El sombrero de tres picos. Pedro Antonio de Alarcón

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El sombrero de tres picos - Pedro Antonio de Alarcón


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irrisorio al idiota que más hacía reír a la plebe...—¡Pobre 25-15 principio de autoridad! ¡Así te hemos puesto los mismos que hoy te invocamos tanto!

      En cuanto al indicado grotesco donaire del señor

       Corregidor, consistía (dicen) en que era cargado de

       espaldas..., todavía más cargado de espaldas que el 25-20

       tío Lucas..., casi jorobado, por decirlo de una vez;

       de estatura menos que mediana; endeblillo; de mala

       salud; con las piernas arqueadas y una manera de andar

       sui generis (balanceándose de un lado a otro y de atrás hacia adelante), que sólo se puede describir con 25-25 la absurda fórmula de que parecía cojo de los dos pies.—En cambio (añade la tradición), su rostro era regular, aunque ya bastante arrugado por la falta absoluta de dientes y muelas; moreno verdoso, como el de casi todos los hijos de las Castillas; con grandes ojos obscuros, 25-30 en que relampagueaban la cólera, el despotismo y la lujuria; con finas y traviesas facciones, que no tenían la expresión del valor personal, pero sí la de una malicia artera capaz de todo, y con cierto aire de satisfacción, medio aristocrático, medio libertino, que 26-5 revelaba que aquel hombre habría sido, en su remota juventud, muy agradable y acepto a las mujeres, no obstante sus piernas y su joroba.

      D. Eugenio de Zúñiga y Ponce de León (que así se

       llamaba Su Señoría) había nacido en Madrid, de familia 26-10

       ilustre; frisaría a la sazón en los cincuenta y cinco

       años, y llevaba cuatro de corregidor en la ciudad de que

       tratamos, donde se casó, a poco de llegar, con la principalísima

       señora que diremos más adelante.

      Las medias de D. Eugenio (única parte que, además 26-15

       de los zapatos, dejaba ver de su vestido la extensísima

       capa de grana) eran blancas, y los zapatos negros, con

       hebilla de oro. Pero luego que el calor del campo lo

       obligó a desembozarse, vídose que llevaba gran corbata

       de batista; chupa de sarga de color de tórtola, muy 26-20

       festoneada de ramillos verdes, bordados de realce; calzón

       corto, negro, de seda; una enorme casaca de la

       misma estofa que la chupa; espadín con guarnición de

       acero; bastón con borlas, y un respetable par de guantes

       (o quirotecas) de gamuza pajiza, que no se ponía nunca 26-25

       y que empuñaba a guisa de cetro.

      El alguacil, que seguía a veinte pasos de distancia al

       señor Corregidor, se llamaba Garduña, y era la propia estampa de su nombre.—Flaco, agilísimo; mirando adelante y atrás y a derecha e izquierda al propio tiempo 26-30 que andaba; de largo cuello; de diminuto y repugnante rostro, y con dos manos como dos manojos de disciplinas, parecía juntamente un hurón en busca de criminales, la cuerda que había de atarlos, y el instrumento destinado a su castigo. 27-5

      El primer corregidor que le echó la vista encima,

       le dijo sin más informes: «Tú serás mi verdadero alguacil...»—Y ya lo había sido de cuatro corregidores.

      Tenía cuarenta y ocho años, y llevaba sombrero de 27-10

       tres picos, mucho más pequeño que el de su señor (pues

       repetimos que el de éste era descomunal), capa negra

       como las medias y todo el traje, bastón sin borlas, y una

       especie de asador por espada.

      Aquel espantajo negro parecía la sombra de su vistoso 27-15

       amo.

      IX

      ¡ARRE, BURRA!

      Por dondequiera que pasaban el personaje y su

       apéndice, los labradores dejaban sus faenas y se descubrían

       hasta los pies, con más miedo que respeto;

       después de lo cual se decían en voz baja:

      —¡Temprano va esta tarde el señor Corregidor a ver 28-5

       a la señá Frasquita!

      —¡Temprano... y solo!—añadían algunos, acostumbrados

       a verlo siempre dar aquel paseo en compañía

       de otras varias personas.

      —Oye, tú, Manuel: ¿por qué irá solo esta tarde el 28-10

       señor Corregidor a ver a la navarra?—le preguntó una

       lugareña a su marido, el cual la llevaba a grupas en la

       bestia.

      Y, al mismo tiempo que la pregunta, le hizo cosquillas,

       por vía de retintín. 28-15

      —¡No seas mal pensada, Josefa! (exclamó el buen

       hombre). La señá Frasquita es incapaz...

      —No digo yo lo contrario... Pero el Corregidor no

       es por eso incapaz de estar enamorado de ella... Yo he

       oído decir que, de todos los que van a las francachelas 28-20

       del molino, el único que lleva mal fin es ese madrileño

       tan aficionado a faldas...

      —¿Y qué sabes tú si es o no aficionado a faldas?—preguntó

       a su vez el marido.

      —No lo digo por mí...¡Ya se hubiera guardado,

       por más corregidor que sea, de decirme los ojos tienes

       negros!

      La que así hablaba era fea en grado superlativo.

      —Pues mira, hija, ¡allá ellos! (replicó el llamado 29-5

       Manuel). Yo no creo al tío Lucas hombre de consentir...¡Bonito

       genio tiene el tío Lucas cuando se

       enfada!...

      —Pero, en fin, ¡si ve que le conviene!...—añadió

       la tía Josefa, retorciendo el hocico. 29-10

      —El tío Lucas es hombre de bien...(repuso el

       lugareño); y a un hombre de bien nunca pueden convenirle

       ciertas cosas...

      —Pues entonces, tienes razón...¡Allá ellos!—¡Si

       yo fuera la señá Frasquita!... 29-15

      —¡Arre, burra!—gritó el marido, para mudar la

       conversación.

      Y la burra salió al trote; con lo que no pudo oírse

       el resto del diálogo.

      X

      DESDE LA PARRA

      Mientras así discurrían los labriegos que saludaban

       al señor Corregidor, la señá Frasquita regaba y barría

       cuidadosamente la plazoletilla empedrada que servía de

       atrio o compás al molino, y colocaba media docena de

       sillas debajo de lo más espeso del emparrado, en el cual 30-5

       estaba subido el tío Lucas, cortando los mejores racimos

       y arreglándolos artísticamente en una cesta.

      —¡Pues sí, Frasquita! (decía el tío Lucas desde lo

       alto de la parra):


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