Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio. Barbara Hannay

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Luz de alegría - El novio perfecto - Un buen novio - Barbara Hannay


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clientes que los van a atracar.

      –¡Mis muchachos no harían nunca una cosa así! Señora, usted ha decidido venir a este local sabiendo perfectamente a qué nos dedicamos. Nadie la ha obligado a entrar.

      La mujer se quedó boquiabierta.

      –¿Estás diciendo que no me quieres como clienta?

      Neen depositó la libreta y el bolígrafo bruscamente sobre la mesa y se llevó las manos a las caderas.

      –Le estoy diciendo que si va usted a frecuentar esta cafetería, deberá tratar a mis empleados con el respeto que se merecen.

      Rico estaba llegando al local. Cruzó los dedos y miró por el primer ventanal. Había tres mesas ocupadas y más clientes un poco más allá. El nudo que tenía en la garganta se aflojó. Abrió la puerta, entró en el local y… se quedó paralizado. A poco más de un metro de distancia estaba Neen, con las manos en las caderas, enfadada, imponente, y él no pudo hacer otra cosa que mirarla boquiabierto. El calor inundó sus venas y la entrepierna se le endureció. Era incapaz de mover un solo músculo. Se humedeció los labios y alcanzó a oír las últimas palabras de Neen: «… deberá tratar a mis empleados con el respeto que se merecen». Entonces miró a la destinataria de la reprimenda y el pecho se le encogió de tal manera que casi le cortó el flujo sanguíneo. Se llevó el pulgar y el índice a los ojos.

      –Hola, mamá.

      Neen se quedó inmóvil y lo miró con los ojos como platos.

      –¿Esta señora es tu madre? –preguntó y, volviéndose a su madre, añadió–: ¿Es usted la señora D’Angelo?

      –La misma.

      Neen levantó un dedo en forma de advertencia.

      –Siéntense aquí. No estoy dispuesta a tolerar una escena, ¿entendido?

      –Por supuesto –le aseguró él, deseando sentirse tan seguro como aparentaba.

      Neen no se movió hasta que la madre asintió también.

      –Gracias. Siéntense y disfruten.

      Ambos tomaron asiento y ella comenzó a alejarse. Rico se removió inquieto en la silla.

      –Hola, mamá.

      –Hijo.

      –¿Qué estás haciendo aquí?

      –Quería ver por mí misma la cafetería en la que has estado perdiendo el tiempo. Quería ver a los criminales que empleas para poder identificarlos el día que te encuentren muerto en un callejón.

      Por encima del hombro de su madre, Rico vio cómo Neen recomponía el cuello de la camisa de Luke, le alzaba la barbilla y le enderezaba los hombros. Dijo algo que hizo al chico sonreír antes de ponerle una libreta en las manos y señalar a unos clientes que estaban esperando. Sintió como si una mano enorme se le metiera bajo el pecho y le exprimiera el corazón y deseó que la mujer que tenía enfrente le hubiera demostrado a él la misma ternura.

      –No es una pérdida de tiempo. Estamos haciendo un buen trabajo. Y, para que lo sepas, ninguno de estos chavales tiene antecedentes; no suponen una amenaza para nadie.

      –¡Pamplinas!

      Ojalá fuera la preocupación lo que había llevado a su madre hasta allí, en lugar de diez años de cólera y amargura. «Cólera y amargura que te tienes bien merecidas», pensó.

      Hacía tiempo que había dejado de esperar ganarse la aprobación de su madre. Le falló y ella nunca se lo había perdonado. Si pudiera retroceder en el tiempo… pero no era posible.

      Neen dispuso frente a ellos dos tazas de capuchino humeante y dos grandes tajadas de su tarta agria de manzana acompañadas de una generosa ración de nata King Island. A Rico se le hizo la boca agua. Neen apretó los labios, cruzó los brazos y los miró atentamente.

      –Venga, pruébenlo.

      Él no necesitó más incentivo. Tomó con la cuchara un gran pedazo de tarta y nata y se la metió en la boca. Los ojos se le entrecerraron al saborearla y tuvo que reprimir un gemido de gusto, mientras su madre no le quitaba ojo.

      Él farfulló una disculpa.

      –Hoy no he almorzado y estoy hambriento. Y esto… está increíblemente bueno.

      Cuando su madre se dignó a probar la tarta se le abrieron mucho los ojos.

      –¿La has hecho tú? –le preguntó a Neen en un tono que había perdido su beligerancia.

      –Sí, es la receta de mi abuelo.

      –¿Te ha dicho Rico que soy propietaria de un restaurante?

      –No.

      –¿Te importaría darme esa receta?

      –No le va a salir gratis.

      Rico se atragantó, pero su madre tomó su bolso inmediatamente.

      –¿Cuánto?

      Neen soltó una carcajada.

      –Guárdese el monedero, señora D’Angelo. No es dinero lo que quiero –dijo mirando a Luke, que estaba sirviendo dos batidos en una mesa cercana–. Es su primer día, y usted ha estado a punto de quebrar su confianza. Si se disculpa, le daré la receta.

      La mujer miró al chico y luego a la tarta. Luego se echó hacia atrás y dirigió la vista hacia Neen.

      –Rico me ha dicho que estos chicos no han tenido problemas con la policía.

      –Correcto.

      Apretó los labios y asintió.

      –Dile que venga cuando se quede libre. Y después, ¿te sentarás con nosotros?

      –Lo haré encantada.

      Unos momentos más tarde, Luke apareció junto a Rico.

      –Señora, Neen me ha dicho que quería hablar conmigo.

      Rico se sintió orgulloso del muchacho. Estaba haciendo lo posible por mantener la profesionalidad a pesar de los prejuicios de la señora D’Angelo, y él sabía muy bien lo mucho que le estaría costando a un chico acostumbrado a librar sus batallas de una manera diferente.

      –Joven, te debo una disculpa. Me he precipitado en mis conclusiones y te he dicho cosas que no debía. Es obvio que eres muy trabajador y tu jefe debe de estar muy orgulloso de ti.

      Luke alzó mucho las cejas, como si le costara creer lo que estaba oyendo.

      –Muchas gracias, señora –balbuceó y, tras dirigirle a Rico una mirada rápida, volvió a la cocina.

      Treinta segundos después Neen regresó con un café y un trozo de tarta para ella.

      –Me temo que yo también me he saltado el almuerzo.

      –Son gajes del oficio.

      La madre de Rico le tendió una mano.

      –Bonita D’Angelo.

      Neen se la estrechó.

      –Neen Cuthbert.

      Las dos mujeres se pusieron a hablar y Rico sintió que sobraba. En su madre, no lo sorprendía, ¿pero en Neen? La miró. Su piel era suave y sonrosada, sus labios, cálidos y sensuales, y Rico sintió una palpitación en la entrepierna. Trató de centrarse en la tarta y el café.

      –También te debo una disculpa a ti, Neen, por hablarle a tu camarero como lo hice. Pero… –suspiró hondo–, vivo con la angustia permanente de que Rico aparezca algún día apuñalado o algo peor.

      Su preocupación maternal era pura apariencia, él lo sabía muy bien. Tras ella había una voluntad de acero dispuesta a doblegarlo.

      –Lo entiendo –intervino Neen–. Pero es todo un hombre y puede cuidar de sí mismo. Le aseguro que los que trabajan aquí no suponen ninguna amenaza.


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