Tiempos trastornados. Mieke Bal
Читать онлайн книгу.artista cuyo trabajo considero barroco, aun cuando, de los cuatro, es el que menos lo parece. Siendo su trabajo profundamente político también, elude la oposición binaria figuración/abstracción y desafía las suposiciones comunes relacionadas con la escala. Sin embargo, en la obra de esta artista, los elementos formales más característicos del barroco –pliegues, curvas y rizos–, así como el trabajo sofisticado con el color o el motivo barroco del espejo, invocado en el brillo y la luz parpadeante, están rigurosamente ausentes. Estoy hablando de la escultora colombiana Doris Salcedo.
Si la obra de Theuws es principalmente una exploración de la percepción en el tiempo; el trabajo de Heringa/Van Kalsbeek, una investigación de la percepción a través del punto de vista que produce formas, y la obra de Janssens está comprometida con la percepción de la luz, la obra de Salcedo reúne todos estos aspectos. Su arte, sobre todo escultórico, está dedicado a la percepción material (y, por tanto, duradera en el tiempo) y subjetiva (es decir, desde un punto de vista) del dolor. El suyo es un «arte de historia» (Hernández Navarro 2012) y, a diferencia de los otros artistas analizados aquí, lo presenta explícitamente como político. Salcedo trabaja a partir del proceso de duelo colectivo e individual, las secuelas de la violencia. Relaciono la obra de Salcedo con el resto de los artistas expuestos hasta ahora. Mientras que aquellos no parecían políticos a primera vista, he propuesto que lo son. Y a la inversa, aunque Salcedo no se detendría a meditar de qué manera su obra se relaciona con el barroco, sostengo que lo hace.
Todas las exploraciones analizadas hasta ahora se basan en la materialidad de lo que parece inmaterial. La obra de Salcedo nunca antes se había asociado con el barroco. Lo menciono aquí para poner a prueba mi concepto de barroco y el de la historia «trastornada» que entraña, contra una serie de obras innegablemente políticas que ni mencionan ni toman prestados motivos, estilos ni materiales propios del barroco. La instalación de tres piezas Unland (1995-1998) trae a primer término la materialidad de una manera que reúne todas las cuestiones tratadas hasta ahora. Desde la distancia, vemos las formas escultóricas no humanas, formas que resultan totalmente reconocibles, incluso banales. Se trata, simplemente, de mesas. Sin embargo, parecen deformes. Cada una de las tres mesas está armada a partir de dos mesas con los tableros ligeramente desiguales; a ambas les faltan un par de patas. Algunas partes de los tableros son de color gris mortecino. Formas en sí mismas, las mesas son objetos encontrados, como el aire capturado de Janssens (fig. 9).
Por otra parte, de cerca, las formas se vuelven invisibles y vemos solamente la superficie pintada. Dicha superficie es rica en texturas y detalles de sombras que varían del blancuzco al gris oscuro y del beis al marrón. En este sentido, esta obra puede competir con las pinturas barrocas más refinadas de los maestros antiguos, desde los espacios oscuros, similares a tumbas, de Caravaggio hasta el crujiente empastado de Rembrandt. La obra de Salcedo, sin embargo, desafía la exuberante figuración del arte barroco. La superficie interacciona con la «imaginación antropomórfica» de los espectadores (término con el que designo el deseo de proyectar formas humanas incluso donde dichas formas están ausentes). Al enfrentarse a Unland («Des-lugar» o «Anti-lugar»), uno moviliza cualquier pequeña porción de su imaginación antropomórfica que admita la obra para ver algo parecido al tejido de una cicatriz en la piel. La superficie consiste en cientos de diminutos folículos, hilos que se entrecruzan, y seda traslúcida hecha jirones. La cuna de un niño se ha hincado en uno de los tableros, con sus rieles cosidos a los tablones de madera (fig. 10)[19].
Las dos visiones no se conectan. Son inconmensurables. Aquí radica la conexión con la abstracción tal como yo la interpreto. La imposibilidad de ver ambas visiones al mismo tiempo desencadena reflexiones sobre la temporalidad como entrada a la percepción. Tal imposibilidad hace que las esculturas de Unland (se) (con)muevan, en el doble sentido de la palabra. Resulta estrictamente imposible ver la obra ya que, con el fin de verla como la obra de arte que es, debemos ver las dos visiones simultáneamente. Como el famoso dibujo del conejo/pato de Wittgenstein, las dos son igualmente necesarias. Sin embargo, las diferentes distancias necesarias para llevar a la práctica estos modos de ver son físicamente incompatibles. Esta incompatibilidad es, como yo lo viví, tortuosa, dolorosa y, en algunos momentos, incluso físicamente nauseabunda. Este efecto nauseabundo no es, por supuesto, un acto de sadismo por parte de la artista. En cambio, se trata de una expresión hiperbólica de la necesidad de la participación del cuerpo en el ámbito de lo político en el que opera la obra de Salcedo. Esta corporeidad es donde los aspectos y obras que hemos discutido hasta ahora participan del esfuerzo del arte barroco contemporáneo.
Fig. 9. Doris Salcedo, Unland, 1995-1998.
Fig. 10. Doris Salcedo, Unland, 1995-1998 (detalle).
Después de estar de pie junto a estas mesas y de observarlas durante un periodo de tiempo extremadamente largo, experimentando una dolorosa sensación de inadecuación perceptiva, es como si los muebles se volvieran inestables. Este giro, este efecto fluctuante sobre los espectadores, es la estética, es decir, la política, de Unland y de varias obras más de Salcedo. La función más importante de Unland, sin embargo, es ofrecer la experiencia de aquello que es casi imposible ver. Esta casi imposibilidad sirve como herramienta para el escorzo del tiempo. Para ver realmente qué hace que estas mesas sean diferentes de las que tenemos en nuestros hogares y por qué merece la pena exponerlas en un museo, el espectador necesita acercarse más a ellas, peligrosamente cerca. El peligro se cierne no sólo sobre las obras, que podrían dañarse o destruirse fácilmente, sino también sobre el espectador, ya que la consciencia de la fragilidad de los objetos hace que aproximarse a ellos se parezca a perpetrar violencia. Este hecho, de nuevo, resulta crucial. Uno de los elementos indispensables en el arte político es el «contagio» por complicidad, una complicidad que ninguna interacción afectiva puede soportar.
En este punto, algo nuevo aparece en Unland en tanto que objeto político. Respetar la obra manteniéndose a distancia no es posible. La distancia hace visible la mesa vulgar, pero no la mesa como obra de arte; no nos ofrece sus implicaciones políticas ni sus implicaciones teóricas. El acto de aproximarse a la obra de arte se lleva a cabo necesariamente si se quiere ver algo más que una mesa rota. Y aquí comienza el problema. Nunca se está lo suficientemente cerca para ver la superficie de forma apropiada. Mientras que las piezas de las instalaciones de Salcedo Untitled Furniture (Muebles sin título) y la Casa Viuda pueden observarse desde varias distancias, Unland abre una brecha radical entre ver la cosa (la mesa) y ver la obra, y también entre ver la forma y ver la superficie; es decir, entre la escultura y la pintura. Aun así, a pesar de que la ruptura es radical, se necesita tiempo para atravesar la ruptura. Podemos reconocer aquí la estética barroca tal como la hemos visto funcionar en la extrema desaceleración de Theuws, en los múltiples puntos de vista revirados de Heringa/Van Kalsbeek y en la negativa de Janssens a dejar de lado la tenue materialidad de la luz. Estas obras, junto con las de Salcedo, tienden un puente entre elementos inconmensurables por medio del tiempo. Nos acercamos más y más, sintiéndonos cada vez menos cómodos y más voyeurs, penetrando en el espacio personal de esta presencia corporal, al tiempo que traspasamos la línea imaginaria que la galería pública ha dibujado alrededor de la obra.
En términos estéticos, estamos dolorosamente obligados a prescindir de la visión de la forma para poder observar la superficie que ha de proveer a la forma de significado. Esta aproximación entraña un momento de desgarradora complicidad. Así, la división público/privado y todo lo que conlleva se experimenta con gran intensidad, ya que tanto los museos como los hogares imaginarios son incapaces de ofrecer protección ante tal división. Y entonces, cuando nos acercamos y nos inclinamos, de repente, nuestra atención se centra claramente en la superficie. Incluso con aviso previo, la percepción real de los detalles –los pequeños agujeros, la costura, el trenzado y el tejido– resultan desoladoramente chocantes. En ese momento, que da rienda suelta a la repulsión, el espectador ve y se da cuenta de que el material de ese tejido es pelo humano real.
El momento del shock es realmente poderoso y violento. Se trata de un contundente «signo encontrado», como describe Deleuze en Proust y los signos, un signo que fuerza al pensamiento