Tiempos trastornados. Mieke Bal
Читать онлайн книгу.El libro de Esther. Al mismo tiempo, este intervalo es una experiencia profundamente personal. Así visto, presenciar el intercambio entre remitentes y destinatarios a una velocidad mayor que la permitida por la realidad puede suponerle al espectador una experiencia conmovedora. Se muestra a Mimoune sentado y saludando y, al instante siguiente, los espectadores ven a su esposa, sus hijos y otros parientes mirando la pantalla y devolviendo el saludo. Todo esto parece tan simple, tan normal y, sin embargo, es imposible.
El tiempo, su elisión, se sitúa en el corazón de la ficción, ficción que es más verdadera que la realidad. La estética tan sencilla con la que esta obra opera hace que la ficción parezca engañosamente real. El estilo de las imágenes en Mimoune recuerda a las calidades amateurs del vídeo casero de dos maneras distintas. Las imágenes de España presentan la claridad del vídeo digital, pero las imágenes de Mimoune a duras penas se ajustan al encuadre. Mimoune graba un mensaje de vídeo en condiciones de confinamiento. Su confinamiento visual en el espacio del encuadre puede leerse como una metáfora de su confinamiento temporal en la heterocronía. En contraste, las imágenes filmadas en Marruecos poseen la suciedad del grano analógico transferida al soporte digital. Aquí el encuadre es de una amplitud escalar mayor y la textura de elaboración casera no proviene de un plano corto sino de cierta torpeza en la interacción con la cámara. Los parientes tratan de interpretar su papel lo mejor posible.
Lejos de presentar una estética simplista, la apariencia abigarrada del vídeo casero crea una atmósfera que a ratos evoca cierta incertidumbre de la mirada; una mirada que titubea entre su posible inconveniencia, incluso el voyeurismo, y su necesidad, ya que reconoce el desgarramiento de la familia por culpa de la migración. Es como si la atmósfera afectara a la actuación: se muestra a gente que añora permanecer junta y que, sin embargo, parece tener poco que decirse; gente cuyos corazones están colmados pero que carecen del tiempo para expresar lo que en ellos hay. Mientras buscan las palabras, aminoran la velocidad del habla. Presionados a hablar, no obstante, también hablan antes de encontrar las palabras correctas. Se eliden los intervalos, pero no se ocultan. Hay un desorden temporal absoluto. Así, este vídeo «analiza» aquello que él mismo crea: una experiencia de la heterocronía que es característica de su medio tanto como de su historia.
En esta exposición disfrutamos asimismo de los trabajos del artista sudafricano William Kentridge. En su Procesión de sombras (1999) confluyen varias temporalidades debido, en primer lugar, a la fantasmagórica música de Philip Miller y al canto, igualmente fantasmagórico, de Alfred Makgalemele y, después, por la procesión en incesante marcha. El ritmo del movimiento de las figuras se caracteriza por una regularidad irreal, otra manera de llamar la atención sobre el tiempo y de desnaturalizarlo. En esta heterocronía se halla implícita una doble referencia histórica a dos iniciativas tempranas de arte político: el teatro antiempático de Brecht y las pinturas ambivalentemente negras de Goya, en las que a menudo se aprecia un toque cómico. Las torpes posturas de las figuras de Goya, describiendo el horror, pueden reconocerse en las de Kentridge, lo cual da lugar a una apertura y una ambivalencia de estados de ánimo que termina por «democratizar» el afecto[37].
El artista se muestra claramente interesado por la cuestión del arte político tal como la aborda Brea. En una entrevista, Kentridge define el arte político de una manera que congenia con el punto de vista que yo trato de articular aquí, siendo su propia obra un buen ejemplo de esto.
Estoy interesado en el arte político, es decir, en un arte de la ambigüedad, de la contradicción, de los gestos incompletos y los finales inciertos; un arte (y una política) en el que se pone en jaque al optimismo y a raya el nihilismo[38].
El teatro como ritual lúdico y público, y la imagen fija como registro, confluyen en su trabajo[39].
En Felix en el exilio (1993-1994), una de las animaciones más conocidas de Kentridge, de nuevo con música de Philip Miller, la atención hiperbólica en la persistencia del trazo supone una contribución única a la articulación del concepto de estética migratoria (fig. 3). Kentridge realiza muchas de sus películas a partir de dibujos a gran escala a carboncillo y pastel. Cada dibujo presenta una sola escena. Lo fotografía, lo altera, borrando y redibujando la escena. El papel, transcurrido un rato, se convierte en un palimpsesto de todas las etapas anteriores, lo cual puede leerse, por supuesto, como una metáfora de la memoria, pero es mucho más que eso. Se trata del resultado de una labor: una labor de amor, de solidaridad, de esperanza; una labor que tiene que ver con «hacer» en el sentido de «construir». Asimismo, para lograr el efecto de animación, Kentridge recurre a una técnica mucho más sencilla. En lugar del modo de producción que conocemos, Kentridge desarrolla un método que requiere esmero. En lugar de realizar muchos dibujos para una película, su dibujo brota lentamente como una película hecha de muchas fotografías, antes de ser transferida a vídeo[40].
Fig. 3. William Kentridge, Felix in Exile, vídeo monocanal, 8 minutos 43’’, 1994, vista de la instalación.
Este revés es materia de tiempo, una materialización del tiempo. Así, el trabajoso método, a través de una estética humilde, deviene un homenaje al personaje que va apareciendo poco a poco. Dicho brevemente, este sujeto es un hombre llamado Felix, que está en el exilio. No se especifica de dónde ni en dónde; a buen seguro se ha exiliado de sí mismo, en vista de la apariencia austera y solitaria de la habitación en la que se ambienta la historia. Acompañado por la fantasmal música de Philip Miller y Motsumi Makhene, el personaje, recurrente en películas previas del artista, se encuentra solo en una habitación de hotel examinando minuciosamente los dibujos de Nandi, una mujer africana. Estos dibujos representan –o, mejor, exploran y recuerdan– la violencia infligida contra Sudáfrica, contra su tierra y su gente. Los dibujos que flotan en el campo de visión de Felix, sobre su maleta, al otro lado de la ventana, en las paredes de la habitación donde transcurre su solitaria estancia, muestran el paisaje desolador de la explotación y la masacre. La tierra misma soporta la persistencia de su violenta historia. Los dibujos de Nandi son el resultado de su inspección de la tierra, de la observación de cuerpos ensangrentados.
Cuando Felix se mira en el espejo del lavabo, ve a Nandi como si esta se encontrara al otro lado de un telescopio. Un vínculo inquebrantable une la sensación de proximidad y la distancia cósmica. Cuando disparan a Nandi y ella se funde con el paisaje, como los personajes que estaba dibujando, la habitación de hotel de Felix se inunda de agua azul, de lágrimas, de la animación en sí misma, de la posibilidad de una nueva vida. Cuando Felix casi ha sido arrastrado por el agua (¿de sus propias lágrimas?), casi que llega a fundirse con la historia, cuyas persistencias insisten en mantener vivas el artista y su álter ego, la mujer africana.
Las persistencias, por tanto, son algo más que restos del pasado. Son la materia de esta obra; son la obra: persistencias del dibujo de Kentridge que se va transformando sin borrar su pasado; persistencias de la tierra llena de cicatrices por efecto de la explotación y la excavación de tumbas; persistencias de los dibujos de la mujer africana, de su dibujo de las persistencias. Así, esta obra sugiere que la brutalidad del régimen racista no puede borrarse. El olvido, también necesario, debe ir acompañado por actos de recuerdo. El dibujo es un acto de este tipo. Dibujar trazos que persisten es una manera, un método, de animar la historia y su memoria en el presente. Y, si las pocas hojas que soportan las persistencias del carboncillo de su aparición anterior también presentan estratos de un paisaje y de una historia, significa que tanto el tiempo como el espacio han de mantenerse vivos en el presente.
No obstante, no siendo posible ni aceptable borrar el pasado, el modo en el que las imágenes se ponen en movimiento tanto en Felix como en Shadow sugiere asimismo la variabilidad del espacio, de la historia y del paisaje. La secuencia de este último no tiene principio ni final; la porción de tiempo que no cesa de pasar también rehúsa rendirse a la presión de una narrativa del desenlace. En Felix, el dibujo de Kentridge –el dibujo como acto, tanto como resultado– pone en primer plano ese movimiento que es tan esencial para vídeo como para la existencia migratoria. Felix demuestra que el espacio, soportando las persistencias de su pasado, puede ser transformado. La obra produce transformaciones constantes: dibujos que se tornan paisaje, una figura