Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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«la propagación de sanos principios morales y religiosos, germen fecundo y primario de verdadera civilización y cultura», pudiendo decir, a su juicio sin exageración, que «la solicitud del Gobierno a este respecto se ha extendido a los más remotos ángulos de Chile; y vosotros, ciudadanos, no me negareis la justicia de reconocer que si aún resta mucho para el cumplimiento de vuestros votos y los míos, a lo menos se ha hecho cuanto era concedido a un celo ardoroso y activo, en medio de tantos estorbos opuestos por las localidades, por la dispersión o indigencia de las poblaciones, y por el escaso número de competentes ministros del Culto»212. No en vano las proyecciones que se habían formulado durante el decenio que concluía en relación al carácter que debía darse a la instrucción del pueblo ponían en primerísimo lugar a la formación religiosa: «en cuanto a las nociones que haya de adquirir esa gran porción de un pueblo que debe su subsistencia al sudor de su frente y que es en gran manera digna de la protección de los gobiernos», decía El Araucano en 1836, «los principios de nuestra religión no pueden menos de ocupar el primer lugar: sin ellos no podríamos tener una norma que arreglase nuestras acciones, y que, dando a los extraviados impulsos del corazón el freno de la moral, nos pusiese en aptitud de llenar nuestros deberes para con Dios, para con los hombres y para con nosotros mismos»213. El patriotismo y la fe, en suma, se reforzaban mutuamente como agentes modeladores del sentir popular.

      Una relevancia por lo menos equivalente era la que se otorgaba a la instrucción primaria, preocupación reconocida de todos los gobiernos emanados de la victoria de Lircay, y en realidad sello generalizado del liberalismo civilizatorio característico del siglo XIX. Aunque las restricciones financieras no permitieron hacer mucho en esta materia en términos concretos, abundan en el discurso de los primeros decenios pelucones las referencias al carácter estratégico que ella a su juicio revestía. Decía ya tempranamente El Araucano, en conexión con la violencia social que tanto afligía a las autoridades: «se ha probado de un modo incontrovertible la influencia de la civilización sobre la moral, y a ella se atribuye la disminución de los crímenes. El acelerarla en Chile sería el remedio radical que debería aplicarse contra los asesinos y salteadores que por desgracia infestan la República», reconociendo sí que esto sería «obra de los años y de la propagación de las luces»214. La enseñanza primaria, concurría en su memoria de 1835 el ministro Tocornal, «es el germen de todos los progresos sociales, y sin el cual todos los otros elementos de civilización se hacen ilusorios». A lo que agregaba un año después su sucesor en el cargo, el propio Diego Portales: «no es menester decir a los legisladores el espacio inmenso que tenemos todavía que recorrer para darle toda la extensión conveniente, esto es, para ponerla al alcance de la clase más pobre hasta en los más remotos ángulos de la República; ni me parece necesario recordar las dificultades que hay que vencer para tocar este último término, que es sin duda, el que debemos proponernos, por más distante que parezca su realización»215.

      Completando la afamada galería de estadistas pelucones, Mariano Egaña sentenciaba en 1840 desde el ya para entonces creado Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública: «la educación primaria no sólo es la educación general de todas las clases del pueblo, sino que es la única que puede adquirir la inmensa mayoría de la Nación, y ella es la que tiene más influjo en la moral del pueblo, o la que, por mejor decir, forma las costumbres. Es pues, el deber más indispensable del Gobierno difundirla universalmente»216. Concordando plenamente en tales juicios, el presidente Prieto clausuraba su mandato aseverando que «la difusión de la enseñanza primaria en Chile, durante los diez años de mi administración, será para la posteridad imparcial una prueba inequívoca de los adelantamientos del país bajo sus auspicios», aunque al mismo tiempo reconocía que el aumento objetivo en el número de escuelas se debía más a la acción de los conventos, municipios, o incluso «de algunos distinguidos y filántropos individuos que han creado en sus haciendas preciosos planteles de educación moral y cristiana para la clase trabajadora que las cultiva», que al gobierno propiamente tal217.

      Los conceptos reproducidos instalan una suerte de ambivalencia, común a todas las políticas educativas inducidas desde algún poder central, sobre la homología que en ellos puede establecerse entre «domesticación» e «ilustración». Si bien es innegable que los políticos citados efectivamente creían en los beneficios de la difusión del conocimiento entre todos los sectores de la sociedad, cuando se pone atención a los contenidos de la instrucción que se proyectaba para «la clase más pobre» salta a la vista que el propósito disciplinario prevalece sobre el propiamente «ilustrado», en el sentido racionalista y emancipatorio de la palabra. Así lo estimaba El Araucano en un artículo de 1836, donde explícitamente advertía que «el círculo de conocimientos que se adquieren en estas escuelas erigidas para las clases menesterosas no debe tener más extensión que la que exigen las necesidades de ellas: lo demás no sólo sería inútil, sino hasta perjudicial, porque además de no proporcionarse ideas que fuesen de un provecho conocido en el curso de la vida, se alejaría a la juventud demasiado de los trabajos productivos». Así las cosas, bastaba para esos efectos enseñar a dichas «clases menesterosas», además de una alfabetización básica y rudimentos de aritmética, gramática, geografía y astronomía, sobre sus «deberes y derechos políticos» («no con la profundidad necesaria para adquirir un conocimiento pleno del derecho constitucional, sino recomendando sólo a la memoria sus artículos»), y sobre todo, como ya se dijo antes, «en los principios de nuestra religión»218. De lo que se trataba, en definitiva, y parafraseando nuevamente al ministro Montt, era de preparar a la masa plebeya «para la carrera de la vida», pero de la vida tal como la concebía para ella la oligarquía pelucona. Como lo plantean Loreto Egaña y Mario Monsalve en un artículo muy pertinente para profundizar sobre esta materia, tratándose de las clases populares «civilizar» era sinónimo de «moralizar»219.

      En esa concepción, y completando el conjunto de trazos con que dicho régimen dibujó a su «pueblo deseado», el toque definitivo lo aportaba la contracción al trabajo. No bastaba, en otras palabras, que el pueblo fuera obediente, patriota, devoto e instruido, sino que se requería, como corolario de todo lo anterior, que también fuese laborioso. «Nada es tan eficaz como el trabajo», sentenciaba al respecto El Araucano, «para preservar al pueblo de los vicios; nada tan propio como el ocio para introducirlos y aumentarlos con la mayor rapidez». En los pueblos laboriosos, continuaba, las personas no consagraban su atención a objetos «frívolos y perjudiciales», ni servían «de carga penosa a la sociedad». Por esa razón, concluía, «es demasiado patente la necesidad que todo Estado tiene de fomentar por cuantos medios sea posible el trabajo, y declarar guerra perpetua al ocio, procurando cortar a toda costa sus progresos»220.

      La mendicidad, en esa lógica, era una práctica que debía erradicarse sin contemplaciones. «Una de las cosas que dan idea de orden en las poblaciones», decía una colaboración particular publicada en el periódico oficial, «es el cuidado de evitar la vergonzosa mendicidad, que confundiendo a los verdaderos indigentes con los viciosos holgazanes, que afectan invalidez y privan a los que son realmente acreedores a la conmiseración, fomentan la impudencia y deshonran la policía»221. De hecho, el reglamento de policía dictado por Portales en 1830 conminaba a los vigilantes, cuerpo creado expresamente por el ministro para garantizar la seguridad urbana, a aprehender a todos los mendigos «que no presentaren en el acto un certificado del administrador del hospicio», autorizándolos, por incapacidad física o mental, a practicar dicha acción. Sin embargo, cinco años más tarde los directores de la institución nombrada se lamentaban del escaso efecto que la medida había tenido, viéndose la capital aquejada de una «plaga de holgazanes, que recorre la población con el mayor escándalo». A modo de prueba, informaban al intendente de Santiago que de treinta mendigos detenidos un día determinado por la policía, «sólo 7 u 8 se encontraron verdaderos pobres dignos de quedar en el establecimiento»222. Como bien lo ha dicho Macarena Ponce de León en un estudio monográfico sobre la materia, el ejercicio de la caridad bajo la inspiración portaliana respondió claramente a «una sociedad que necesitó de individuos disciplinados y trabajadores»223.

      La reactivación económica que comenzó a experimentar el país a partir de la década de 1830, en parte por el restablecimiento del orden interno, en parte por razones circunstanciales como


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