Música y mujeres. Alicia Valdés Cantero

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Música y mujeres - Alicia Valdés Cantero


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la Escuela Nacional de Música de Madrid.

      El ser profesora de asignaturas «de adorno» constituía la única opción profesional o semirremunerada de las señoritas músicas de principios de siglo. La música era un «adorno» que contribuía a dotar a la futura madre de familia de mayores encantos a la hora del matrimonio; era una especie de «dote» mayor que unir a la belleza, la «delicadeza» o la hidalguía familiar.

      Escribe Brian Trowell analizando la interpretación de la música en el Renacimiento:

      Las damas también tocaban, cantaban y bailaban, ya que estas habilidades les permitían mostrar un cuello torneado, una cintura de avispa, un hermoso par de hombres y un brazo o una boca deliciosos, porque todas estas habilidades musicales formaban parte de las comuniones del juego del amor cortesano.

      Las motivaciones de estas damas renacentistas quedan por investigar, pero lo que sí sabemos es que las mujeres que hacen música son vistas por los hombres y por la sociedad (patriarcal) como objetos de uso sexual.

      Música y poder

      Sin remontarnos al pasado remoto, Boris Vian escribía hace unos años en unas de sus críticas de jazz: «Una pelirroja, Norma Carson, toca como fuego, parece que suena agradablemente. Habrá que presentársela a Kathleen Stobart. Yo siempre voy a los conciertos de orquestas femeninas (para mirar, claro)». Es conocido el caso de la prima donna de las óperas del siglo xviii y principios del xix que, según nos relata Stendhal (en su Vida de Rossini), tenían que soportar los flirteos constantes del empresario de turno. Más aún soportaban, hace más de dos mil años, las crotalistas y aulétridas griegas que se alquilaban para los banquetes (masculinos) donde tocaban y bailaban desnudas por muy poco dinero (no podían acumular clientes ni dracmas —las tarifas ponían dos límites: solo un cliente diario, solo dos dracmas diarios— mientras los «grandes solistas» varones se enriquecían) y, además, eran expulsadas del banquete cuando los hombres iniciaban la «discusión espiritual» (en palabras de Platón). Esto, entre otras cosas, nos acerca a otra constante histórica: la ausencia de las mujeres en funciones que conllevan poder económico, político, social, religioso o militar (poder a secas) quedando en muchos casos expresamente vetada la música relacionado con el ejercicio de estos poderes.

      Las mujeres han participado en muchas ocasiones en la música religiosa (coros de sacerdotisas egipcias, griegas y romanas cantaban himnos a las divinidades), pero nunca desde el poder. Mahoma toma medidas contra las muchachas cantoras; el rey David nombra a los varones de la tribu de Leví para que cuiden la música del templo, situación que, apoyada por la máxima de San Pablo «mulieres in ecclesia taceant», se perpetúa en la Iglesia Católica hasta el siglo xx.

      Las capillas musicales medievales del alto clero y de la nobleza europea estaban compuestas solo por hombres (las voces agudas las hacían niños y castrados).

      Las mujeres también eran excluidas de las formaciones orquestales del siglo xix de alto prestigio político y social. Y no solo tenemos referencias de la historia de Occidente: sucede igual en otras culturas, ya que en todas las conocidas existe una estructura patriarcal. En algunas culturas de África negra el tambor está asociado al ejercicio del poder y el primer tambor, equivalente al director de la orquesta occidental, es siempre un hombre.

      División sexista

      Las dos actividades musicales de mayor rango social en los dos últimos siglos han sido la composición y la dirección de orquesta. El trabajo del compositor estaba unido al del intérprete hasta prácticamente el siglo xviii. Ha sido en la época de preponderancia del compositor sobre el intérprete, de separación de funciones en pro de una de ellas, cuando la mayoría de las mujeres han dejado de tener acceso a esta función.

      La cuarta característica, que puede englobar a todas las demás, es la división sexista del trabajo musical. Existen divisiones y subdivisiones múltiples y lo más interesante de estudiar es que estas son cambiantes a lo largo del tiempo y del espacio. Ya hemos hablado de las crotalistas y aulétridas griegas (los crótalos son castañuelas y el aulós similar a la dulzaina). Pues bien, en las orquestas sinfónicas difícilmente encontraremos una instrumentista de percusión ni —salvo en los últimos años— de viento. Y aun dentro de las de cuerda («femeninas» en los dos últimos siglos) muy raramente existen contrabajistas. Tantas y tantas excusas ha puesto la sociedad para justificar esta división que incluso hubo quien inventó, a principios del siglo, un violín «femenino» que se tocaba apoyándolo en las piernas en lugar de en la barbilla, porque así resultaba más «femenino».

      Aunque el panorama puede parecer desolador, y más aun sabiendo que hasta prácticamente hoy algunas orquestas seguían negando su entrada a las mujeres, estas, o algunas de ellas, han participado, participan y continuarán participando en todas las actividades musicales, aunque muchos «críticos» vayan solo a ver y no a oír.

      Marisa, Pao y yo

      «Sol la, sol la, sol sooool Fa». La lección 20 del método de solfeo de «Progreso Musical», cantada por angelicales vocecillas y con un acompañamiento algo pedestre de piano. Así empezaba uno de nuestros programas de «Mujeres en la música», el dedicado a las mujeres pedagogas. Grabamos esta lección de solfeo con grandes risas un día en la buhardilla-casa de Marisa Manchado. Ella hacía el papel de «señorita de música», es decir, tocaba el piano, y Pao Tanarro y yo cantábamos como aplicadas alumnas de primero de solfeo una lección que yo escogí porque a los seis años, cuando la estudié por primera vez, me encantaba.

      Marisa, con larga melena ondulada y oscura, enorme voz y risa desmesurada de grandes carcajadas es justo lo opuesto a la moderada «señorita de música» que intentaba imitar. En cuanto a las aprendices de alumnas, las dos tenemos la voz aguda, sobre todo Pao, y es un placer escucharla lanzar diatribas, como dardos puntiagudos, contra el machismo, con esa vocecilla infantil, de la que se esperan frases insulsas o lecciones de solfeo, cualquier cosa excepto justo lo que dice.

      En la lección 20, había unos silencios que marcábamos aspirando hacia arriba exageradamente, así me lo enseñaba de pequeña mi señorita Isabel (ella sí era una verdadera señorita de música), para que aprendiera bien aprendido que el silencio también hay que medirlo, aunque no tenga sonido. Conseguía con ello despertarme de las somnolientas horas de solfeo y piano, sentada en una silla con dos almohadones para llegar a las teclas, vestida con el uniforme gris del cole y peinada con apretadas trenzas.

      Aquel día, en casa de Marisa, hicimos de niñas para ambientar mejor nuestro programa y meternos de lleno en el tema de las mujeres en la música, porque en esa lección 20, con sus silencios exageradamente aspirados, se resumía muy bien la relación que tuvieron a lo largo de la historia muchísimas mujeres con la música, la de señoritas decentes pasando lánguidas horas ante el piano, para poder ofrecer al futuro pretendiente los gorgoritos de su aguda voz o los vivos movimientos de sus blancas manos. Y si nadie pica, pues la niña de mayor puede ser señorita de música, que es un oficio muy recatado que se puede ejercer hasta en las mejores familias.

      Hace poco he vuelto a escuchar este programa, pues, para celebrar el 30º aniversario de Radio 2 (ahora, Radio Clásica), los directivos de Radio Nacional han tenido la buena idea de repetir algunos de los espacios emitidos a lo largo de su historia. Y eligieron el nuestro entre otros por su «tema altamente sugestivo ya desde su título genérico», según dice el presentador. Aparte de lo chocante de escuchar en la despedida cómo felicitábamos el año nuevo (la fecha de emisión era el 31 de diciembre) la verdad es que el programa dedicado a las pedagogas me pareció extraordinario, en lo que el término significa fuera de lo común y ordinario. Marisa me lo dijo por teléfono: «Éramos estupendas, éramos magníficas».

      Sí, lo éramos, pero sobre todas las cosas, éramos atrevidas. En primer lugar, porque desconocíamos absolutamente el medio: ninguna de nosotras, ni siquiera yo que soy periodista de profesión, se había puesto nunca delante de un micrófono y menos había inventado un programa de radio, escrito un guion, buscando las ilustraciones sonoras y presentando el programa. Y, todo esto, sin red. Con nulo bagaje radiofónico, y gracias a Gabriel Vivó, que consiguió que aceptaran en la circunspecta Radio 2 una serie firmada por tres locas, cuya relación con la música era desde la aficionada (yo) que trabajaba


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