Pedro Casciaro. Rafael Fiol Mateos
Читать онлайн книгу.desde el comienzo de mi vocación, que no debía dialogar con tres tipos de tentaciones: las que fueran contra la fe, contra la pureza y contra el camino»[16]. Estas tres convicciones se convirtieron en cimientos inamovibles de la vida de Pedro.
Le oí comentar algunas veces: «Me resulta sorprendente cómo [el Padre] transformó la autonomía a la que yo estaba acostumbrado y el prurito de propias iniciativas, en espíritu de servicio»[17]. Pedro tenía una aguda capacidad de observación, pero tal vez cierto aire de suficiencia. El Padre, en lugar de enfrentarlo directamente, sabía acoger lo que era aprovechable de sus propuestas, encargándole a él su puesta en marcha.
Si Pedro criticaba la insuficiente brillantez de los suelos o el modo, a su juicio, deficiente de distribuir la ropa de los residentes que llegaba de la lavandería, el fundador lo aceptaba y, de paso, le encargaba que lo resolviera. Pedro afirmaba: el Padre «veía con buenos ojos mis iniciativas e incluso las alentaba porque veía que, a través de ellas, iba poniendo el corazón en las cosas de Dios y de la Obra»[18]. De esta manera, san Josemaría iba enseñándole a combinar el cuidado de lo pequeño con la caridad.
Unas semanas después de pedir la admisión en la Obra, Pedro marchó a Albacete para pasar las vacaciones de Navidad con sus padres y su hermano. A su vuelta a Madrid, en los primeros días de enero de 1936, se trasladó a la residencia de Ferraz, más cerca de la Escuela de Arquitectura.
AMBIENTE DE CRISPACIÓN
La situación social en España era cada vez más tensa. Se estaba produciendo una progresiva radicalización de las posiciones en la política y en el debate público. El 7 de enero de 1936, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, disolvió las Cortes y convocó elecciones generales para febrero. La propaganda fue exacerbando el odio y las divisiones, de manera que el ambiente se fue crispando más y más[19]. En algunos sectores fue creciendo el sentimiento anticlerical, porque la propaganda socialista y anarquista veía a la Iglesia como uno de los elementos que habían contribuido a la desigualdad social. En esta coyuntura, muchos sacerdotes dejaron de vestir el traje talar. El 31 de enero, san Josemaría tuvo que abandonar la vivienda que ocupaba como rector del Patronato de Santa Isabel, que estaba junto a la entrada de la iglesia, porque se había convertido en un lugar peligroso, y se trasladó a DYA[20].
El 16 de febrero de 1936 los ciudadanos acudieron a las urnas. Los partidos de izquierda se presentaron unidos en la coalición denominada Frente Popular, que englobaba a republicanos de izquierda, a socialistas, a comunistas y a anarquistas. El Frente Popular se hizo con la mayoría absoluta de los escaños. Los partidos de la derecha acusaron a los de izquierda de haber manipulado el resultado de las elecciones[21]. El enfrentamiento entre las diferentes facciones fue creciendo más y más.
En los meses siguientes, algunos militantes de grupos extremos cometieron asesinatos, en plena calle, de exponentes políticos y de estudiantes; la mayoría por arma de fuego[22]. Se sucedieron numerosas huelgas: solo entre mayo y julio hubo novecientas once[23]. Algunas facultades de la Universidad de Madrid permanecieron cerradas muchas semanas, a causa de los disturbios.
Aumentaron los gestos de intimidación a sacerdotes y religiosos, como los insultos y las amenazas de muerte. En ocasiones, grupos de revoltosos, pertrechados con bidones de gasolina, incendiaron iglesias y conventos, o irrumpieron en el interior de los templos y profanaron imágenes sagradas y objetos de culto. Por ejemplo, en la noche del 13 de marzo, intentaron asaltar el convento de Santa Isabel, del que san Josemaría era capellán. A pesar de su deseo de quemar la iglesia, los asaltantes solo lograron calcinar parte de la puerta exterior, pues se quedaron sin gasolina y huyeron al ver a una pareja de guardias[24].
En la noche del 3 de mayo corrió el rumor de que unas monjas habían matado a niños, hijos de obreros, con caramelos envenenados. El bulo provocó en las horas sucesivas una oleada de agresiones: «Setenta y ocho personas resultaron heridas, entre ellas al menos ocho monjas, y se incendiaron diez iglesias y colegios religiosos en los distritos obreros de la ciudad»[25].
Cada vez eran más los partidarios de imponer las propias soluciones mediante la fuerza. Entre comunistas y socialistas iba progresando la idea de una sublevación revolucionaria para implantar la dictadura del proletariado. En la derecha se iba abriendo camino la propuesta de recurrir a un alzamiento militar para acabar con la situación de desorden social[26].
Ignacio de Landecho, como otros muchos, «se polarizó totalmente en la lucha político-religiosa» y quería que Pedro lo siguiera. «Junto con otros estudiantes que militaban en la CEDA[27] o en partidos monárquicos, se quedó muchas noches de guardia en la portería de algún convento para proteger a las religiosas que temían una agresión de las milicias marxistas»[28]. Igual actitud adoptaron algunos miembros de la Obra, cada uno según su libre parecer, ya que la pertenencia al Opus Dei en nada disminuye la libertad en materia política, propia de todo ciudadano.
Pedro Casciaro, en cambio, admirando su valentía, consideraba desde otra perspectiva la situación que atravesaba la sociedad española. Más allá de las diversas opciones partidistas de entonces, y teniendo en cuenta que no se sabía que aquella coyuntura desembocaría en una terrible contienda, se planteaba las causas más hondas. Su indiscutible patriotismo y su seria preocupación por la crisis del momento, no le impedían ver también más allá de las fronteras de España.
Los dos amigos intercambiaban sus impresiones, llegando incluso a conversaciones acaloradas, porque ambos se apasionaban. Estaban de acuerdo en lo intolerable de los ataques a la libertad religiosa de los católicos, pero sus reacciones eran diferentes. Pedro, como había aprendido del Padre, deseaba ayudar a todos, también a los pertenecientes a las facciones que empezaban a enfrentarse en aquellos meses previos a la guerra. A Pedro le interesaba acercar a Dios a todos, fueran tirios o troyanos: a los de izquierda, a los de derecha y a los de centro.
Por estos motivos, la tensión social no le hacía perder ni disminuir el anhelo de realizar la labor sin barreras a la que Dios lo había llamado, con todo lo que implicaba, aun en medio de aquellas circunstancias. La diversidad de pareceres entre Ignacio y Pedro no fue obstáculo para que se siguieran tratando con la misma confianza o más que antes, y para que ambos siguieran participando en las actividades de la residencia DYA. Ignacio sentía admiración por don Josemaría y por la Obra, y estos contrastes no enfriaron su amistad con Pedro[29].
LA ALFOMBRA DEL ORATORIO
Una mañana de primavera de 1936, Pedro salía tranquilamente del oratorio de la residencia cuando, en el vestíbulo, encontró a don Josemaría rezando la Liturgia de las Horas, sentado sobre un banco de madera.
No quise decirle nada para no turbar su recogimiento pero, al pasar, me hizo una señal con la mano, sin levantar los ojos del libro, y me indicó que lo esperase un instante. Terminó el Salmo, puso el dedo sobre el breviario señalando el lugar en que se había detenido y, mirándome con afecto, me preguntó algo que no me esperaba en absoluto: «Pedro, ¿estarías dispuesto a ser sacerdote, si recibieras la llamada?». Me quedé de una pieza: era lo último que me esperaba escuchar en aquel momento. Pero le respondí enseguida: «Pienso que sí, Padre».
Volví al oratorio. Poco después entró el Padre. Se puso de rodillas a mi lado y me señaló la alfombra roja que cubría la tarima del altar: «El sacerdote —me dijo en voz baja— tiene que ser como esa alfombra; sobre ella se consagra el Cuerpo del Señor; está en el altar, sí, pero está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando, y ya ves, no se queja, no protesta... ¿Comprendes cuál es el servicio del sacerdote? Ya verás que más adelante, en tu vida, reflexionarás sobre esto».
Desde aquel día, hice muchas veces la oración contemplando primero el Sagrario y, luego, aquella alfombra: no necesitaba más tema[30].
COLABORAR EN LAS TAREAS DE LA CASA
«Una de las características del espíritu del Opus Dei, desde el comienzo, es el amor a la libertad. El fundador enseñaba a los estudiantes a respetar las ideas de los demás. En DYA la variedad de opiniones era un hecho». Por eso, «mientras en las calles de Madrid se sucedían huelgas,