Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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que la licencia acataba con ofensa de la justicia», y que claramente obedecían «a teorías inaplicables a las circunstancias del país». Especialmente destacable le parecía «la restricción del derecho de sufragio, barrera formidable que se ha opuesto a los que en las elecciones hacían de la opinión pública el agente de sus aspiraciones secretas. Únicamente se ha concedido esta preciosa facultad a los que saben estimarla, y que son incapaces de ponerla en venta»113. También celebraba la supresión de las asambleas provinciales, resabio de «la fiebre federal que en los tiempos anteriores hubo de devorarnos», y cuyo principal oficio había sido el de «servir de hincapié a las revoluciones». En la nueva carta, se jactaba, el nombramiento de intendentes provinciales y jueces letrados se confería a las instancias a quienes «naturalmente» les correspondía, vale decir, al Poder Ejecutivo. En suma, «la organización del gobierno de Chile establecido por la Constitución reformada, es la más adecuada que puede apetecerse»114.

      Muy parecidos fueron los juicios pronunciados por el Presidente de la República, Joaquín Prieto, en la ceremonia de promulgación de la nueva carta. Sus redactores, aseguraba el mandatario, «despreciando teorías tan alucinadoras como impracticables», sólo se habían preocupado de «asegurar para siempre el orden y tranquilidad pública contra los riesgos de los vaivenes de partidos a que han estado expuestos». En su opinión, el nuevo ordenamiento institucional ponía fin «a las revoluciones y disturbios a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia», conectando así explícitamente la crisis que se quería superar con la ruptura hegemónica instalada por el colapso del régimen colonial. Lo propio afirmaba su ministro del Interior Joaquín Tocornal en su memoria de 1834: «las empresas útiles han sucedido a las convulsiones políticas; el hábito del orden se fortifica, sus inestimables beneficios se sienten y aprecian; y el respeto a las autoridades constituidas ocupa el lugar de aquel desenfreno licencioso, que se equivocaba con la libertad y que sólo sirve para abrir su sepulcro»115. Dos años después, ya en vísperas de la reelección de Prieto a la primera magistratura, El Araucano todavía pulsaba la misma cuerda, agradeciendo que «las tempestuosas agitaciones, que suelen acompañar estas crisis políticas, no turban nuestra quietud, los odios duermen, las pasiones no se disputan el terreno, la circunspección y la prudencia acompañan el ejercicio de la parte más interesante de los derechos políticos». E ironizaba, a modo de conclusión, con la previsible frustración de aquellos sectores críticos que supuestamente «querrían que este acto fuese solemnizado con tumultos populares, que le presidiese todo género de desenfreno, que se pusiesen en peligro el orden y las más caras garantías: ¡Oh! ¡Nunca lleguen a verificarse en Chile estos deseos!»116.

      De esta forma, los políticos y legisladores portalianos se hacían partícipes de los temores que invadieron en la Europa postrevolucionaria a numerosos círculos de opinión liberal que, sin renunciar a las ideas fundantes de 1789, tomaron categórica distancia de los «excesos» derivados de una aplicación a su juicio demasiado literal del principio de soberanía popular, error en el que también habría incurrido el pipiolaje chileno de los años veinte117. Como lo dejan en evidencia todas las expresiones reproducidas en los párrafos anteriores, la presencia plebeya en los espacios de deliberación y decisión política, ya fuese en clave electoral o tumultuaria, resultaba a todas luces inconveniente para el logro de ese objetivo supremo que era el restablecimiento del orden, entendido como acatamiento a las jerarquías sociales y políticas de viejo o nuevo cuño. Una encarnación hasta cierto punto extrema de esos temores fue la conformada por la montonera de los hermanos Pincheira, defensores empecinados de una causa realista militarmente desahuciada desde mediados de la década anterior118. Pese a reivindicar hasta el final su condición de movimiento político, esta guerrilla sólo mereció del gobierno portaliano una estigmatización como mero desborde destructivo o delictual, verdadero paroxismo de la «barbarie» plebeya contra la que se había declarado la guerra total. Haciéndose eco retrospectivo de ese sentimiento, el historiador conservador Ramón Sotomayor Valdés descalificaba el posicionamiento doctrinario de los Pincheira –a quienes denominaba «bárbaros» y «bandidos»– como «un ridículo pretexto para alzarse contra la sociedad y sus leyes más sagradas», en tanto que Diego Barros Arana, otro historiador emblemático del siglo XIX, descartaba el apoyo social que éstos conservaron hasta el final en la zona de Chillán como mero «fanatismo político o religioso, o depravación moral»119. Al representarlos como delincuentes, la opinión patricia podía descartar, sin mayores argumentos, su interpelación en clave política a la tarea de ordenamiento portaliano.

      Consumada la derrota final de la guerrilla a manos del general Bulnes a comienzos de 1832, el propio ministro Portales no disimulaba su euforia en una carta escrita desde Valparaíso: «alcé las manos al cielo y recé el credo en cruz… la noticia ha endulzado mi alma y parece que me hubieran regalado 100 talegas. Felicite Ud. a mi nombre al Presidente, y dígale que cuando a Bulnes escriba, le diga de mi parte muchas cosas, especialmente por la viveza con que ha hecho jugar el fusil; pues esos facinerosos son incorregibles y habrían vuelto a formar montoneras, si Bulnes no les hubiese aplicado ese remedio tan radical». Instaba asimismo a su interlocutor a inducir al Araucano a resaltar el logro «en una hora» de lo que los gobiernos pipiolos no habían podido hacer en diez años120.

      Recogiendo la recomendación ministerial, el órgano oficial aseguraba pocos días después que «ningún objeto más glorioso podía ofrecerse al gobierno de Chile que la destrucción de la gavilla de salteadores que capitaneaba Pincheira», librando al país tras catorce años del «yugo espantoso de las devastaciones de estos bárbaros». Luego de reconstruir minuciosamente dichas devastaciones, tal como lo había sugerido Portales en su carta, y enlazando abundantes referencias a «las ruinas de las provincias del sur, los gemidos de familias desoladas, el abandono de campos fecundos, la sangre vertida, de que ellos mismos han sido testigos, los alaridos de las víctimas y todos esos males que muchas veces han lamentado», el articulista daba cuenta de las exigencias de Pablo Pincheira de que se respetase su adhesión a la monarquía española como «condiciones muy ignominiosas en que el gobierno no podía convenir», y mero pretexto para que «se le dejaran bajo sus órdenes los forajidos que le acompañaban», y «se permitiese vivir en Chile a su gavilla como al resto de los ciudadanos honrados». Por último, homenajeaba a Bulnes, «ese verdadero ciudadano armado que en 829 (sic) fue mandado por los pueblos a la vanguardia del ejército que sostuvo la causa de sus leyes», por haber logrado introducirse «en los aduares de la semi-horda» y «con la vehemencia del rayo libertar a Chile en pocas horas de esos enemigos que lo devoraban»121.

      El propio Bulnes, en el parte elevado a sus superiores para dar cuenta de su tan celebrada hazaña, se refería al enemigo derrotado como «horda de bandidos», unida casi como por un lazo carnal con «los bárbaros pehuenches», cuyo exterminio era calificado por el general vencedor como «la más interesante parte de este triunfo»122. Por su parte, el presidente Prieto se sumaba al coro de alabanzas señalando al Congreso que «conquistada la independencia a costa de infinitos sacrificios, aún nos restaba por conquistar la propiedad y seguridad individual constantemente atacada por una horda de bandidos» –la misma expresión de Bulnes–»que validos de su movilidad, han desolado nuestros campos esparciendo en ellos la desolación y la muerte por espacio de catorce años, hasta que últimamente un conjunto de acertadas disposiciones debidas a la experiencia, actividad y pericia del general en jefe, proporcionaron la ocasión de atacarlos y concluirlos de un modo que jamás volverán a sentirse sus estragos»123. «El hacendado», concurría exultante El Mercurio de Valparaíso, «podrá contar segura la posesión de sus intereses», en tanto que «el pacífico labrador se entregará tranquilo al cultivo de las fértiles campiñas, que han servido tantas veces de abrigo a los bárbaros del interior de la cordillera»124. El exterminio de los Pincheira, en suma, hermanaba el restablecimiento del orden político-militar con el afianzamiento de un derecho de propiedad que, al menos en la mente de las autoridades portalianas, nunca estaría garantizado bajo condiciones de «desenfreno» plebeyo.

      En ese contexto, el júbilo exteriorizado por los más distinguidos personeros del orden emergente, y el mismo vocabulario empleado para referirse a los Pincheira y a la trascendencia de su derrota, aportan elementos sugerentes para calibrar


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