Orden fálico. Juan Vicente Aliaga
Читать онлайн книгу.como un síntoma de los miedos masculinos hacia las demandas de igualdad política y social de sufragistas y feministas? Un temor al que se responde desde la hegemonía masculina con una insistencia en la representación de una mujer dócil, aquietada, alejada de cualquier tentación reivindicativa. Se trata de una mujer autosatisfecha, objetualizada, «inmersa en un entorno paradisíaco de tintes primitivistas» como sucede con la obra de Pierre-Auguste Renoir[2]. La acumulación en el arte moderno de imágenes de mujeres recostadas es una de las claves para entender que el modernismo no constituye un lenguaje meramente formalista sino que es transmisor de códigos y valores con contenido de género. En ese sentido, destaca el desafío que lanzó la pintora francesa Suzanne Valadon con La chambre bleue, 1923. En esta pintura, realizada en un contexto masculinista y con un enfoque poco habitual en esos años, la artista se retrata cual ninfa tumbada en un diván, con pantalones y fumando, sin ninguno de los atributos tipificados como femeninos. Estamos ante una suerte de réplica a la Olympia de Manet y a las cortesanas orientalizantes de Matisse. Todo un síntoma de rebeldía.
Las innovaciones de las vanguardias históricas en materia de color, de construcción de espacio, de utilización de nuevos materiales, de modificación de las visiones perceptivas tradicionales están fuera de toda duda. En cambio no parece razonable afirmar lo mismo en lo tocante a la modificación de las normas de género. La idiosincrasia innovadora del fauvismo, del expresionismo y del cubismo en el plano de las transformaciones estéticas formales, que ayudaron a configurar una nueva visualidad plástica, no va acompañada de cambios sustanciales en los roles sociales que propendan a la igualdad entre hombres y mujeres. Al contrario, los artistas, varones en su inmensa mayoría, siguieron reforzando las imágenes de la mujer pasiva, dominada por la mirada de su creador, sojuzgada por su inactividad, adscrita a funciones subordinadas, paralizada por el mismo proceso de objetualización, convertida en un pedazo de carne. Y ello sucedía tanto en artistas que en el plano de la ideología se situaban en posiciones conservadoras, como es el caso de Renoir, como con otros que se manifestaron afines a postulados progresistas. Las demarcaciones de género y el discurso machista atraviesa transversalmente diferentes posiciones ideológicas. Si se piensa por ejemplo en los casos de Strindberg y de Munch, en quienes confluyen muchas concomitancias estéticas, amén de similitudes en su conducta personal atrabiliaria, las aportaciones en el ámbito creativo, de turbadora osadía, no van a la par con el ahínco de signo misógino con que retratan a menudo a los personajes y figuras femeninas.
Dicho esto, el aluvión de representaciones que deparan muchas producciones artísticas del cambio de siglo se basan en el principio que, parafraseando a John Berger, estipula que la mujer aparece y el hombre actúa[3]. Es decir, el hombre mira a la mujer y ésta se mira a sí misma siendo mirada, por tanto, la especificidad de la mujer, tal como es construida en las representaciones artística citadas, indica que ésta se constituye en esa misma desigualdad que la reduce a objeto, vestido o desnudo[4]. De esto se infiere que resulta inadecuado hablar en términos de la inocuidad de una imagen per se, dado que los parámetros sociales, políticos, culturales, sexuales y simbólicos impiden que una imagen puede interpretarse sin más, en su supuesta pureza, asepsia e independencia neutral. Nada hay, por consiguiente, de bueno o malo, de positivo o de negativo en una figura de mujer sin ropa recostada en un diván pero en el momento en que, a partir de una atalaya conceptual y epistemológica más global, se tiene en cuenta el trato social discriminatorio y degradante que ha sufrido la población femenina a lo largo de la historia, con sus variantes y cambios, el prisma con que se analiza esa imagen de mujer adquiere connotaciones sin duda violentas.
El aluvión de representaciones de mujeres en posturas de reposo (que pueden confundir la mirada receptiva al entenderse como una invitación exclusiva a la disponibilidad de sus cuerpos) no es gratuito. Va unido a la puesta en funcionamiento visual de una gestualidad seductora y de una pasividad que se identifica con lo femenino y que facilita la observación escópica/escopofílica/escoptofílica[5] por parte del autor y del espectador varón. Esto permite hablar de una ideación, que a fuerza de repetirse se ha convertido en consuetudinaria, de valores, roles, códigos, normas y reglas de género que resulta arduo desmantelar, al no aparecer como una manifestación literal y directa de la violencia masculinista.
En el arte moderno y a veces con el lenguaje abrupto de la vanguardia se han multiplicado modelos iconográficos sustentados en la divisoria de género, en una compartimentación estricta (salvo excepciones puntuales) de las características que se suponen naturales e inherentes a la feminidad y a la masculinidad y que obedecen en realidad a invenciones culturales. Entre el reguero de imágenes fraguadas están aquellas que acentúan el papel de la mujer en su calidad de madre (véase la obra de Käthe Kollwitz y, con otros postulados políticos, el arte nazi y el estalinista), de ser hipersexuado (a menudo en un sentido prostibulario: es el caso de la obra de Otto Dix y George Grosz) o de objeto bello, más o menos decorativo, inerte, puro adorno (la mujer vanidosa que se contempla en el espejo) que la publicidad contemporánea sigue explotando incansablemente a través del globo. En un extremo contrario se ha edificado también la representación de la mujer abyecta, pozo de iniquidad y maldad que amenaza con destruir el poder viril (así sucede en muchos ejemplos surrealistas). Una tradición visual y literaria que procede en parte del simbolismo, en particular de la fabricación interesada de la femme fatale[6].
El vaciamiento de la subjetividad y de la capacidad actuante de la mujer es una de las consecuencias de esa exhibición de imágenes nutridas de violencia simbólica en el sentido que le dio Pierre Bourdieu. También existen, por otro lado, representaciones de violencia explícita cuyo significado es preciso desentrañar y deconstruir. A ellas voy a referirme, con el trasfondo de los lenguajes modernos y vanguardistas y tomando como casuística las composiciones literarias, pictóricas y escultóricas de dos movimientos de espíritu cercano, a saber el futurismo y el vorticismo, que escucharon complacidos los tambores de guerra. Pero antes, y a modo de síntoma y metáfora, haré una incursión analítica en algunas obras de Walter Richard Sickert, un pintor influido por ciertas aportaciones estéticas surgidas en Francia en el cambio de siglo, poco estimadas en Gran Bretaña, que trató de canalizar, mediante la representación del crimen, su visión de las espinosas relaciones entre hombres y mujeres.
Si se acepta la hermenéutica clásica sobre la estética moderna como aquélla en la que se desgaja la obra de arte de la esfera política, una producción artística como la de Walter Sickert no podría ser diseccionada, al estar anclados sus postulados y planteamientos artísticos en una visión modernista. Sin embargo, del análisis de su pintura emerge la constatación de que, como ha señalado Jacques Rancière, la especificidad del régimen artístico de la modernidad, la tan aclamada autonomía de la creación artística, no está a la postre separada de un trasfondo político[7]. Las políticas de género –si por ello se entienden las reglas sociales y culturales que escinden el comportamiento y el estatus de hombres y mujeres y los sujetan según demarcaciones difíciles de reconciliar– afectan directamente a la esfera pública. Ello pone en evidencia que en la plasmación estética de las representaciones de la actividad humana se puede transmitir una violencia simbólica.
En 1908 el artista británico Walter Richard Sickert empezó a realizar un conjunto de pinturas denominadas The Camden Town Murder Crimes. Sickert, al que en Inglaterra algunos estudiosos (Richard Shone, Anna Gruetzner Robins) sitúan entre los grandes creadores británicos, se sintió atraído por el asesinato y mutilación de una prostituta, acaecido en 1907 en el este de Londres. Se trataba de un crimen que evocaba otros anteriores, de 1880, que fueron imputados en este caso a Jack the Ripper (Jack el destripador) y que, muchos decenios después, han dado pábulo a la fantasía de novelistas[8] que relacionan al artista con el célebre criminal.
En efecto,