Tiempos trastornados. Mieke Bal
Читать онлайн книгу.Dentro del pensamiento binario, hay una contradicción perturbadora entre la realidad analógica descrita por la ciencia y la realidad de la experiencia humana digitalmente codificada en el lenguaje. Como consecuencia de ello, la creencia de que el lenguaje denota la realidad es una contradicción que requiere categorías mediadoras. Según Pajaczkowska, estas categorías «incluyen conceptos tales como el concepto religioso del “más allá” o conceptos supersticiosos como el de “muertos vivientes” o el de “fantasmas”». «Como las categorías mediadoras encarnan la evidencia de la arbitrariedad de la lógica del binarismo, resultan particularmente ansiogénicas y los conceptos que contienen tienden a ser idealizados o denigrados; por ejemplo, la idea de la existencia del más allá se ha considerado tradicionalmente divina, mientras que los fantasmas se tachan de absurdos». Está claro que nos estamos alejando de la visibilidad a medida que tenemos mejor dominio de la «cultura»[31].
La autora prosigue abordando una consecuencia ampliamente reconocida, cuya conexión es pertinente. La contradicción fundamental entre los conceptos «naturaleza» y «cultura», afirma, da lugar a una categoría mediadora en la que hallamos el concepto de sexualidad. Como resultado –y esta es la razón de ser de su libro– el feminismo deviene una necesidad lógica para cualquier teoría de la cultura, incluyendo –y, en muchos aspectos, de manera especial– una teoría sobre cultura visual. En este sentido, la publicación de las Guerilla Girls, The Gerilla Girls’ Bedside Companion to The History of Western Art (1998) acierta de manera convincente en sus análisis visuales y textuales. Académica a la vez que artística, tan dentro como fuera de la historia del arte, se trata, en definitiva, de una obra de y para los estudios visuales.
El concepto de cultura tiene una larga y bien ensayada historia que ningún estudio académico relativo a la cultura puede ignorar o desechar de su programa. Por lo general, se distinguen dos usos del término. Uno de ellos es «lo mejor que produce una sociedad». Esta acepción alimenta el elitismo cultivado por las instituciones sociales. El otro se refiere a los modos de vida, a acontecimientos que siguen un patrón, como los rituales, y también a otros mucho menos demarcados, como son los sistemas de creencias y los comportamientos resultantes de los mismos (McGuigan 1996: 5-6).
En un análisis más sofisticado, Raymond Williams distingue cuatro usos. El primero denota un proceso general de desarrollo intelectual, espiritual y estético. El segundo, más específico, señala las obras y prácticas de la actividad intelectual y especialmente de la actividad artística. El tercero, más antropológico que etnográfico, se refiere al estilo de vida particular de un pueblo, periodo o grupo. La cultura, en este sentido, une a las personas –a la par que excluye a otras– en función de una autoimagen homogénea. El cuarto y último distingue la noción de cultura como sistema de significación a través del cual un orden social necesariamente (aunque no exclusivamente) se comunica, reproduce, experimenta y explora (Williams 1976: 76-82).
El útil análisis de Williams plantea la cuestión de la definición y sus inconvenientes. En otras palabras, sus cuatro usos siguen oscilando ambiguamente entre lo que una cultura es y lo que hace –o lo que hace un determinado concepto de cultura–. Hooper-Greenhill resume esta actividad como el adiestramiento en la discriminación y la valoración (10). En un contexto similar, Tony Bennet, en su crítica al abuso político de la idea de cultura, señala que el papel reformista de la cultura ha sido visto como una herramienta para transformar lo vulgar y lo sensual en algo más refinado (1998). Por supuesto, esta no es necesariamente la única forma que puede tomar este tipo de adiestramiento; también puede ser el caldo de cultivo para la superación de la división mente-cuerpo y otros «malentendidos» culturales arraigados en el pensamiento binario. La cultura no es (o no es sólo) la religión. Tampoco tiene por qué formar parte exclusivamente del empeño elitista.
Si, por el contrario, la misión del análisis cultural, incluyendo su variante visual, fuera examinar cómo el poder se inscribe de manera diferente en y entre «zonas de la cultura», ninguna de las definiciones de cultura de Williams resultaría adecuada. Ni los conceptos universalizadores (aunque elitistas) ni los conceptos determinantes y homogeneizadores nos permiten examinar los heterogéneos espacios fronterizos donde se entremezclan diferentes prácticas, lenguajes, imaginarios y visualidades, experiencias y voces, entre variadas relaciones de poder y privilegio. Es precisamente en las zonas clave, y en continuo cambio, de dicha mezcolanza donde el poder y los valores delimitan las actuaciones posibles[32].
Sin embargo, «mezcolanza» suena demasiado feliz. ¿Quién tiene acceso a los procesos que definen y establecen los códigos y que (re)establecen las estructuras? Es el acceso, y no el contenido de lo obtenido gracias a él, lo que no se distribuye de manera democrática. La cultura puede transmitir los valores dominantes, pero también puede constituir un lugar de resistencia donde los códigos compartidos dominantes pueden interrumpirse o desplazarse, y donde es posible producir códigos compartidos alternativos. Un ejemplo de tal resistencia selectiva es la manera en la que los artistas africanos han adoptado el mercado que fichó como productores de afrokitsch tras explotar su trabajo como «arte». Una serie de carteles publicitarios de barberías, respondiendo a las expectativas y estereotipos del turismo pero con un guiño irónico, dio reputación internacional a los artistas congoleños Moke y Botalatala Bolofe Bwailenge. La teoría cultural y la práctica visual unen aquí sus fuerzas con la filosofía, terreno en el que, por ejemplo, Judith Butler ha aportado sugerencias influyentes para tener en cuenta tanto la elasticidad del significado como su posibilidad de cambio. La perspectiva performativa de Butler incluye y pone en primer plano la visualidad, pero sin privilegiarla o aislarla –de hecho, no podría hacerlo[33].
En su lugar, tal vez preferiríamos un calificativo que señalara deícticamente un campo «vivo» y, por ello, indefinible. Entonces podríamos hablar de lo «cultural» y referirnos, en palabras de Fabian, a «aquello que la gente consigue cuando tiene éxito en su respuesta a las demandas de múltiples y diferentes prácticas» (2001: 98). La expresión que necesitamos en este contexto es práctica cultural, no cultura, y se define por las controversias que suscita. Desde este punto de vista, no se marginaría las prácticas que cuestionen y que contesten, que resistan y alteren lo que, justo un momento antes del desarrollo de una determinada actividad, todavía pasara por ser un elemento «normal» de «la cultura». La «negociación», prosigue Fabian, «es, por tanto, la alternativa a la sumisión (o culturización, o internalización, etc.). La hibridación, en vez de la pureza, es el resultado normal de dichas negociaciones […]» (98). Desde este punto de vista, aislar lo visual de acuerdo con los objetos que son visuales, participa de cierta estrategia de dominación. Llegados a este punto, surge la necesidad de una interdisciplinariedad genuina, no como un conjunto de disciplinas sino como contextos discursivos en los que se invoque a la «cultura» en relación con otros temas típicos de ese discurso. Así, al igual que la visualidad, la cultura se define en su negatividad, no por sus propiedades[34].
Los objetivos y métodos de los estudios de cultura visual deben comprometer seriamente ambos términos en su negatividad; lo «visual» como «impuro», es decir, sinestésico, discursivo y pragmático, y la «cultura» como inestable, diferencial, localizada entre «zonas de cultura» y elaborada a partir de prácticas de poder y de resistencia. Más sucintamente, las negatividades de nuestras dos palabras clave pueden articularse como tensiones, y las tensiones, aunque no permiten distinciones claras, ayudan a especificar los campos, incluso si ninguno de ellos puede delimitarse:
La cultura visual trabaja en pos de una teoría social de la visualidad, centrándose en cuestiones sobre lo que se visibiliza, quién ve qué, y cómo se interrelacionan la visión, el conocimiento y el poder. La cultura visual examina el acto de ver como producto de las tensiones entre imágenes externas u objetos y pensamientos internos o procesos[35].
Huelga decir que dicha perspectiva no tolera la distinción entre alta cultura y cultura de masas (Jenks 1995: 16). Sin embargo, optar simplemente por ignorarla, negarla o desear que desaparezca supondría también desentenderse de una importante herramienta de la tecnología del poder, la relacionada con el cuarto uso del término «cultura» según Williams. Mejor, entonces, incluir tanto la idea de «alta cultura» –la noción misma y los productos que esta define– como la distinción en la que se fundamenta entre los objetos primordiales de los