Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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la conveniencia pública y a la particular, y a la moral que de todos modos debe introducirse y conservarse en los pueblos». Más allá de los costos e inseguridad de los presidios existentes, especialmente el que funcionaba en la Isla de Juan Fernández, o de la urgencia de mejorar unos caminos públicos que la reactivación económica en curso tornaba más transitados, la instalación de los «carros-jaula» tenía la virtud de exhibir a los delincuentes ante el escrutinio general, subrayando «la suerte miserable a que los han condenado sus excesos, y todo esto proporcionará las más eficaces lecciones, en todos los puntos de la República, lecciones que harán aprender sus deberes a los que no han tenido otras proporciones de conocerlos, y que contendrán en su cumplimiento a los que quieran extraviarse; porque siempre estarán a la vista, e impondrán, a los que por desgracia no tienen otro convencimiento que el castigo»173. Tan importante era esta función «comunicacional» del castigo, como la califica Antonio Correa citando a Foucault174, que en una oportunidad el intendente de Santiago se sintió en la obligación de recordar al director del presidio ambulante que éste se había establecido «con el único y exclusivo objeto de castigar y poner en seguridad a los hombres, que, cargados con grandes crímenes, hagan necesaria la aplicación de esta pena», razón por la cual en ningún caso podían recluirse en él, como estaba ocurriendo, presidiarios de ambos sexos, pues dicha promiscuidad sólo conducía a «ofender en alto grado la decencia pública», y «fomentar la inmoralidad de unos y otros, poniéndoles en la ocasión próxima de cometer frecuentes desórdenes»175.

      Valiéndose de la (corta) vida del gañán y bandolero Marcos Baeza, también conocido como «el Maestro», Daniel Palma ha trazado una descarnada radiografía del funcionamiento de la justicia bajo la férula portaliana. Apresado a mediados de 1830 (a los veinte años de edad) por salteador público y ladrón, tres años después Baeza era confinado al presidio de Juan Fernández por un término de diez años, pena que en definitiva no cumplió, por unirse a un motín y fuga verificada en febrero de 1834. Tras ser desembarcado al norte de Cobija, Baeza y su cuñado y compañero de fechorías Simón Yáñez («el Negro»), se devolvieron a pie hasta sus tierras natales en el Maule, trabajando por el camino como peones. A mediados de 1836 era apresado nuevamente, acusado esta vez por salteo y doble homicidio, lo que le valió ser sentenciado a muerte, tras extraérsele una confesión a punta de azotes. Pese a que el defensor fiscal argumentó que la pena adjudicada no era propia de un país ilustrado y «emancipado 27 años hace», que la confesión era inválida por haber sido obtenida a latigazos (un total de 281 en cuatro días consecutivos, según declaración del propio inculpado), y que era más útil para el país utilizar a esos reos para las obras públicas o para enviarlos a combatir contra la Confederación Perú-Boliviana, Baeza enfrentó igualmente el pelotón de fusilamiento el 28 de septiembre de 1837. Una vez muerto se le cortaron la cabeza y las manos, las que fueron colocadas «en los lugares más públicos donde cometió sus horrendos crímenes». De esta forma, y en una ironía de la historia, la carrera delictual del «Maestro» coincidió casi a la fecha con la de Diego Portales a la cabeza de los asuntos del estado176.

      Esta sombría coincidencia da pie a Daniel Palma para emitir un juicio global sobre el sentido y el funcionamiento de la justicia portaliana, obsesionada por lo que reputaba la «plaga del bandolerismo». Sin negar la existencia real del robo, el abigeato o el salteo, este autor enlaza la supuesta proliferación de actividades delictuales con los temores de la elite frente a un sujeto plebeyo que, como se vio en el apartado anterior, era difícil de controlar e imposible de domesticar: «el bandido personificó todos aquellos rasgos temidos y peligrosos que alimentaban las peores pesadillas de la clase dominante al iniciarse la década de 1830». Lo peor era que, para conjurar esos «fantasmas de Portales», no se contaba con instituciones judiciales bien establecidas o con leyes a la altura de los tiempos. Respecto de las primeras, la falta de jueces competentes y la precariedad de un aparato estatal recién en proceso de articulación dejaban la administración de la ley en manos muchas veces inoperantes, y otras abiertamente arbitrarias. Hacia el término del decenio de Prieto existían en todo el país apenas catorce juzgados de primera instancia y dos cortes superiores (estas dos últimas en Santiago), lo que se traducía en que el ejercicio concreto de la justicia a menudo recayese en personas sin conocimientos jurídicos o, como ya ocurría en tiempos de la Colonia, en los poderosos locales177. Esta medida ya había sido recomendada en 1831 por la Corte Suprema, para quien los cargos subalternos de gobierno y policía debían confiarse a «los vecinos más instruidos y respetables en todos los pueblos»178. Los propietarios, argumentaba años después en el mismo sentido el periódico oficial, eran los más calificados para asumir tales funciones, pues «la subsistencia de la propiedad está ligada necesariamente al orden, y en el desorden encuentra su destrucción»179. De esa forma, las insuficiencias materiales del aparato estatal podían ser suplidas por los beneficiarios directos del orden que se pugnaba por imponer, aun cuando ello implicara desacreditar al poder público en una de sus funciones fundamentales, y de paso dejar al desnudo el carácter de clase del proyecto portaliano. Por otra parte, y como bien lo ha demostrado Mauricio Rojas, la institucionalidad judicial también podía ser utilizada en su propio provecho por los actores subalternos, convirtiéndose más en un campo de disputa social que en un instrumento unilateral del estado180. Por el lado que se lo mire, entonces, la eficacia controladora de dicho aparato quedaba seriamente interpelada181.

      En lo que respecta a la renovación de los marcos legales vigentes, ya desde los primeros días del régimen quedaba claro para las máximas autoridades judiciales que éstos, «nacidos en las tinieblas de tiempos tan oscuros y remotos, y hechos para pueblos de un carácter y costumbres tan diferentes del nuestro», constituían «una barrera muy débil para contener los crímenes». Sin embargo, «la organización del código criminal de un pueblo es una de las grandes épocas de la vida de las naciones, y no está en nuestras manos anticipar el tiempo y las circunstancias en que deba suceder, si alguna vez ha de llegar para nosotros esta época dichosa»182. Dicho de otra forma, la elaboración y dictación de nuevos códigos debía ser una labor ardua y dilatada, pese a los desvelos de los principales juristas del régimen, Andrés Bello y Mariano Egaña183. «Leyes orgánicas constitucionales, policía, juzgados, código civil y criminal, código de procedimientos. ¡Cuánto nos resta por hacer!», exclamaba a comienzos de 1836 el primero de los nombrados; «¡qué intervalo tan considerable entre nuestra situación presente y el punto a que debemos llegar para llamarnos un pueblo libre y constituido!»184. En las postrimerías de la administración Prieto, todavía El Mercurio de Valparaíso denunciaba «los vicios y lagunas de la antigua legislación, y la necesidad en que nos hallamos de emprender una reforma pronta, general y absoluta»185. Así las cosas, concluye por su parte Palma, «las tentativas por estructurar un verdadero aparato judicial, dotado del personal apropiado y preocupado de impartir verdaderamente justicia según los principios ilustrados, quedaron a medio camino, o más bien, en el punto de partida». De ahí también, siguiendo al mismo autor, que al menos durante este primer decenio portaliano, el principal y casi único recurso para combatir la «plaga del bandolerismo» fuese la justicia sumaria y el endurecimiento de las penas corporales, incluyendo la de muerte. O dicho de otra forma, que el disciplinamiento plebeyo a la postre descansara más sobre el azote (ya se hablará del salario en el próximo apartado), que sobre la eficacia de la ley.

      ¿Qué tanto éxito tuvo esta cruzada judicial y policial? Años más tarde, el memorialista José Zapiola recordaría, polemizando con el Juicio Histórico de Lastarria a Portales, que la acción del recordado ministro había permitido superar una situación en la que «era preciso felicitarse el día en que en el pórtico de la cárcel sólo aparecía un cadáver apuñalado, cuyo asesino quizá estaba entre los curiosos espectadores», y cuando en el solo año de 1828 habían ocurrido 800 asesinatos en la capital186. El discurso oficial de la época concordaba plenamente. Ya en su Mensaje de 1835, el presidente Prieto se congratulaba «de la acelerada disminución en el número de estos delitos atroces que pocos años ha se cometían en esta ciudad y sus cercanías; disminución que no podréis menos de mirar como una señal evidente de la mejora que se verifica alrededor de nosotros en la condición moral del pueblo, y que bajo los auspicios de la paz y de la industria, se difundirá en breve a todos los ángulos de la República»187.


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