Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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bloquearan cualquier prurito de retorno a los territorios ahora vedados.

      Pero como un orden verdaderamente nacional no podía edificarse sobre la base de la exclusión permanente de sus clases populares, un segundo momento de la operación plebeya portaliana consistió en «domesticar» o disciplinar a los expulsos, extrayendo de ellos al menos una aceptación resignada del diseño político y social en vías de implantación. Esto suponía naturalizar conductas de acatamiento espontáneo a la autoridad de las leyes y de las clases superiores, inculcar hábitos de trabajo reglamentado y cada vez más ajenos al control de los propios trabajadores, y en general fomentar una actitud de subordinación acrítica al orden establecido. «La tendencia de la masa al reposo», una disposición que el ministro Portales consideraba consustancial al alma plebeya (o al menos así lo decía en sus escritos), era en realidad en esos momentos más bien un objetivo a lograr.

      Pero no podía ser sino un objetivo transitorio. Porque si lo que se ambicionaba era reemplazar el fenecido estatuto colonial por otro igualmente hegemónico, ahora en clave republicana y «nacional», no bastaba con el acatamiento pasivo de un componente del cuerpo social que, en su doble condición de mayoritario e imprescindible para el funcionamiento colectivo, debía identificarse de manera más auténtica y profunda con dicho proyecto. Para tal efecto, lo que se requería era nada menos que un «reformateo» del ser plebeyo en función de ese imperativo, una suerte de «revolución cultural» que hiciese de la masa «bárbara», «supersticiosa» y «concupiscente» un cuerpo ciudadano en plena sintonía con las demandas de una agenda progresista, capitalista e ilustrada. Materializado ese ambicioso libreto, Chile supuestamente quedaría en una situación expectante para encarar con la frente en alto los desafíos de la modernidad, con el crédito consiguiente para quienes hubiesen conducido el proceso.

      El capítulo que se desarrolla a continuación se propone reconstruir esa secuencia de «desalojo-contención-disciplinamiento» durante el primer decenio del régimen portaliano, aquel que se verificó bajo la presidencia de José Joaquín Prieto (1831-1841). Por supuesto, el ordenamiento sugerido tiene un sentido más analítico que cronológico, pues los componentes de lo que se ha denominado aquí la «operación plebeya portaliana», como cualquier proceso histórico complejo, no se ajustan a un esquema tan pulcro, caracterizándose más bien por la superposición y el aparente «desorden» de los acontecimientos. Sin embargo, se estima que un esquema de ese tipo puede resultar útil para recuperar y dimensionar bien el sentido de la política seguida por ese régimen respecto de los sectores populares, a objeto de hacerlos más funcionales a su propio afán fundacional. Dicho de otra forma, el capítulo persigue reconstruir la etapa inicial de la «construcción social del estado» bajo conducción portaliana, considerando por cierto no tan sólo las iniciativas desplegadas «desde arriba», sino también las respuestas que éstas despertaron entre su «público objetivo»: el mundo plebeyo.

       1. El desalojo

      Antes de cumplirse un año desde la batalla de Lircay (librada el 17 de abril de 1830), el ministro Portales expresaba a la Corte Suprema su preocupación ante el «estado deplorable» en que se encontraba la administración de justicia, a su juicio el «ramo más importante» entre los que debía atender cualquier gobierno serio y con pretensiones de eficacia. Fruto de ello, continuaba, eran las «frecuentes y amargas quejas de varios pueblos de la República por la continua alarma en que pone a sus vecinos la repetición de atroces asesinatos y robos inauditos». Sin negar la efectividad de los hechos denunciados, el presidente del máximo tribunal, Juan de Dios Vial del Río, respondía que el desborde criminal respondía, entre varios otros factores, a «la desorganización política de los pueblos», consecuencia inevitable de las convulsiones que el país venía experimentando desde 1810. Precisaba, para mayor abundamiento, que «cada revolución política arroja, como la erupción de un volcán, una lava de malhechores que por mucho tiempo permanecen cometiendo las depredaciones y atentados más horribles». Era la discordia civil la que «ponía en acción a tan infames agentes», los que al convertir sus intenciones criminales en «objetos de alta política», se «embanderaban» en los partidos, recibían armas, y «aun cuando siguen en la carrera de sus excesos, es con un nuevo colorido que los autoriza para cometerlos peores». Pasada la tormenta, los malhechores «continúan habituados con la impunidad sin máscara alguna en su ejercicio», reforzados adicionalmente por «la copia de prófugos, desertores y otros muchos desvalidos que en estas crisis de horror pierden su pequeña fortuna y carecen de arbitrios para sobrellevar sus deberes». Todo ello, concluía, no podía sino inutilizar el buen funcionamiento de la justicia, «cuyo movimiento regular sólo puede existir en el seno de la paz y del orden»99.

      El desquiciamiento del orden social, reconocido y deplorado por dos de las máximas autoridades del naciente estado portaliano, era así vinculado de manera directa con la crisis del orden político. Empeñados en resolver esta última, los conductores del régimen debían por tanto ocuparse preferencialmente del primero, cuyos principales promotores se encontraban dentro del mundo popular, componente mayoritario de aquella «lava de malhechores» que tanto horror causaba al presidente de la Corte Suprema. Es verdad que, como lo ha demostrado la historiografía relativa al período colonial tardío, los sectores plebeyos nunca habían sido particularmente «mansos» frente a superiores jerárquicos o autoridades establecidas. La insolencia, la refractariedad al trabajo subordinado, la afición a las fiestas, el alcohol y los juegos de azar eran conductas populares largamente denunciadas y perseguidas por los grupos dirigentes, particularmente bajo la vocación disciplinadora inaugurada por las reformas borbónicas100. Sin embargo, la disolución de los controles políticos que acompañó la ruptura independentista, sumada a las fracturas que esta misma provocó en el bloque patricio, tuvieron el no muy sorprendente efecto de ensanchar las compuertas a través de las cuales tradicionalmente se filtraba dicha insubordinación. Junto con ello, la instauración de un nuevo orden político que buscaba legitimarse bajo el principio de la soberanía popular, sin mencionar la movilización militar impuesta por las guerras, creaba posibilidades inéditas de penetración plebeya en ámbitos antes proscritos.

      Hay, en efecto, más de algún indicio de participación plebeya en los sucesos políticos que conmocionaron la segunda mitad de la década de 1820, exaltada por Gabriel Salazar como evidencia de una «democracia pipiola» plenamente asumida, o relativizada por Sergio Grez como «convocatoria política instrumental», digitada por diferentes sectores de la élite101. «El bajo pueblo», sostiene el segundo de los autores citados, «constituía una mera fuerza de choque o, como ocurría con una fracción del artesanado, masa electoral que los bandos trataban de ganar en períodos de votaciones». En esas circunstancias, «los sectores más miserables y marginales de la plebe urbana estaban dispuestos a venderse al mejor postor o, en su defecto, a seguir a aquellos que les permitiesen obtener beneficios concretos e inmediatos en un contexto político inestable»102. Pero aun si sólo se hubiese tratado de eso, no pueden desconocerse las múltiples expresiones de insubordinación social protagonizadas durante esos mismos años por tales actores, desde la proliferación de la delincuencia y el bandolerismo (incluyendo fenómenos de clara proyección política, como la guerrilla de los Pincheira), hasta la acentuación de prácticas culturales y de sociabilidad repudiadas por todos los sectores patricios, tales como las chinganas, el «vagabundaje» y diversas formas de recreación y convivencia popular103. Se ha discutido si estas expresiones, en tanto no portaban una propuesta explícitamente articulada y alternativa, importaban un desafío político real, pero los personeros portalianos parecen haberlo considerado así104. Las rebeldías subalternas, siempre preocupantes, cobraban en un contexto de crisis hegemónica una peligrosidad aumentada, tanto en los espacios sociales tradicionales como en el novedoso espacio de la política republicana y nacional.

      A partir de ese diagnóstico, el régimen instaurado en Lircay implementó prontamente una serie de medidas destinadas a erradicar toda intromisión plebeya en un escenario que se quería restringir a quienes se consideraba los únicos capacitados para ejercer tan delicadas y complejas funciones. Editorializando sobre los efectos perniciosos de la Constitución pipiola de 1828, el periódico oficial El Araucano, portavoz de la opinión pelucona triunfante, privilegiaba entre ellos «la demasiada extensión


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