café y la cuenta antes de irse.

      El morocho le trajo el café y le dijo, confidente:

      —Don Tomás le pide disculpas. No puede venir porque está engripado, me dijo que le avisara.

      Le dio una hoja de papel donde había un tablero dibujado y una serie de jugadas marcadas. Eran las variables con que podría haber ganado la partida. Debajo y con una letra muy prolija le había escrito: “Espero que no lo tome a mal”. Más abajo la firma, un garabato indescifrable.

      Llegaba el tiempo lindo y los días se alargaban. A la salida del colegio ya no pasaba por el bar y nunca se atrevió a enfrentar al viejo de nuevo. Pasaba con los otros. Confundido entre los demás, por la vereda de enfrente, caminando rápido para la avenida y esperando que el viejo no lo viera.

      Cuando empezó segundo año, el bohemio y su cartón cuadriculado ya no estaban en la mesa.

      TOMA 17

      La tarde que encontré a la madre no pudo ser más apropiada. Estaba en un geriátrico en Valentín Alsina. El frío y la garúa helada, las goteras y las paredes con la pintura tan raída como el batón de color arratonado de la vieja que parecía tener mil años. Era como para deprimir al más pintado.

      El enfermero me advirtió:

      —Hable fuerte y del lado derecho, del izquierdo no escucha un carajo.

      Fue como hablar con el colchón o con la mesita en la cual todavía tenía la comida fría y sin probar. Me miró a los ojos con una mirada vacía y ausente. Con ese desinterés que tienen los muertos.

      —Su hijo, quiero hablar sobre su hijo. ¿Sabe dónde lo puedo encontrar?

      El enfermero que estaba a la pesca me hizo señas.

      —Desde el día que la trajeron, no vino a visitarla nadie.

      “A veces habla con Evita. La llama la santita. La mayoría de las veces nos insulta o nos tira la comida en la cara.

      “El tipo dejó un domicilio falso. Lo hacen siempre. Se sacan los viejos de encima y no aparecen más. Cada cuatro o cinco meses nos manda la guita por un pibe” —dijo con cara de desprecio.

      Lo pintó como a un cincuentón flaco, de anteojos, bien vestido que mostró un DNI y credenciales de ingeniero o algo así, no se acordaba bien.

      La vieja tenía un Alzheimer galopante y por los análisis que le hacían, estaba viva de milagro.

      TOMA 18

      El pasillo parecía interminable. El médico les hizo señas y se acercaron

      —Señora, el cuadro es muy severo. Tendría que haber venido hace tiempo, cuando empezaron los síntomas. No vamos a poder hacer mucho. Le podemos mitigar el dolor, pero la enfermedad está muy avanzada y no creo que supere el año de vida —dijo con crudeza académica.

      Le dio la mano y agregó mirándolos con fingida tristeza.

      —Lo siento mucho.

      Caminaron hacia la salida y sin decir nada la tomó del brazo. Temblaba. Las dos cuadras hasta el subte le parecieron kilómetros. La madre estaba aturdida. Hablaba sola.

      —¿Por qué? ¿Por qué nunca nos dijo nada? ¡Qué hombre cabeza dura! ¿Vos qué pensás?

      Pensaba en la salida al Tigre con los muchachos el fin de semana. “Ojalá que no se muriera el viernes”, eso pensaba.

      TOMA 19

      A la salida del Vieytes, mientras caminaba por Gaona para San Martín, lo vio llegar al tío Mario. No le dio tiempo a nada, lo abrazó y lloriqueando le dijo:

      —Se murió tu viejo. En un par de horas lo van a llevar al velatorio de Forest.

      Se lo sacó de encima con delicadeza.

      —Primero, no era mi viejo. Y segundo, mañana tengo un examen y me voy a estudiar a casa. No puedo ir, avisale a mamá.

      Mario lo miró con bronca.

      —No podés hacer eso —intentó seguir, pero él lo paró en seco.

      —Lo que no se puede hacer es esto.

      Se quitó el saco, se aflojó la corbata y se abrió la camisa. A esa hora, Gaona era un río de gente, de estudiantes que pasaban y lo miraban asombrados. Le mostró las


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