Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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la obscuridad de la noche». «Pero afortunadamente», añadía con alivio, «después de la regeneración política de la República, diversas causas han contribuido a disminuir los delitos de ambas especies, y más que todas, la planteación del ramo de policía, que aunque de un modo imperfecto hasta ahora, ha ejercido una influencia poderosa que quizá no se aprecia debidamente, en la mejora de las costumbres y por consiguiente en la tranquilidad jeneral»188. «El que ha visto el carácter de progresiva cultura que domina ya en las diversiones del pueblo», terciaba El Araucano, «turbadas antes por ejemplos de la más grosera ferocidad; el que ha contemplado la disminución admirable del espantoso número de delitos que manchaban antes nuestro país, y en fin, el que observa el ardor con que la juventud de todas las clases procura beber en las fuentes de la instrucción las benéficas máximas de la moral, no pueden menos de sentirse hondamente reconocidos hacia la Divina Providencia, que ha querido mirarnos con tan benévolos ojos, y ponernos en esta senda de engrandecimiento y de ventura, por medio de las instituciones liberales y de la paz interior»189.

      Y como cerrando tan autocomplaciente diagnóstico, el propio presidente Prieto ponía fin a su mandato en 1841 exhortando a sus compatriotas en una veta similar: «no quiero sombrear este cuadro recordándoos la universal inseguridad y alarma en que se hallaba la República pocos años antes de mi elevación al Gobierno: fresca está en la memoria de todos aquella época de horror, en que cada día era señalado dentro de la capital misma por más de un crimen atroz, cuyas víctimas acusaban silenciosa pero enérgicamente la creciente desmoralización del pueblo y la relajación de los resortes sociales. Poco a poco vino a desaparecer aquel ominoso estado de cosas. El número de estos crímenes en el curso del año no iguala actualmente al de los que se cometían tal vez en una sola semana, casi a vista de las autoridades constituidas para reprimirlos; se empezaron a promover remedios para un mal tan grave; y continuados durante mi administración, han esparcido sobre vuestras ciudades y campos, un sentimiento general de seguridad y bienestar desconocido en otras épocas»190. ¿Misión cumplida? Como se podrá apreciar más adelante, estaba por verse si las circunstancias realmente ameritaban semejantes arrebatos de confianza.

       3. El disciplinamiento

      Insatisfecho del pueblo real sobre el que le había tocado en suerte gobernar, el régimen pelucón no podía sin embargo renunciar a la tarea de «corregirlo», o más propiamente «reconvertirlo», sin traicionar su vocación hegemónica y sus planes de construcción nacional. Se trataba, por tanto, de diseñar una suerte de ingeniería sociocultural en la que el restablecimiento del orden representaba sólo una etapa preliminar. Esta operación, que en otro estudio hemos caracterizado con Verónica Valdivia, parafraseando a Philip Corrigan y Derek Sayer, como una suerte de «revolución cultural»191, suponía a la postre la elaboración de un perfil ideal hacia el cual encaminar los esfuerzos –algo así como una imagen del pueblo que realmente se requería para construir un orden republicano y progresista, digno del siglo en que se vivía. Ése era el «pueblo deseado» que emerge de las diversas manifestaciones del discurso portaliano, y que este tercer apartado se propone caracterizar.

      En primer lugar, y como se desprende fácilmente de lo señalado en la sección anterior, lo que se quería era un pueblo esencialmente obediente, precondición ineludible para todo lo que debía venir después. Ése era el propósito último, obviamente, de todas las medidas de orden policial de que se dio cuenta más arriba. En esa lógica, sin embargo, y por su propia naturaleza, la policía tenía un efecto más punitivo que preventivo, más de reacción frente al daño consumado que de anticipación del mismo por la vía de la persuasión o el acatamiento «espontáneo». Haciendo una reflexión al respecto, el periódico oficial contrastaba la situación de Estados Unidos, donde a su parecer «la tranquilidad pública descansaba únicamente en las virtudes y patriotismo del ciudadano», con la realidad chilena, donde si se apelase a semejante disposición «brotarían por todas partes los delitos, y la seguridad individual estaría amenazada a cada paso». Pese a ello, continuaba, «la índole del pueblo chileno es la más a propósito para recibir las modificaciones que se le quiera dar, y si se malogra el período que media entre nuestra situación pasada y la que nos tocará al cabo, si no nos aprovechamos de la especie de oscilación en que nos ha dejado el sacudimiento revolucionario, será después muy difícil desarraigar los antiguos hábitos o darles una dirección saludable»192. La coyuntura, por tanto, era crítica. Para encaminarla debidamente podían invocarse diversos mecanismos (como se verá a continuación), pero en lo inmediato, y considerando la precariedad en que aún se hallaba la naciente institucionalidad, lo que se requería era un medio que permitiera incidir rápida y efectivamente sobre las conductas plebeyas. Ese medio fue la Guardia Nacional.

      Todos los autores que se han ocupado de la política de fortalecimiento de ese cuerpo tras la victoria pelucona, bajo la dirección personal y puntillosa del propio Portales, destacan junto a sus propósitos estrictamente militares o de instrumentalización electoral, el de actuar como herramienta de «moralización» y disciplinamiento del bajo pueblo. Para Rafael Sotomayor Valdés, por ejemplo, el ministro, «al proteger tan decididamente la Guardia Nacional veía en ella nada menos que un medio de moralidad para un pueblo cuya índole y costumbres conocía profundamente… reconocer un cuerpo, vestir uniforme, obedecer a un jefe, emplear en ejercicios marciales las horas destinadas de ordinario a un ocio corruptor, hallarse inscrito en un registro, tener una consigna, sentirse vigilado en nombre del deber y del honor, ser amonestado o castigado a tiempo y estar constantemente bajo la mano del poder disciplinario, todo esto era un inmenso recurso para sujetar los desmanes del pueblo y mejorar sus hábitos»193. «El ministro Portales», concuerda Barros Arana, «buscaba en ella un medio de proporcionar al pueblo una distracción que lo apartase de las tabernas y del vicio en los días festivos, y un elemento de paz y de orden para la República». Por su parte, y desde un ángulo supuestamente más crítico hacia esa gestión política, Vicuña Mackenna igualmente caracteriza la acción portaliana en la materia como «una campaña contra la pereza, el desaliño y la holgazanería del bajo pueblo»194. Estas lecturas han sido recogidas sin grandes variaciones por historiadores contemporáneos como Sergio Grez, Joaquín Fernández y Verónica Valdivia, aunque los dos últimos se cuidan de diferenciar entre el ambicioso diseño discursivo y la capacidad práctica del gobierno de hacer efectiva la instalación de la Guardia Nacional en todos los rincones del territorio, limitada por las precariedades materiales ya señaladas más arriba en relación a la administración de justicia195.

      Independientemente de estos matices y precisiones, es difícil subestimar la importancia que el régimen le asignó al encuadramiento miliciano. Por si el esmero con que el ministro Portales se contrajo a esta tarea no fuese prueba suficiente, asumiendo personalmente la dirección de cuerpos cívicos tanto en Santiago como en Valparaíso, las reiterativas referencias a esta institución en la documentación gubernamental y en la prensa oficial permiten dimensionar el alcance que se le quiso brindar. Así por ejemplo, en mayo de 1831 el intendente de Santiago oficiaba al ministro de la Guerra solicitando la formación de un batallón de infantería cívica en la ciudad de Rancagua, pues «de este modo se logrará establecer el orden público, y se cimentará la subordinación tan necesaria en el estado de desorden de esas comarcas», amenazadas aún por las correrías de los hermanos Pincheira196. Por su parte, y haciendo alusión a la brillantez con que se había festejado el 18 de Septiembre de ese mismo año, El Araucano enfatizaba las «infinitas reflexiones de admiración y de esperanza» que había inspirado en los pechos patriotas la presencia de las guardias cívicas, básicamente porque «la disciplina y la moral han reunido en un mismo individuo al proclamador de la libertad, y a su constante defensor»197. Así también lo percibía Diego Portales, quien en su memoria como ministro de Guerra y Marina de 1836 resaltaba «la confianza que deben inspirarnos el espíritu y la disciplina de las guardias cívicas», «preciosa institución», a su parecer, que el gobierno estaba empeñado en «extender a todos los pueblos de la República». En una correspondencia privada remitida un año después, volvía a ensalzar a los milicianos como «una clase tan meritoria y que nos ha sido tan útil y tan fiel»198.

      Como se sabe, esa fidelidad se puso dramáticamente


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