La alimentación de los antiguos mexicanos en la Historia natural de la Nueva España. Hernández Francisco

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La alimentación de los antiguos mexicanos en la Historia natural de la Nueva España - Hernández Francisco


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y no ponen huevos como los otros pescados; tiene dos alas como brazos fuertes con que nadan, el rostro tiene harta semejanza al buey”.24

      El protomédico lo describe casi de la misma forma, como “una bestia casi informe semejante a un becerro, con cabeza abultada como de cabra así como los brazos delanteros; es de color pardo, está cubierto de pelos ralos, y aunque es feroz no muerde. Vive tanto en el mar como en la playa (y aún se aleja de las aguas), y se alimenta de las hiervas costeras y de cierto género de higos marinos”.

      Continúa: “su grasa y su carne son como de cerdo y es ésta de gusto agradable sea que se coma fresca o salada…”

      Leamos fragmentos de otra pormenorizada descripción, la de Motolinía. Los que él vio se localizaban en el río Papaloapan, cerca de la desembocadura en el Golfo de México. En los esteros los había en buen número y el fraile lo considera “el más precioso pescado que hay en el mundo”. Eran de carne abundante “tanta […] como un buey”. Al ser anfibios, salían a la ribera a comer hierba, que era su alimento. Los indios los cazaban con arpones y con redes, pues son animales mansos. La abundancia y sabrosura de su carne, así como la manteca que se obtenía fueron cualidades que se revirtieron en contra de los manatíes; hoy es un animal en peligro de extinción. Contribuyó a ello no poco la permanente presión de los conquistadores sobre los recursos naturales; fueron grandes depredadores.

      Otro tanto ocurrió con los toros y vacas del norte de México y parte de sur de Estados Unidos, cuya carne era, desde el punto de vista de Hernández, “no menos sabrosa y saludable que la de las vacas de nuestra tierra, que los indios comen cruda bebiendo también la sangre y abrigando con las pieles su cuerpo contra el frío”.

      Todavía a fines del siglo XVIII, el jesuita Ignacio Pfefferkorn menciona que en el noroeste de Sonora, cerca de las montañas habitadas por los apaches

      Ernesto Camou Healey atribuye a este antecedente, el hecho de que en aquella región tuvieran tanta familiaridad con las especies mayores llevadas por los españoles. Cada misión, comenta, tenía su propio hato de ganado. Así el cuidado del ganado por parte de los indígenas “vino a constituir también una manera eficiente de llenar los tiempos muertos entre las diversas labores de la actividad agrícola, además de proveer a los misioneros de uno de los platillos principales de su sustento: la carne de res”. La presencia de ganado vacuno es característica, hasta la actualidad, de una parte importante del estado de Sonora. Los cíbolos o bisontes aparecen con frecuencia en la gráfica colonial que describe el norte del país. Hoy han desaparecido.

      Otros animales comestibles eran los armadillos o ayotoctlis, literalmente, conejo con coraza como calabaza; Hernández traduce el nombre como conejo cucurbitino. A las citlis o liebres las considera “parecidas a las nuestras tanto en figura como en propiedades alimenticias…” Lo mismo opina del tochtli o conejo, que “proporciona un alimento no menos sabroso que los de nuestra tierra”. Es interesante el uso artesanal que hacían los indios del pelo de ambos animales, pues lo entretejían “en sus vestidos y en los lienzos que usan a modo de capas”. Comenta al respecto: “tan grande es la industria y diligencia de esta gente para aprovechar las cosas más insignificantes”. De la carne de tuza afirma “que es comestible, gorda y de gusto agradable”.

      Entre los mamíferos que hemos seleccionado de la obra de Hernández hay tres de los que no hace ninguna referencia respecto de su uso como alimentos: el venado, la ardilla y los perros. Sin embargo, hemos transcrito sus descripciones pues, como es bien sabido, estaban en las mesas indígenas.

      Podemos afirmar al hacer el recorrido por los mamíferos comestibles, que la idea generalizada de que los indios de México no comían proteína animal, no se sostiene. Esto se confirma aún más al seguir el recorrido y comentar acerca de las aves, los insectos y otras especies.

      Éste es un caso de alimento despreciado por determinados grupos sociales, que se reconoce una vez que la ciencia occidental prueba sus virtudes. En México se abandonó su recolección por ese tipo de prejuicios, hasta que en 1967 se observó que en los tanques de evaporación de obtención de sosa de la empresa Sosa Texcoco, se generaban grandes cantidades de alga espirulina. Se inició así la producción en los márgenes del lago de Texcoco, pero como tantas veces ocurre en nuestro país, esta planta se cerró cuando ya alcanzaba casi 500 toneladas de producción.

      Francisco Hernández no sólo se refiere a la ixtaxalli o sal de mar; también menciona las sales de río, de lago, de manantial, de pozo y la fósil, pero sin dar detalles. Los interesados podrán acudir al que es sin duda el trabajo más completo sobre el tema de la sal: Influencia de la sal en la distribución geográfica de los grupos indígenas de México de Miguel Othón de Mendizábal. El recorrido histórico y geográfico que hace de todo el territorio mexicano para relacionar los lugares de asentamiento con la proximidad de este mineral imprescindible, se basa en numerosos testimonios de cronistas que abarcan los tres siglos del virreinato.

      Permanencia del tequesquite. Quizá por ser más novedosa por su calidad y por la manera de obtenerla, de entre las sales le dedica más espacio al tequesquite. Este tequíxquitl, comenta el preguntador del rey, se barría con escobas o se recogía con las manos en cantidad considerable, durante la época de secas. Considera que este legítimo nitro era “blanquísimo” y se condensaba en granos como de sal común para su uso. Para separarlo de la tierra se maceraba


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