Tiempos trastornados. Mieke Bal
Читать онлайн книгу.visuales es ofrecer, entre otras cosas, una metahistoria del arte crítica.
Agencia visual
Una característica definitiva de la composición interdisciplinar del análisis visual es el deseo de intervenir, no sólo en el ámbito académico con el que se asocia sino también en las prácticas culturales que uno estudia. Dado que ver es un acto de interpretación, la interpretación puede influir en la manera de ver y, por lo tanto, de imaginar posibilidades de cambio. Homi Bhabha sugiere un tipo de acto potencialmente intervencionista de los estudios de cultura visual al proponer el análisis de lo que él llama «serialización» (1994: 22). Los objetos puestos en relación de un modo específico establecen nuevas series, lo que facilita la elaboración y reiteración de sus enunciados. No obstante, no sólo las series son susceptibles de análisis. La serialización es un derivado de las tecnologías aparentemente objetivas de observación y clasificación de la misma manera que fenómenos típicamente modernos como el censo, el mapa y el museo también funcionan como tecnologías de evaluación y poder. Estos fenómenos son objetos por excelencia de los estudios de cultura visual, pero sólo a condición de que su bagaje con respecto a la modernidad, sus bases en el positivismo y su historia de descubrimientos, orden y propiedad se tomen también en consideración. Sólo entonces podrán dichos análisis resultar convincentes y a la vez motivadores de ordenamientos alternativos.
Las intervenciones que Bhabha propone plantean cuestiones de análisis visual en un sentido bastante diferente al que yo he propuesto hasta el momento. Según él, la visualidad es una herramienta de análisis, no un objeto. Sin embargo, hoy día muchos analistas visuales y artistas anhelan establecer una conexión de relevancia entre el arte, u otras expresiones de la cultura visual, y las cuestiones serias de nuestras sociedades. Que es posible llevar esto a la práctica, tanto en la práctica artística como en el análisis visual, sin recurrir a la propaganda a favor de ninguna causa particular, es el tema principal de esta sección. En ella trataré de invocar, indirectamente, a José Luis Brea y su testimonio intelectual. Uno de los líderes intelectuales de los estudios visuales en España y allende sus fronteras, y tras conocer que su tiempo en este mundo estaba alcanzando su límite, Brea decidió redoblar sus esfuerzos y llevar a cabo tres cosas de vital importancia para él. Escribió un nuevo y brillantísimo libro, rotundo legado intelectual, sobre la interrelación de las imágenes como persistencias (2010). Elaboró una publicación especial, tomándose la molestia de invertir su tiempo en editar un volumen sobre (o, mejor dicho, contra, a partir de argumentos tipo «no, a no ser qué» y «sí, pero») esa categoría que tantos insultos ha recibido: el arte político (2009). El tiempo se le agotaba y optó por continuar colaborando porque creía en la solidaridad del pensamiento. Además comenzó a realizar una película de ensayo sobre las tres eras de la imagen, un proyecto que, desgraciadamente, no pudo completar. Tres actividades: desplegar su brillante intelecto, colaborar con sus colegas y transformar creativamente su medio.
Mi relación con José Luis Brea conlleva esas tres actividades. Para con su escritura, deseo proseguir con nuestro diálogo sobre la tensión entre la generalización y la singularidad del arte. Para con su publicación especial, quiero prestar atención a su cautela, pero explicando mi punto de vista sobre la necesidad de un arte político. Para con su trabajo con el cine, yuxtapondré mi trabajo cinematográfico (véase la última parte de este libro). En este punto, evocaré muy brevemente dos obras de arte que son políticas pero que se resisten a adoptar la retórica del arte político. De hecho, son políticas porque son arte; su impulso político se despliega en el propio trabajo artístico.
Anticipando un tema que recorre muchos de los capítulos de este libro, mis ejemplos están relacionados con la temporalidad. Un ejemplo llamativo –pues cuenta con esa obviedad de la brillantez– es el vídeo de Gonzalo Ballester Mimoune (2006) (fig. 2). A simple vista, esta obra parece bastante simple y francamente política. Mimoune, un inmigrante sin papeles, que está viviendo en el sur de España, entra en cuadro y comienza a hablar de su familia en Marruecos. En el siguiente plano, que presenta una cualidad técnica diferente, sugiriendo que fue filmado con una cámara analógica, el espectador presencia las respuestas de la familia. Lejos de la simpleza, sin embargo, esta sofisticada obra integra, con una concisión que rara vez se ve, las características del vídeo con las de la cultura migratoria. Estas características pueden resumirse en una palabra: «heterocronía». Dicho concepto emerge del trabajo artístico, como resultado de la experimentación artística con el medio y con el tema, sin distinción[36].
Fig. 2. Gonzalo Ballester, Mimoune, vídeo monocanal, 12 minutos, 2006, captura de fotograma.
Mimoune trata acerca del umbral: el umbral es el mar. Se basa en la estética epistolaria (Nafici 2001). En vez de consistir en la lectura de cartas y en imágenes añadidas, no obstante, constituye una suerte de correspondencia a través del vídeo. El vídeo es imagen en movimiento electrónicamente procesada; una imagen de movimiento. Junto con el teléfono móvil y la cámara digital, hoy día el vídeo es un instrumento muy extendido en la práctica cultural. Los migrantes, en particular, lo utilizan como medio de conexión con la familia y los amigos que dejaron «en casa», a enorme distancia, de modo que suplementan su existencia en movimiento con imágenes en movimiento de esa existencia. Funciona de la misma manera que solía funcionar la fotografía.
Habiendo sido la imagen en movimiento y la migración fenómenos de actualidad y efecto sustancial durante el siglo xx, en el presente parece que la visibilidad del vídeo y de la migración está destacando cada vez más, basándose, respectivamente, en el volumen y variedad de los pueblos en movimiento y el creciente atractivo y accesibilidad del vídeo. Parece de utilidad, entonces, ver si es posible entender aspectos de uno a través del otro. Esto nos ayudaría a dejar atrás las tendencias moralizadoras tan habituales en los debates sobre cultura migratoria, además de la ilusión de autonomía artística que se opone a todo arte «político» o, al contrario, la exigencia de que el arte debería igualarse con la propaganda.
Mimoune está impregnado de tensiones temporales, conformadas por imágenes de añoranza. El sentido del tiempo pasado, que es central en las relaciones entre migrantes y sus países natales, provee, en efecto, el sustento temporal para una vida que entraña a la vez existir en el ahora y luchar por un futuro. El vídeo es el medio del tiempo; del tiempo elaborado, manipulado y ofrecido de maneras diferentes y con múltiples capas. El tiempo está «encuadrado», simulado como real, pero desvinculado del contexto preciso de ese tiempo real que supuestamente representa.
En Mimoune, el artista escenifica las discrepancias temporales en el intervalo que separa la emisión y la recepción, elidiendo el tiempo lento y real del trasiego epistolar. Por tanto, enfatiza la heterocronía inherente al vídeo –el intervalo y el corte– y, o como una imagen de, el corte en la migración –la brecha de la distancia–. Imaginen la vida de alguien que se halla a la espera de residencia legal, de un necesitadísimo permiso de trabajo o de noticias de alguno de los familiares que dejó lejos. Al mismo tiempo, como suelen decir, el reloj sigue corriendo. Esa persona necesita dinero para mantener a su familia «en casa» y, por tanto, para justificar el desgarramiento de su familia, de su vida. Este es el escenario en el que se ambienta Mimoune. En tales situaciones, el ajetreado ritmo de la vida social y económica, siempre demasiado rápido, contrasta nítidamente con el tiempo de la espera, siempre demasiado lento. Aunque las discrepancias temporales y los ritmos interrumpidos tienen lugar en la vida de todo ser humano, resulta fácil darse cuenta de que la heterocronía es específicamente tangible en la vida de alguien que está, de una manera u otra, en movimiento. Visto así, la edición engañosamente fluida y rápida de Mimoune ofrece una serie de instantes liminales apenas perceptibles.
No obstante, la heterocronía es más que una experiencia subjetiva. Puesto que contribuye a la textura temporal de un determinado ámbito cultural, la capacidad de entenderla y experimentarla conscientemente es una necesidad política. Vivir la heterocronía implica que las vidas se desarrollen dentro de ella. Mimoune, en contraste, parece estar ambientado en tiempo real. Esta obra se sustenta en una idea sencilla, una ficción. Es una postal, hecha vídeo, a la que se responde con otra postal. Como ocurre con todo trasiego epistolar, hay un intervalo