Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

Читать онлайн книгу.

Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


Скачать книгу
los que sistemáticamente se empleaban para caracterizar a un «bajo pueblo» que era una y otra vez asimilado a la «barbarie». No en vano fue Benjamín Vicuña Mackenna, reconocidamente asiduo a comparar el mundo plebeyo con los «aduares africanos» y las «hordas bárbaras», uno de los primeros en historiar sistemáticamente la guerrilla de los Pincheira125. Interesante resulta asimismo su identificación como «porción de chilenos que se habían separado de nuestra comunidad»126, lo que podría interpretarse no sólo en términos de su obstinada filiación realista (que por otra parte el propio discurso pelucón se empeñaba en trivializar), sino también, por extensión, como una suerte de dictamen sobre los sujetos sociales con quienes se les podía espontáneamente emparentar. No parece en este sentido excesivo sugerir que la «gavilla» de los Pincheira se erigía como una suerte de encarnación simbólica de lo que podía llegar a ser una comunidad plebeya librada a sus propios arbitrios, sin un control aristocrático que la encaminara por la senda del orden, la civilización y el respeto a la propiedad.

      Era tal vez esa consideración, y no sólo su rechazo al orden republicano triunfante, la que tornaba impensable el reconocimiento de los Pincheira como expresión política autónoma. La pregunta de fondo era si los sujetos populares estaban capacitados, tal como eran y se comportaban en esos años fundantes de la nación, para ocupar responsablemente los espacios públicos u oficiales. Como ya se ha visto, la Constitución de 1833 (con su consiguiente Reglamento de Elecciones) y la derrota de los Pincheira habían zanjado esa disyuntiva en la órbita de lo «estrictamente» político por la vía de la exclusión. Otro dispositivo empleado en la misma dirección fue la reconstituida y fortalecida Guardia Nacional, que, como se verá con mayor detalle en otras secciones de este capítulo, se erigió en uno de los principales baluartes no sólo del disciplinamiento popular, sino también del control y la intervención electoral en beneficio del Ejecutivo. Como lo expresa uno de los más recientes estudiosos de esta institución, «al exigir la lealtad regimentada de los trabajadores urbanos de Santiago, Diego Portales y sus aliados en el gobierno buscaron anular la politización popular acontecida hacia fines de los años 20»127. En un gesto no exento de paradoja, el orden portaliano se valía así de un cuerpo eminentemente plebeyo –aunque sometido a dirección jerárquica– precisamente para alejar, o al menos para contener, cualquier intervención política de los de su clase. Porque la manipulación electoral del gobierno, ejecutada en buena medida a través de la Guardia Nacional, terminó siendo una estrategia más efectiva aun que las exclusiones constitucionales o legales para consumar el desalojo político plebeyo. Pero esa necesidad de «desalojo» no se agotaba en los comicios y en las urnas. También había otros ámbitos del espacio público, más asociados a la vida en común y a las formas de sociabilidad cotidiana, que debían ser «liberados» del desenfreno criollo. De ellos nos ocuparemos a continuación.

      Como se dijo más arriba, una de las consecuencias de la disolución del lazo colonial, de las pugnas intra-élite que esto trajo consigo, y de la experimentación política que caracterizó a los años veinte, fue un relajamiento de los controles jerárquicos, lo que desde una perspectiva plebeya implicó una mayor libertad para exteriorizar sus preferencias y regir sus vidas. Para la óptica dominante, sin embargo, esto sólo significó exacerbar la ancestral tendencia popular a la violencia, a la ociosidad y al vicio128. La ciudad de Santiago, se lamentaba El Araucano a pocas semanas de su primera aparición, estaba infestada de vagos y ociosos129. Peor aun: se apreciaba en el país «una repetición de asesinatos desconocida en otras épocas», fruto del «vicio abominable del uso del cuchillo con que las últimas clases dan término a sus disensiones». «Esta fatal manía», aseguraba el editorialista, «proviene del carácter belicoso, que la ignorancia deja correr hasta el exceso, y que nunca podrá extinguirse mientras la ilustración y la moral no se apoderen del corazón de la plebe»130. El ministro Portales, por su parte, no vacilaba en atribuir los numerosos «robos y horrorosos asesinatos que desgraciadamente se han experimentado siempre en esta capital», al «ocio y la embriaguez que no han podido desterrarse, ni con las penas que les están señaladas en la legislación, ni con las precauciones tomadas hasta aquí»131.

      Pero no era sólo la violencia delictual o cotidiana de la plebe, por muy real y peligrosa que ella fuese, lo que ofendía la moral pelucona. En el mismo sentido obraba un conjunto mucho más vasto de prácticas sociales, lúdicas o culturales que el discurso dominante solía reunir bajo el apelativo de «barbarie», y cuya reproducción, supuestamente exacerbada por la «permisividad» pipiola, se estimaba igualmente urgente erradicar132. Éstas iban desde la congregación colectiva en chinganas o fiestas populares hasta la afición por la bebida, los juegos de envite o el simple «vagabundaje», pasando por las más diversas expresiones religiosas y sexuales133. En esa lógica, no bastaba con el simple restablecimiento de la tranquilidad política o social, si ello no iba acompañado de una morigeración visible de las costumbres. «En medio de las ventajas que nos ha proporcionado el establecimiento del orden», decía al respecto El Araucano, «se observa con desagrado una afición a ciertas diversiones que pugnan con el estado de nuestra civilización. Se ha restablecido con tal entusiasmo el gusto por las chinganas, o más propiamente, burdeles autorizados, que parece que se intentase reducir la capital de Chile a una grande aldea». «Cada cual sabe la clase de espectáculos que se ofrecen al público en esas reuniones nocturnas», continuaba el editorialista, «en donde las sombras y la confusión de todo género de personas, estimulando la licencia, van poco a poco aflojando los vínculos de la moral, hasta que el hábito de presenciarlos, abre la puerta a la insensibilidad y sucesivamente a la corrupción. Allí los movimientos voluptuosos, las canciones lascivas y los dicharachos insolentes hieren con vehemencia los sentidos de la tierna joven, a quien los escrúpulos de sus padres o las amonestaciones del confesor han prohibido el teatro». Y concluía: «muy bueno es que el pueblo tenga sus distracciones, porque es una necesidad de la vida; pero no todas son aparentes para todas las clases de la sociedad, ni deben repetirse todos los días, ni abandonarse a la discreción de logreros que buscan ganancias en el exceso de los placeres, y en el progreso de los extravíos»134.

      En un registro equivalente al de su colega capitalino, El Mercurio de Valparaíso lamentaba que algunos habitantes de ese puerto estuviesen empeñados en instalar allí esas «sentinas de corrupción» que eran las chinganas, pese a estar prohibidas por los bandos de policía. «Nada habría que criticar», aseguraba el periódico porteño, «si en tales casas únicamente se cantaba y bailaba con moderación», pero la experiencia demostraba que «la gente más soez y corrompida es la primera que se apodera de todas las avenidas y asientos, para desde allí provocar la embriaguez y obscenidades», y aun en los alrededores de ellas «se ven espectáculos indecentes y por lo regular son sitios de prostitución». Y concluía, interpelando directamente a quienes establecían esos negocios: «Hay muchos modos de inventar diversiones para el público, en que los especuladores pueden sacar el mismo provecho sin provocar la disolución; pero si es preciso permitir tales casas, que sea dos veces en la semana y nada más»135. Se lamentaba el mismo periódico algunos meses después que las chinganas, «en donde se perpetran los vicios con más descaro», siguiesen proliferando en el puerto, fruto de lo cual «la disipación de la juventud se propaga con una marcha espantosa»136. Por su parte, el Gobernador del partido minero de Copiapó, en virtud de que «las fondas y chinganas corrompen la moral de los pueblos, y fomentan la ociosidad», resolvía a comienzos del año siguiente que esos establecimientos sólo pudiesen funcionar los sábados y domingos, y únicamente hasta el toque de queda137.

      La historiadora Karen Donoso ha caracterizado a las chinganas del período portaliano como un espacio intrínsecamente popular, y por lo mismo intrínsecamente problemático para un régimen empeñado en restringir y reglamentar, y a final de cuentas erradicar, toda expresión de «desgobierno» plebeyo138. Así lo entendió claramente el intendente de Aconcagua y estrecho colaborador de Portales, Fernando Urízar Garfias (poco antes de su muerte, el malogrado ministro lo había elogiado por sus «gobernaderas», ilustradas por la «prudencia y la firmeza» con que conducía a los pueblos y los hombres puestos bajo su férula)139. A mediados de 1838, este funcionario tomó la determinación de «extinguir las chinganas en la provincia de mi mando», pues a su entender éstas eran «sumamente


Скачать книгу