Caudillos y Plebeyos. Julio Pinto Vallejos

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Caudillos y Plebeyos - Julio Pinto Vallejos


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se celebra la festividad, se forma un círculo de pequeños cuartos cubiertos con ramas destinadas a la venta de licores fuertes, a los cantos y bailes indecentes, al juego y a la destemplanza». Esto naturalmente provocaba la parálisis de las actividades productivas, además del consabido cortejo de riñas, heridas y muertes. En suma, y proyectando estos efectos hacia un plano más general, se afirmaba que «si buscamos la causa de muchos males públicos, tal vez no la encontramos en otra parte que en estas fiestas: si la desmoralización de la multitud, si la poca sumisión de los hijos a los padres, si la suma pobreza de las clases inferiores, si la abyección en que viven, si en fin una mortalidad que sorprende a vista de la benignidad del clima que habitamos, si de todo esto buscamos la causa, en la intemperancia, en la disolución, en la prodigalidad de las fiestas la encontramos, y encontraríamos también sin necesidad de muchas reflexiones la de otros males públicos que nos afligen y cuyo número no es corto ciertamente»148.

      Como respuesta inmediata a esta amonestación, que seguramente no era sino una estrategia para ir preparando los ánimos del público lector, el 4 de julio de 1836 el ministro Portales enviaba a los intendentes una circular señalando que «la costumbre generalizada en toda la República de celebrar las Pascuas, la festividad de los Santos Patronos y la de Corpus Christi, formando habitaciones provisorias a que se da el nombre de ramadas» se prestaba como aliciente «a ciertas clases del pueblo, para que se entreguen a los vicios más torpes y a los desórdenes más escandalosos y perjudiciales», lo que resultaba en «el abandono del trabajo, la disipación de lo que éste les ha producido, y muchas riñas y asesinatos». Por tal razón, concluía «prohibiendo absolutamente en todos los pueblos de la República que se levanten dichas ramadas en los días señalados y en cualesquiera otros del año»149.

      Ni las propias fiestas nacionales, cuya implantación en la sociabilidad popular constituyó uno de los afanes prioritarios de todos los gobernantes durante estos años de formación republicana, y en las que solían tolerarse manifestaciones como las que el documento recién citado tan fuertemente estigmatizaba, pudieron escaparse a este prurito moralizador. Así, el propio Portales firmaba un decreto de febrero de 1837 (precisamente en vísperas del Carnaval) en que las tres fechas nacionales que hasta entonces se conmemoraban oficialmente (el 12 de febrero, el 5 de abril y el 18 de septiembre) se reducían sólo a esta última. Fundamentaba el ministro esta disposición aludiendo a los «perjuicios de consideración al servicio público y a las ocupaciones de los particulares», originados por la multiplicidad de festejos, estimando que los fines patrióticos a que ellos propendían podían cumplirse perfectamente mediante su «reunión en un solo día». Con todo, es pertinente recordar que en ese día se siguió permitiendo oficialmente el funcionamiento de ramadas y chinganas, así como el consumo de alcohol y otras prácticas lúdicas que durante el resto del año se pugnaba por suprimir. El cerco sobre la sociabilidad popular, obvia y necesariamente, reconocía límites150.

      Ejemplos como éstos podrían seguirse acumulando. Las lidias de toros, por caso, prohibidas oficialmente desde 1823, seguían celebrándose pese al disgusto de las autoridades peluconas. «Se trabaja con tesón por restablecer la moral en todas las clases del Estado», apuntaba un editorial de El Araucano de 1831, «y sin embargo se observa que no todos los funcionarios coadyuvan a este digno objeto. La fiesta de toros está justamente prohibida en toda la República, y no obstante en la villa del Monte se ha hecho varias veces, sin saberse con qué permiso, y en cada una de ellas no han faltado desgracias»151. «¿Será creíble», insistía un colaborador de ese mismo periódico tres años después, «que todavía exista el bárbaro, horroroso espectáculo de lidias de toros, después de haberlo sabia y humanamente prohibido el soberano Congreso?». Y añadía, recriminatoriamente: «se tendría esta inobediencia por un reto, un insulto a la autoridad, si no se supiese que es efecto del descuido de ésta. ¿Cuándo podremos decir lo mismo de la maldita casa de gallos?»152. Recogía el guante una vez más, con previsible indignación, el ministro Portales, en una nueva circular a los intendentes: «el gobierno ha sabido con el más alto desagrado que en algunos pueblos de la República se infringe escandalosamente la ley del Congreso Constituyente promulgada en 16 de septiembre de 1823, que prohíbe perpetuamente en el territorio de Chile las lidias de toros, y en su virtud V. S. vele sobre su observancia en la Provincia de su mando, bajo la más estricta responsabilidad»153.

      Lo propio ocurría con las carreras de caballos (donde «se falta al respeto público y a las buenas costumbres por las palabras obscenas que se vierten en medio de la concurrencia»)154; con las procesiones religiosas, en las que ofendían la sensibilidad oficial prácticas como las de flagelarse («más de cuarenta individuos casi enteramente desnudos abrían la procesión cubiertos de sangre y desgarrándose sus carnes con una disciplina horrorosa»)155; y hasta con las relaciones amorosas, respecto de las cuales un intendente de Santiago deploraba «los males que sufre la moral pública con la multitud de amancebamientos que se notan principalmente en la clase pobre», transgresiones que no vacilaba en castigar con la cárcel156. En suma, era toda una forma de vida la que se estimaba urgente modificar, en plena consonancia con el impulso «civilizatorio» que se apoderó de las oligarquías latinoamericanas decimonónicas, y que sería inmortalizado discursivamente pocos años más tarde por ese gran admirador y colaborador del orden pelucón que fue Domingo Faustino Sarmiento. Como muy bien lo dijo María Angélica Illanes algún tiempo atrás, el orden social que quería implantar la élite portaliana era intrínsecamente «censurante», y su propósito era «mantener al pueblo entre-muros, despejando su presencia festivo-expansiva sobre el espacio abierto». O dicho más claramente: «el ordenamiento social republicano debía actuar limpiando las calles de pueblo, y resguardando el exclusivismo y la estratificación en los recintos públicos»157. Era, en suma, otra forma de desalojo, de urgencia similar a la de corte político que se analizó en la primera parte de esta sección.

       2. La contención

      Más allá de los deseos y prejuicios aristocráticos, la expulsión del mundo plebeyo de los espacios comunes, ya fuese figurada o literal, no era a largo plazo una estrategia viable, ni plenamente deseable. No era viable, porque era imposible mantener a los incómodos y escandalosos actores populares permanentemente alejados de aquellos lugares en que transcurría gran parte de sus vidas, y los cuales naturalmente se resistían a abandonar. Tanto por hábitos de movilidad ancestral y sociabilidad grupal como por la miseria que ensombrecía sus reductos privados, lo normal era que el pueblo prefiriese interactuar y expansionarse en los espacios públicos y no en el confinamiento «entre-muros» (al decir de María Angélica Illanes) al cual querían relegarles las clases patricias. Pero tampoco era ésta, a final de cuentas, una opción deseable, porque esos mismos aristócratas requerían de la plebe para que les trabajara, les sirviera, luchara en sus guerras, y dotara de un mínimo de credibilidad a un proyecto republicano teóricamente basado en la soberanía popular, o a un proyecto de nación que se fundaba sobre el principio de pertenencias e identidades compartidas. En consecuencia, más que excluir, lo que verdaderamente correspondía era disciplinar, reactivando los hábitos de acatamiento y subordinación. Para tal fin, ha propuesto María Angélica Illanes, los instrumentos más adecuados parecían ser el azote, el salario, y la ley158.

      En teoría, lo que debía primar en esta trilogía era la ley, invocada por el orden portaliano como su principio máximo de legitimidad. En sus momentos más «doctrinarios», la ley se confundía, o era el sustento fundamental, de los dos grandes referentes sobre los cuales debía edificarse el nuevo pacto social: la patria y la república. «Si la ley y la sujeción a ésta son tan necesarias», argumentaba con vehemencia Andrés Bello, «puede decirse con verdad que ellas son la verdadera patria del hombre y todos cuantos bienes puede esperar para ser feliz». Y agregaba: «no es ciertamente patria por sí solo el suelo en que nacimos, o el que hemos elegido para pasar nuestra vida». Patria era, al menos para él, «esa regla de conducta que señala los derechos, las obligaciones, los oficios que tenemos y nos debemos mutuamente: es esa regla que establece el orden público y privado; que estrecha, afianza y da todo su vigor a las relaciones que nos unen, y forma ese cuerpo de asociación de seres racionales en que encontramos los únicos bienes, las únicas dulzuras de la patria: es


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