Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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que terminó con la vida del ministro. Así lo destacó elogiosamente la prensa oficial: «Vidaurre levanta en su cantón el grito del desorden, y toda la República contesta con el grito de indignación y de anatema. Las milicias todas se acuartelan al instante de recibir la noticia, con una prontitud y un entusiasmo, de que no ha habido un solo ejemplo desde su creación. Las de las provincias se preparan a marchar y marchan sobre los amotinados. Las de la capital forman un muro impenetrable alrededor del Gobierno. Las de Valparaíso rechazan heroicamente dos veces a los anarquistas. Las milicias, decimos, los cuerpos en donde están reunidos los ciudadanos de todas las clases y de todas las opiniones; las fuerzas que forman el instrumento de la voluntad del pueblo chileno»199.

      En un registro similar, la disposición de los milicianos para incorporarse activamente a la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana –a diferencia de otros sectores del pueblo que resistieron denodadamente la recluta– parecería confirmar el desenlace exitoso de su «socialización» bajo la acción pelucona. El patriotismo, la pronta respuesta ante los llamados superiores de la nación, serían otras tantas pruebas «activas» de alineamiento plebeyo bajo la guía de sus gobernantes. Ante una alerta de desembarco confederado en las costas cercanas a Valparaíso, por ejemplo, el gobernador de Quillota informaba a su superior que «el entusiasmo que en esta ocasión ha manifestado la guardia cívica me ha llenado del mayor placer, porque tan pronto como se tocó llamada empezaron a reunirse todos los soldados de infantería con el mayor placer y sólo se oían voces de vamos a pelear con el opresor de nuestra patria: así es que en el término de seis horas tenía reunidos más de cuatrocientos hombres y todos ellos con el mayor entusiasmo. Al salir del cuartel para dirigirse al punto donde habían sido destinados sólo se oyeron gritos de viva nuestro Presidente el Sr. Prieto y muera Santa Cruz»200. Por su parte, y aproximándose ya el término de la guerra, un oficial de milicias de Talca informaba que «apenas se difundió en esta heroica provincia el proyecto de hacer marchar al Perú sus bravos defensores, de incorporarlos a las filas de nuestros valientes, cuando propagándose con rapidez un marcial entusiasmo, a la guerra, gritan hombres y mujeres, al Perú proclaman los ancianos; al Perú que es la gloria de Chile. Trescientos bravos se ofrecen al instante, trescientos que juraron morir o vencer en las batallas»201.

      Es verdad que en estos y otros ejemplos es la voz de los oficiales la que se hace portadora del supuesto fervor popular, que en la práctica aparece desmentido por numerosos casos de deserción y resistencia a la conscripción que indicaban, en palabras de Sotomayor Valdés, que «la masa del pueblo no había comprendido la causa de Chile contra la Confederación»202. Es importante, sin embargo, distinguir para estos efectos entre los «vagos y mal entretenidos», que al decir del mismo historiador fueron objeto de la leva forzosa (Portales habla en una carta personal de «vagos, cuchilleros, etc.», y en otra de «hombres forajidos»), y los cívicos propiamente tales, a quienes el ministro citado sugería eximir parcialmente de los rigores de la recluta para «no hacer sentir en el país los males de la guerra, y mucho menos a una clase tan meritoria»203. De hecho, al menos hasta el término de la administración Prieto, la opinión oficial respecto del comportamiento miliciano seguía siendo mayoritariamente positiva. En su memoria como ministro «accidental» de Guerra y Marina de 1841, por ejemplo, el futuro presidente Manuel Montt calificaba como «cosa admirable y argumento poderoso a favor de la excelente disposición de nuestro pueblo, el estado en que se hallan las milicias de algunas provincias y los servicios que en todas partes hacen aun los cuerpos menos disciplinados, cuando esta institución no ha sido hasta ahora más que una carga onerosa para las clases trabajadoras, que no tenía ni término ni compensación». Es muy sugerente, sin embargo, que pocos párrafos más adelante la misma Memoria plantee un proyecto de ley encaminado a consolidar la «disciplina y organización militar de la guardia cívica» por la vía de «alejar del servicio a los proletarios que no prestan garantías, para que las armas estén solo en manos de ciudadanos honrados e independientes»204. Así, junto con remarcar la distinción antes esbozada por Portales entre milicianos y «forajidos», estas palabras indican que a diez años del inicio de la reorganización institucional, la confianza gubernamental en sus reclutas no era todo lo sólida que normalmente se pretendía asegurar. Haciéndose eco de este sentimiento, El Mercurio de Valparaíso reconocía que «desde que se establecieron las guardias nacionales, una de las instituciones más sabias y más preñadas de felices resultados, la moral ha ganado mucho terreno». Sin embargo, advertía, «no debemos olvidar que impiden, pero no desarraigan el vicio»205. Como lo han demostrado autores como Sergio Grez y James Wood, y como se verá con mayor detalle más adelante, la Guardia Nacional también podía convertirse en un foco de disidencia política y social. En palabras del primero de los historiadores nombrados, «la milicia –lugar de opresión y de sumisión de los pobres– se transformaba en determinadas ocasiones en un ámbito de politización y de resistencia a la opresión de clase ejercida sobre los trabajadores por el Estado y la jerarquía militar»206.

      Por esa misma razón, las aspiraciones peluconas al modelaje conductual no podían agotarse en un pueblo que sólo fuese obediente y patriota. También querían, apelando a una fuente comprobada de configuración hegemónica, un pueblo creyente y piadoso. Como es sabido, sin ser personalmente muy devoto, Portales conocía y valoraba los efectos morigeradores de la religión. Al decir de Francisco Antonio Encina, uno de sus principales apologistas, «Portales, como Bonaparte y como todos los grandes genios políticos, vio siempre en la religión un poderoso instrumento de gobierno y un agente insustituible de civilización y de progreso moral, con absoluta independencia de la verdad racional del dogma»207. De ese modo, no extraña que el gobierno encabezado por él se esmerase desde muy temprano por recomponer unas relaciones con el estamento eclesiástico que sus antecesores pipiolos habían dejado bastante maltrechas. Expresión de ello fue la rápida restitución de las temporalidades religiosas confiscadas bajo el gobierno de Freire, medida que el intendente de Concepción aplaudía sobre todo por sus buenos efectos entre «la mayoría (el vulgo)», que había mirado la guerra civil como de carácter religioso, «de donde nació la decisión casi general a favor de la causa triunfante»208. Afirma por su parte Sotomayor Valdés, inspirado en ésta y otras medidas análogas de acercamiento, que el partido aludido «había contado por mucho con el descontento religioso para asestar sus golpes al régimen pipiolo»209, tendencia reforzada, ya bajo pleno dominio pelucón, mediante la acción decidida y sistemática de personeros mucho más genuinamente devotos que Portales, como Joaquín Tocornal o Mariano Egaña.

      Contrayéndonos solamente a lo que aquí interesa, resultan sintomáticas las palabras vertidas por el primero de los personajes nombrados en su Memoria como ministro del Interior en 1835, sobre la trascendencia de la fe como instrumento de moralización popular: «el estado de la Iglesia y de la educación religiosa es todavía más triste. A donde quiera que se vuelvan los ojos, se ven templos ruinosos ya por su antigüedad y por la negligencia en repararlos, ya por efecto de los terremotos pasados. Pero la escasez de pastores es un mal todavía más grave; y si no se le pone pronto remedio, tendremos el dolor de ver casi extinguida la instrucción religiosa de algunos distritos y privada de la administración de sacramentos y de los consuelos espirituales una parte no corta de la población; que, careciendo al mismo tiempo de todo género de enseñanza y acostumbrada a vivir errante, sin sentir casi nunca el freno de la ley, vendría probablemente a caer en un estado de completa barbarie»210. Egaña, por su parte, en su condición de ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública, exhortaba a los funcionarios del Estado a no restarse de asistir a las ceremonias religiosas de carácter oficial, no sólo por ser «una obligación especial que las leyes expresamente les imponen, sino un deber general, deducido de la necesidad en que están de dar ejemplo al pueblo del culto que deben a Dios»211.

      El propio presidente Prieto, también afamado por su devoción personal, señalaba en su discurso de despedida que uno de los grandes obstáculos que su gobierno había debido allanar para promover el restablecimiento del orden social era la dificultad de inculcar o mantener en niveles adecuados el sentimiento religioso: «una población diseminada, vastos espacios de territorios, en que sólo se ven de trecho en trecho habitaciones dispersas, cuyos moradores viven en una solitaria independencia, sin reunirse alrededor de un altar, sin oír una lección


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