Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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medida, que al parecer había perjudicado algunos intereses económicos locales, Urízar Garfias distribuyó un cuestionario entre las autoridades subalternas, curas párrocos, jueces de primera instancia y «personas notables de cada pueblo» de su jurisdicción. Se les preguntaba allí si la «extinción» de los cuestionados establecimientos había aumentado o disminuido los delitos, y si había provocado «desórdenes y males de otro género» que se hubiesen hecho «trascendentales a las masas»140.

      Las respuestas recibidas permiten formarse una idea del imaginario que rodeaba a las chinganas, y por tanto a la sociabilidad y la conducta popular en su conjunto, entre lo que podría denominarse los «cuadros de base» del orden portaliano. El juez de primera instancia de la ciudad de Los Andes, por ejemplo, afirmaba que con su prohibición se había «mitigado el adulterio, la embriaguez por las calles y plazas, el taurismo (asistencia a las corridas de toros), el ocio, el hurto, el escándalo público, y en fin todo lo que no es capaz de relacionar en innumerables líneas». Para el gobernador de Quillota, gracias a la providencial medida de su superior «han cesado las riñas, los delitos han mermado, la corrección de costumbres en una gran parte se han mejorado» y las madres y esposas no seguían padeciendo de la dilapidación, por parte de sus hijos y maridos, de «cuanto habían ganado con el sudor de sus rostros durante toda la semana». En un registro más «pragmático», valoraba también este funcionario que ya «no se oían quejas de los hacendados y demás vecinos honrados haciendo presente los males que causaban las chinganas con perjuicio de la agricultura». En comprobación de este juicio, el hacendado José Tomás Rodríguez informaba que «al faltarles este asilo de los vicios», los trabajadores no disipaban sus salarios en la embriaguez y liberaban a sus familias de la miseria, además de desaparecer las puñaladas, «antes tan frecuentes». Y por cierto, «la agricultura no carece de brazos que veíamos con dolor los hacendados, careciendo los lunes y muchos toda la semana de los trabajadores entretenidos en las tabernas». Por último, el cura párroco de la villa de Putaendo se congratulaba de que «la moral y la religión han recobrado su divino imperio; la civilización y el trabajo han vuelto a ocupar el lugar que les tenía usurpado la molicie y la corrupción; y la prosperidad y abundancia se va aumentando a medida que los hombres se van viendo libres de estrellarse en los muchos escollos que a cada paso se presentan en las chinganas donde su trabajo, honradez y probidad todo desaparece a un tiempo».

      Tan elocuente beneplácito, que podría seguirse ilustrando con muchos otros testimonios reunidos en el expediente citado, da cuenta de una percepción generalizada entre los sectores dominantes de lo que otro hacendado informante calificaba como «el estado de corrupción en que se encuentran nuestras campañas» y la sociedad plebeya en general. Es interesante a este respecto destacar que el intendente Urízar Garfias y sus subalternos tuvieron especial cuidado en distinguir «el mal» inherente a la sociabilidad propia de bodegones y chinganas de la convivencia puertas adentro en las casas de «lo que se llama la gente decente» (palabras textuales del intendente), aun cuando esta última también estuviese acompañada del canto, del baile y del consumo de alcohol. En el fondo, y en el largo plazo, el problema a «resolver» por las autoridades portalianas era la cultura plebeya en sí misma, para lo cual no parecía desacertado empezar por los lugares donde ésta se expresaba más públicamente, como lo eran las chinganas.

      Un sentimiento similar de rechazo provocaba la pasión plebeya por el juego, calificada por El Araucano, junto con la holgazanería, como una de las ocasiones más propicias para inducir al delito: «casi todos los malhechores son hombres sin oficio que se han acostumbrado a ganar el pan estafando al infeliz que cae en sus redes. La policía debe perseguirlos de muerte»141. Abundan en los archivos de intendencias las denuncias y lamentaciones por esta afición, generalmente cultivada bajo el alero de festejos, o de las ya consideradas (y vilipendiadas) chinganas. Advertía a este respecto severamente el intendente de Santiago a uno de sus subdelegados que «en la jurisdicción de U., suelen haber algunas chinganas, y otras juntas donde hay canto y diversión publica, sin embargo de estar absolutamente prohibido por el artículo 39 del bando de policía. No ignorará U. que, esta clase de reuniones son la raíz de donde nacen el juego, la ebriedad, las disensiones en los matrimonios, y toda clase de excesos». El mismo funcionario llamaba la atención de otro de sus subalternos hacia los «muchos y graves desórdenes que a menudo se cometen dentro de la Chacra de Don Gaspar Solar (que no era una chingana), por efecto de la gente que allí se reúne todos los días de fiesta y en algunos otros de la semana, a consecuencia de las ventas, juegos y diversiones de toda clase que en dicho lugar se toleran, con notable perjuicio de la moral pública y del orden interior de las familias»142. Algo similar informaba una autoridad local al intendente de Concepción respecto de la morada de Margarita Trapamilla, en la que «se mantenían juegos de naipe y otros desórdenes que se cometían bajo la sombra de venta de licores y rifas». Habiendo resuelto allanarla, «hallamos una numerosa reunión de hombres y mujeres, unos jugando a los naipes que logré quitar y conservo en mi poder, otros bebiendo licores, otros embriagados y en fin en otra clase de desórdenes, que no pueden sostenerse sin el robo entre gentes que sólo viven de un trabajo miserable como es notorio»143. Todavía en 1842, ya entrado el segundo decenio portaliano, el ministro de Justicia Manuel Montt se veía en la necesidad de escribir a los intendentes «representándoles la lamentable propagación de los juegos de envite y azar, así en la capital de la República como en los demás pueblos del Estado, y los efectos funestos que está produciendo este vicio corruptor de las costumbres públicas y enemigo del bienestar social»144.

      Adicional y singular inquietud provocaban entre las autoridades portalianas los «excesos» a que se abandonaba la plebe con motivo de ciertas fiestas públicas, particularmente las de origen religioso. Como es de suponer, uno de los principales destinatarios de esta censura era el Carnaval, que precisamente por esta época comenzaba a ser sistemáticamente erradicado de la cultura nacional por iniciativa del gobierno. Al aproximarse la fecha de esa fiesta en el año 1834, por ejemplo, el intendente de la Provincia de Coquimbo, José Santiago Aldunate, emitía un bando calificándola de factor de «degradación de la civilización actual», y de testimonio de las «groseras costumbres de aquellos tiempos bárbaros de donde trae su origen». Así y todo, reconocía, «tales ridiculeces, por inveteradas, no es posible desarraigarlas de una vez», razón por la cual la autoridad debía conformarse con «contener el desenfreno que se ha notado antes», prohibiendo el juego de la «chaya» en lugares públicos y el galope a caballo por las calles de la población145. Editorializaba al respecto El Araucano un par de años después: «estos días que por un canonizado abuso parecían exclusivamente destinados a la intemperancia y al desorden, ahora han sido señalados por la moderación y el sosiego: parece que nunca se hubieran visto en Santiago las tumultuosas cabalgatas, las desagradables reuniones de gentes provistas de cencerros y otros semejantes instrumentos, las voces descompasadas, ni tantas acciones ridículas, de que eran tan abundantes los carnavales entre nosotros, lo mismo que en otras muchas partes del mundo civilizado». Y sentenciaba, con no disimulada complacencia: «el pueblo que una vez llegó a gustar los bienes inherentes a la moderación y a la decencia, y a saborearse con los placeres puros aprobados por la recta razón, ya tiene abierto y expedito el camino que le lleva tranquilo al punto de su felicidad verdadera»146.

      Pero no era sólo el Carnaval el que desataba la concupiscencia plebeya, sobre todo en las zonas rurales más alejadas del control gubernamental. Advertía al respecto el intendente de Santiago al aproximarse la Navidad del inaugural año portaliano de 1830 que la costumbre de formar ramadas en aquellos días era «una de las diversiones que a más de corromper la moral perjudican las buenas costumbres, y causan desórdenes que a la Policía le es imposible evitar, ya por la distancia en que se colocan, ya por la clase de hombres que allí comparecen». No sólo ocurrían allí «los mayores excesos por la embriaguez, principal objetivo de esas reuniones, sino también por los juegos prohibidos de que resultan las pendencias y por consiguiente los asesinatos que tantas veces nos han escandalizado»147. De igual forma, y al poco tiempo de haberse congratulado por el eclipse del Carnaval capitalino, El Araucano daba la voz de alarma respecto de los «males gravísimos» provocados por fiestas presuntamente religiosas, tales como las de los santos patronos «y aun las de Corpus Cristi». En ellas, se denunciaba, «al pretexto de celebrar lo más alto y más puro de la religión,


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