Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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& c., y el odio a todos los que violen estos derechos. Donde se quiere ensanchar tanto las facultades individuales, que cualquiera puede cometer los crímenes más atroces, sin sentir la acción represora de la sociedad, no hay propiamente libertad sino licencia, no hay república sino confusión; por consiguiente la institución más adecuada para refrenar estos desórdenes debe ser la más republicana»160. Como bien lo entendía quien a la postre se convirtió en el mayor símbolo y forjador de la arquitectura jurídica portaliana, sólo la ley podía conferir continuidad (e idealmente, también legitimidad) a un orden fundado inicialmente sobre la violencia. La «anarquía» postindependentista, fruto del colapso de la institucionalidad colonial, sólo podía subsanarse, en un vocablo compartido por todos los regímenes que este libro estudia, mediante un ejercicio de «restauración de las leyes».

      En la práctica, sin embargo, y por las razones que se expondrán más adelante, lo que de verdad prevaleció fue el azote. A través de este y otros dispositivos similares, las autoridades peluconas se abocaron, bajo la conducción personal del ministro Portales, a restablecer una obediencia plebeya que juzgaban seriamente resentida por el desgobierno pipiolo. A un mes exacto de la Batalla de Lircay, el alcalde de Casablanca consultaba al intendente de Santiago si podía, «siguiendo la práctica de los juzgados de esa Capital y de Valparaíso», aplicar la pena de azotes a un presunto criminal que acababa de arrestar. Este recurso, argumentaba, «es el único capaz de contener los actos de innumerables rateros, que abusando de la impunidad con que cuentan, infestan cada vez más estos lugares, dejando en descubierto la responsabilidad de los jueces, y en ridículo el respeto de la autoridad que pueda contenerlos». Le respondía su superior al día siguiente que «la pena de azotes se restableció en 10 de Junio de 1829, para que se ejecute según las leyes y como antes se practicaba»161.

      No había transcurrido otro mes cuando el propio Portales procedía a la organización en Santiago de un cuerpo de policía que se hiciera cargo, «con mayor vigilancia que hasta aquí», del cuidado de la seguridad pública, «de la decencia de las costumbres, y del aseo de la población». Entre sus atribuciones figuraban la de impedir «toda reunión de personas en que se usen gritos sediciosos, o en que se pronuncien palabras obscenas y escandalosas; o en que se trate de golpear, insultar o hacer burla de alguna persona; o de turbar la paz de alguno de los transeúntes, exigiéndole alguna limosna o contribución o forzándole a practicar algún acto que él resiste». También se la facultaba para aprehender «a toda persona que encontraren manifiestamente ebria en las calles y ventas públicas: a los que ejecutasen actos o vertiesen palabras indecentes y obscenas: y a los que estuviesen golpeándose o provocando riña». Se reiteraba, asimismo, la ley de 1824 que prohibía a la población civil cargar «cuchillo, puñal, daga, bastón con estoque y cualquiera otra clase de armas», y se conminaba a dispersar toda «reunión de personas sospechosas o reputadas por vagas, que sin objeto racional se hallen detenidas en las calles». Por último, debía velar la policía porque no se arrojaran «a algún edificio, o a los transeúntes piedras y lodo», ni tampoco «despedir cohetes o bota-fuegos, romper vidrieras o faroles, rayar paredes o de cualquiera otro modo hacer daño a los edificios»162. De alguna manera, este cúmulo de prerrogativas evocaba el sentido tradicional (colonial) de la palabra «policía», como encarnación de la vida ordenada y «civilizada» que teóricamente suponía la coexistencia en la polis163.

      En cuanto a la inseguridad rural, Portales solicitaba en julio de 1830 al Poder Legislativo autorización para crear «comisiones ambulantes de justicia, que repartiéndose por los campos pusiesen algún término a la multitud de crímenes que se cometen». La idea era que estas comisiones procediesen sumariamente, obviando los procedimientos judiciales que solían dilatar las causas criminales, «sobre todo las de asesinato y salteo», hasta concluir en su impunidad164. En apoyo de esa propuesta, El Araucano invitaba al Poder Judicial a tomar medidas que, como la aplicación expedita e implacable de la pena de muerte, «si no previenen los delitos, siquiera los repriman por medio de ejemplares que infundan terror». Asumiendo que «quizá nuestras palabras van a chocar con los principios de la filantropía, con los consejos de los filósofos, y con los sentimientos de humanidad, aconsejando a los jueces que irremisiblemente condenen al último suplicio al asesino», se insistía en que la lenidad judicial terminaría por hacerlos «también responsables de esa sangre que se vierta por su compasión, de los caudales que se gasten en perseguir criminales que al día siguiente se hallen en el rango de hombres libres y honrados, y de esa sucesión no interrumpida de malhechores que han formado una especie de vínculo de la sangre de sus compatriotas»165.

      Sin hacerse cargo directamente de estas impugnaciones, la Corte Suprema sugería al gobierno derogar una antigua ley de las Siete Partidas que eximía de la pena capital a quien hubiese cometido un homicidio en estado de embriaguez. Esta última medida, inmediatamente aplaudida por El Araucano, fue efectivamente sancionada como ley en octubre de 1832: «la Corte Suprema piensa muy bien cuando pide que se desprecie esa ley que favorece a los asesinos bajo el pretexto de la embriaguez, porque a la verdad no se alcanza la razón por qué un vicio pueda servir de disculpa para el mayor de los crímenes»166. En una línea análoga de razonamiento, y ante los escrúpulos que podía suscitar la aplicación sumaria de la pena de muerte, Mariano Egaña, en su condición de Fiscal de la Corte Suprema, oficiaba al gobierno en diciembre de ese año sobre la vigencia legal de la pena de azotes, que aunque suprimida por el gobierno de Ramón Freire en 1824, había sido repuesta por esas mismas autoridades apenas un año después. Argumentaba el jurista en aval de su propuesta que «los crímenes se aumentan en una progresión espantosa, y la nación corre a su ruina moral; ni puede ser de otro modo si se considera la impunidad en que quedan los delincuentes, y que fuera de la capital, no hay una pena que aplicarles, o viene a ser la que se decreta (cuando no se elude absolutamente) tan tardía, y tan distante del teatro del delito, que no produce escarmiento», por lo que parecía preferible reemplazar los castigos «excesivos o atroces» por otros más «prontos e indefectibles», como los azotes167. De hecho, antes aun del recordatorio del fiscal Egaña, el intendente de Santiago decretaba que a toda persona sorprendida portando cuchillo –justamente una de las prohibiciones establecidas en el Reglamento de Policía emitido en 1830 por Portales–»se le subrogue la pena de presidio en cincuenta azotes, cuyo remedio juzgo más aparente para remediar de algún modo estos males tan repetidos»168.

      Con el propósito de precisar el tipo y la gravedad de las faltas que ameritaban la aplicación de la pena de azotes, el 13 de marzo de 1837 el propio ministro Portales expedía un decreto «aclaratorio» de la recién aprobada Ley de Administración de Justicia, a la espera de que se elaborara un código penal propiamente tal. Según el Artículo 2º de ese cuerpo legal, los jueces de menor cuantía podían aplicar dicha pena «en los delitos de hurto, especialmente si hubiere reincidencia o escalamiento de cerca, y en los de ebriedad habitual o uso constante de entretenerse en juegos prohibidos», siempre que los azotes «no excedieren el número de cincuenta»169. También podía actuarse de esa forma frente al robo de animales, penalizado por un decreto de julio de ese mismo año (firmado por Mariano Egaña, ahora desde el cargo de ministro de Justicia) con 25 a 50 azotes, más ocho a dieciocho meses de servicio en las obras públicas, en casos menores, y cien a doscientos azotes, más seis a ocho años de presidio o servicio público, en caso de reincidencia170. Tal como lo argumentara María Angélica Illanes, la pena de azotes se convertía así en una de las intermediaciones más características y reiteradas entre el orden portaliano y el bajo pueblo.

      Sólo podría disputarle ese sitial, tal vez, la tantas veces aludida y estudiada institución del presidio ambulante, mejor conocida como los «carros-jaula», en que los delincuentes eran encerrados «como fieras», y bajo condiciones execrables, en carretas que los conducían diariamente a la ejecución de trabajos públicos171. Los estudios existentes ahorran la necesidad de referirse largamente a este dispositivo de castigo, en el que se unía la voluntad de combatir la impunidad delictual con una utilización económicamente «provechosa» de los presidiarios. Como lo establece uno de sus autores, «los carros-jaula constituían una solución integral o global, pues a través de ellos se organizó provisionalmente la expiación de crímenes, se castigó de modo rápido y efectivo a los delincuentes, y se expandió el respeto a la


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