Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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encaminados a ordenar las faenas, y sobre todo a «corregir» diversos hábitos y disposiciones plebeyas que tenían efectos perniciosos sobre su rendimiento productivo. Uno de los primeros oficios en concitar la atención oficial, situación bastante lógica en una economía que ya había optado por la vocación exportadora, fue el de la carga y descarga de mercaderías en los puertos, ejecutada por los denominados «jornaleros» y «lancheros». Como ya lo han estudiado Aldo Yávar y Sergio Grez, estas labores fueron organizadas por el gobierno mediante el «Reglamento y tarifa para el gremio de jornaleros del puerto de Valparaíso», decretado en abril de 1837224. Junto con regularizar cuidadosamente el servicio y restringir su ejecución sólo a trabajadores debidamente matriculados, la normativa creaba una caja de ahorros de carácter obligatorio, cuyos fondos estaban destinados a aliviar contingencias como la enfermedad, la invalidez o la muerte.

      Considerando la centralidad que comenzaba a adquirir la minería como rubro productivo y comercial, y la consiguiente aparición en ella de las primeras relaciones laborales de carácter propiamente capitalista, no llama la atención que en su entorno se haya desatado un interés gubernamental particularmente manifiesto. La política de disciplinamiento y proletarización implementada por el empresariado minero, cuidadosamente estudiada por María Angélica Illanes y otros autores225, contó con el apoyo decidido del estado a través de su acción policial y legal, y también mediante reglamentos laborales de intención análoga a lo ya efectuado con el Gremio de Jornaleros. Tomó así cuerpo un reglamento elaborado por el propio gremio empresarial de minería, a instancias de una autoridad regional abrumada por «el desorden y la desmoralización que habían llegado a su colmo en los minerales de Chañarcillo», y que recibió la sanción del Poder Ejecutivo en abril de 1841.

      En el oficio que a tal efecto remitió el intendente de la Provincia de Coquimbo, a la que aún pertenecía la región de Copiapó, se aludía a los constantes robos perpetrados por «trabajadores corrompidos por la multitud que allí se establecía con distintas ocupaciones y ejercicios», así como a «la inmoralidad y escándalos que allí había», todo lo cual redundaba en «incalculables perjuicios que sufrían los dueños de minas por este desorden y la paralización de sus labores de beneficio»226. En tal virtud, el reglamento propuesto y aprobado establecía diversas disposiciones atingentes al régimen interno de los campamentos y placillas, a la movilidad de los peones, al pago de salarios, al comercio permitido y prohibido, e incluso a la alimentación. En el apartado correspondiente a «disposiciones generales» se insistía en varias prohibiciones que ya han comparecido nutridamente en estas páginas, tales como las que afectaban a los juegos de azar (sólo se consideraban diversiones lícitas «el billar, las canchas de bolos y—paradójicamente—las riñas de gallos»), la internación de licores, el cargar armas de cualquier tipo, y en una innovación ideada exclusivamente para aquellos parajes mineros de alta concentración masculina, la de entrar o permanecer en ellos ninguna mujer. Ni siquiera las casadas podían visitar a sus maridos en las faenas, salvo que contasen con un permiso especial y por escrito del gobernador departamental227. Como se ve, en la zona productiva más estratégica del país, la contracción al trabajo no debía exponerse a distracciones o alteraciones de ninguna especie.

      Por aquel mismo tiempo, y aproximándose ya el término de la administración Prieto, El Araucano reflexionaba sobre los beneficios que ésta dejaba al país, y sobre los desafíos que enfrentaba la que habría de asumir la sucesión. «Una era de paz y orden, de seguridad y organización», argumentaba, «debía preparar y aun iniciar otra de adelantamientos y mejoras de todo género, y abrirnos la puerta, por decirlo así, del bienestar y prosperidad». A un gobierno consagrado al orden, en otras palabras, debía seguir casi como por fuerza natural otro consagrado al progreso. Sin embargo, añadía, «la historia de todos los países, como la de todos los tiempos, y principalmente la del nuestro, nos demuestra claramente que es del todo ineficaz la acción de los gobiernos, en materia de adelantamientos, cuando no es asegundada por la cooperación unánime y espontánea de los gobernados», por lo que cualquier medida encaminada a apoyar el desarrollo material «quedaría inútil y sin resultado, si se encontrase con un pueblo indolente o desaplicado, vicioso o enemigo del trabajo»228. Así, lo que ya se había insinuado incipientemente en casos como el del Gremio de Jornaleros de Valparaíso o la peonada de Chañarcillo, debía ahora proyectarse a un plano más sistemático y general. Con un pueblo ilustrado, disciplinado y trabajador, el tránsito desde el orden hacia el progreso debía quedar más expedito.

       4. Un balance problemático: la refractariedad de la plebe

      El 18 de septiembre de 1841, Joaquín Prieto se dirigió por última vez como presidente al Congreso Nacional. Más que satisfecho con el desenlace de su decenal gestión, invitaba a sus auditores a recordar «aquellos días de zozobra en que nada parecía vaticinar a nuestra patria un destino más próspero que el de otros pueblos hermanos». Desgarrada por la crisis de la independencia y por las normales tribulaciones de un estado naciente, la sociedad chilena se había visto afectada por «la exageración de principios, que en todas partes ha traído en pos de sí la inseguridad, el desorden, la dilaceración, la inmoralidad, y todos los vicios y males de una larga y a veces incurable anarquía». En tan alarmante contexto, la necesidad que su gobierno había venido a llenar, según él exitosamente, era la de instalar «un orden moderador, que pusiese trabas a los elementos de disociación». Entre éstos, de más está decirlo, figuraban con especial relieve los encarnados en una plebe levantisca, viciosa, y, para peor de males, con cuotas altamente inconvenientes de figuración política. Fruto de su remoción, concluía, «nuestro edificio social ha descollado sereno y majestuoso en medio de tempestades que han sembrado de escombros todas las secciones del territorio hispano-americano; y a su sombra no sólo han desarrollado rápidamente los gérmenes de prosperidad material, sino la cultura del entendimiento, y los goces de una civilización refinada»229.

      Anticipando de manera casi idéntica las palabras del presidente saliente, El Araucano se congratulaba algunos meses antes de que «la nación que acababa de salir de la anarquía y la guerra civil, entregada ahora a la industria y al trabajo, no sólo vio desaparecer pronto hasta las últimas trazas de los males pasados, sino que también empezó a disfrutar de una prosperidad y adelanto, desconocidos antes en este país o en cualquiera otro de los hispano-americanos»230. Haciendo referencia específica al problema del orden social, el periódico oficial aseguraba que «ahora vivimos en medio de la más completa seguridad», y precisaba: «los delitos se castigan con la prontitud y severidad necesarias: todo ha cambiado de aspecto; y la generalidad del pueblo ha llegado a conocer cuán perjudicial era para la represión del crimen, para la seguridad y la moral, la antigua compasión o mal entendida caridad para con los delincuentes»231. Este reconocimiento popular se hacía a su juicio extensivo al conjunto de la obra portaliana, lo que habría quedado en evidencia con el todavía reciente triunfo en la Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, reforzado por «el entusiasmo público que siguió a nuestros bravos desde su embarque y les acompañó en todos sus pasos y acciones», lo que permitía concluir que «el espíritu nacional estaba formado, y no era extraño que produjera tan grandes resultados». En suma, la estabilidad del orden autorizaba a proclamar «sin temor de la menor contradicción, que la revolución había terminado en Chile, y que este país afortunado sobre los que tuvieron el mismo origen y emprendieron una misma carrera, salía el primero de ella con honor y gloria, para entrar en la vida ordinaria de los pueblos cultos, que sin tocar a los fundamentos del edificio social (énfasis mío), sólo aspiran a mejorarlo y embellecerlo»232.

      ¿Se justificaba realmente tanto triunfalismo? La propia documentación oficial, ya sea de cuño administrativo o periodístico, permite ponerlo en duda. Ateniéndose estrictamente al orden de lo social, es significativo que antes de transcurrido un mes desde la muerte de Diego Portales, la peonada del mineral de Chañarcillo, enardecida por la aplicación de la pena de azotes a uno de sus compañeros acusado de robar «piedras ricas» (acto que en la jerga minera se conocía como «cangalla»), se haya sublevado en masa contra las autoridades locales, configurando lo que María Angélica Illanes califica como una de las primeras rebeliones con «expresa identificación de clase» de la era pelucona233.


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