Diagnóstico organizacional. Darío Rodríguez Mansilla

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Diagnóstico organizacional - Darío Rodríguez Mansilla


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para comprender y luego configurar lo así conocido.

      La razón analítica obtiene resultados –en el pensamiento formal, matemático; en la política; en la economía; en la guerra; en la ciencia– y por esto pasa a transformarse la división en sinónimo de razón. La división del trabajo, por ejemplo, puede ser llevada a extremos que no se producen espontáneamente, sino que son resultado de la aplicación a las tareas humanas de una “racionalidad científica”, como lo intenta Taylor.

      El método, además, debe permitir que el acto de conocer quede determinado por el objeto. En otras palabras, el conocer es un proceso interactivo entre un sujeto que conoce y un objeto que es conocido. En esta interacción es posible que el sujeto vea lo que quiere ver, es decir, que deje –consciente o inadvertidamente– que sus preferencias y prejuicios alteren las características del objeto conocido. El método debe impedir esta interferencia de lo subjetivo en el conocimiento.

      Curiosa problemática es la que queda así planteada, en que la acción de conocer se define como una acción a la que su objeto determina activamente y en la que al sujeto le cabe un papel pasivo. El conocer se transforma, así, en una suerte de padecer en que la acción del sujeto se limita a dejarse impresionar, como una placa fotográfica, por el objeto.

      Con el surgimiento de la teoría de sistemas, se produce un cambio en la aproximación al conocimiento y, en consecuencia, en el método científico.

      En efecto, la teoría de sistemas tiene pretensiones de universalidad y, con ellas, se ve obligada a considerarse a sí misma como parte de su objeto de estudio.

      A lo anterior se agrega el hecho de que la teoría de sistemas aparece como respuesta al descontento de algunos científicos con el método reduccionista que había imperado en las ciencias y que impedía captar lo propio de algunos ámbitos específicos de estudio, tales como los de la biología y los de las ciencias humanas, que surgía a partir de cierta complejidad irreductible, de un nivel dado de emergencia.

      La teoría de sistemas, como lo indica su nombre, tiene por objeto la comprensión de totalidades complejas, que deben ser entendidas en su globalidad y no de forma analítico-reduccionista.

      El observador pasa a ocupar una posición central en esta teoría. El sistema incluye al observador, de tal modo que el problema que se plantea es el de la autorreferencia. Toda observación que el observador haga es asimismo parte del sistema e influye en él. El observador ya no puede pretender observar sin ser observado.

      Con estas consideraciones, se hace necesario reconceptualizar el acto de conocer. El sujeto es parte de su objeto y configura al objeto en el momento del conocimiento. Sujeto y objeto no pueden ser entendidos ya como entes separados, sino como integrados en el acto creador de conocer. Pero, ¿cómo se entiende ahora la objetividad?

      Se ha transformado en un lugar común el definir –y entender– la objetividad como adecuación entre una determinada aseveración y la realidad. Se dice que una cierta explicación científica es objetiva, por ejemplo, en la medida en que se puede demostrar que en ella no ha ejercido influencia el sujeto que conoce. Todo lo que en ella se afirma ha resultado, por consiguiente, de la observación fría de las características del objeto.

      Se ha llegado, en esta forma, a entender que en la ciencia se explica la realidad y que esta explicación resulta mejor que otras, como por ejemplo las del conocimiento vulgar, porque el método científico permite asegurar la objetividad, entendida como reflejo fiel de la realidad.

      Lo que la ciencia estudia son hechos y estos –según el muy antiguo e influyente libro de Goode y Hatt– son observaciones empíricamente verificables. La ciencia, remarcan Goode y Hatt (1952: 7), es un método de aproximación al mundo empírico, es decir, al mundo susceptible de ser captado por el hombre a través de su experiencia.

      Se dice que los hechos son porfiados, que se resisten a la manipulación y a los deseos de quienes los observan y en esta característica de los hechos, se fundamenta la exigencia para la ciencia de tener un carácter empírico, vale decir, que sus afirmaciones sean comprobables a través de la experiencia.

      En el origen mismo de la sociología se encuentra que sus fundadores –Durkheim, Comte– consideran necesario que para que esta adquiera el estatus científico, debe adoptar como propio el método científico, que en la época es el positivista. El positivismo sostiene que es imposible tener acceso al mundo real. Solo es posible basar el conocimiento, por lo tanto, en lo perceptible, en el mundo sensible, aquel que podemos captar a través de nuestros sentidos. Un hecho “positivo”, por lo tanto, surge en la observación y es obtenido mediante los sentidos.

      Inscrito en esta perspectiva, el problema de Durkheim consiste en establecer una ciencia de lo social basada empíricamente, es decir, cuyas afirmaciones se basen en datos inmediatos, concretamente comprobables.

      La objetividad debería entenderse, entonces y ahora, como adecuación entre explicación científica y hecho; como verificabilidad empírica de las observaciones y aseveraciones hechas en el marco de la ciencia. El método debería permitir, por su parte, asegurar esta correspondencia entre lo afirmado y la experiencia.

      Sin embargo, no es este el caso. La epistemología subyacente a la postura positivista y a la posición que actualmente prevalece entre los científicos, supone la existencia de una realidad a la que solo podemos tener acceso mediante nuestros sentidos. Esta postura epistemológica es válida, pero de ella se desprende –innecesariamente– la afirmación de que la comprobación de la objetividad de un aserto científico se logra mediante su mejor aproximación a la realidad.

      Esta idea de la necesidad de comprobar una afirmación científica mediante la aproximación a la realidad, constituye un supuesto innecesario. Sin embargo, este supuesto se ha transformado en el símbolo por el que quiebran lanzas los caballeros de la ciencia, defendiendo o atacando los molinos de viento de una realidad cuya experiencia es innegable, pero a la cual está vedado para la ciencia cualquier otro camino, cualquier atajo directo.

      Desde la teoría de sistemas, particularmente desde la biología, se ofrece una redefinición del método científico que aunque permite dejar en claro la centralidad de la experiencia, ha provocado más de alguna inquietud.

      Humberto Maturana (1990) es quien propone esta redefinición, remarcando que en la ciencia no se explica la realidad, sino la experiencia. No se puede recurrir, entonces, a la realidad externa como criterio de validación de las explicaciones científicas. Según Maturana, hay dos formas de validar una explicación cualquiera:

      i. Recurriendo a la realidad externa, independiente del observador, de tal modo que será válida una afirmación que logre demostrar que es un reflejo fiel de esta realidad. Este es el camino de la objetividad.

      ii. Aceptando la centralidad del observador en la construcción de lo observado. Esto implica “poner la objetividad entre paréntesis”, que no es lo mismo que subjetividad, sino simplemente desechar el argumento de la realidad externa, independiente del observador, como criterio de validación. La validación se logra entonces haciendo referencia a la experiencia. Este es el camino de la (objetividad).

      Pero esto nos lleva a un problema adicional, que es el punto de partida de la reflexión del propio profesor Maturana. Sus trabajos en biología experimental lo llevaron a constatar que es imposible –en el plano de la experiencia– distinguir entre ilusión y percepción.

      Esta constatación conduce al mismo problema al que hemos estado aludiendo: la imposibilidad de recurrir a una adecuación con la realidad externa como forma de validación de las afirmaciones científicas.

      Se hace necesario, por consiguiente, redefinir los criterios de validación de las afirmaciones científicas. Estos criterios deben hacerse cargo de que lo que se explica es la experiencia y, además, deben permitir la acumulación científica


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